El traje de novio
Por Recaredo Veredas.
Con el verano, vienen las bodas. Los sábados por la tarde las calles de nuestros pueblos y ciudades se llenan de multitudes engalanadas, que aguardan la llegada de la novia frente a iglesias, juzgados y catedrales. Tras el enlace, los novios posan en jardines, públicos o privados, o frente al palacio o la finca que albergará el banquete. Adoptan poses melancólicas, inocentes o entusiastas, esforzándose porque el día más feliz de su vida sea el sumun de la perfección. Unas horas de gloria, que, años más tarde, recordarán con melancolía, hastío, incluso odio pero entonces solo deben -es una obligación- albergar lujo, placer y felicidad. Desde que el Olimpo celebró las bodas de Cadmo y Armonía, la estrella de la boda ha sido la novia. El diseño del traje-blanco, marfil, con escote palabra de honor, en V, de cola larga o cola corta, inspirado en Letizia o en Kate- su peinado y sus atuendos florales constituían uno de los grandes alicientes, al menos para las amigas, de cualquier enlace. Sí, así ocurría hasta hace muy poco.
Hasta que un sagaz capitalista detectó, tal vez mediante una experiencia cuasi mística, incluso alucinatoria, el hueco, el nicho -más fúnebre que nunca- que albergaba el ubicuo mercado: el traje del novio, hasta entonces desplazado a un lugar secundario, casi a un trámite ocupado por indumentaria de oficina y chaqués de alquiler. Aquí hay dinero suelto, afirmó el sagaz comerciante, sabiendo, además, que su ocurrencia coincidía con la generación más floja, mema y derrochona de los últimos siglos. Además, el nuevo mordisco del consumismo –y del ubicuo mal gusto- podía enmascararse tras un discurso de género: ¿Por qué, si hombres y mujeres somos iguales, el novio va a limitarse a una posición secundaria? ¿No tiene él derecho, como ella, a lucir brillos y encajes? El traje de novio constituiría un ascenso en la lucha por la igualdad, una reivindicación de la belleza masculina, tan importante como la eterna gracia de las féminas. ¿Y cómo serían esos trajes? Pues especiales, únicos. Recordarían el añorado esplendor prerrevolucionario, a las galas de Versalles y de la corte austrohúngara, al ambiguo porte de Byron y Wilde. De raso, brillantes como soles, completados con alfileres de perla y enormes corbatones. ¿Y cómo se llamarían las tiendas? Por supuesto, apelarían a la tierra de la elegancia: a la simpar península italiana. Ejemplos: Ottavio Nuccio o mi favorita, sin duda, Carlo Pignatelli.
Y triunfaron. No hay boda de barrio sin su Carlo Pignatelli. Por supuesto, estos trajes son carísimos –cuestan más que los de su compatriota Giorgio Armani- y, también por supuesto, los clientes pertenecen a la zona más negra de la, ya de por sí, patética población española: aquella invadida por la pulsión de exhibir un lujo que nunca ha conocido, ni siquiera visto, aquella que necesita a toda costa exhibir su engalanamiento. Los Pignatelli representan lo mismo que los bombones Ferrero Roché para el chocolate: un simulacro, alejado de las sutilezas del lujo real y aproximado a la burda idea que los destinatarios del producto poseen de la distinción. Los no afectados por tan engorrosa patología -vestir un Pignatelli es una enfermedad mental que debería aparecer en la próxima edición del DSM- alquilan un chaqué por 60 € y lo devuelven al día siguiente, manchado de grasa y vino. O, como máximo, compran un traje oscuro y clásico, que puedan llevar a la oficina o, si su trabajo no precisa corbata, a otras bodas o compromisos sociales. Porque solo un empedernido fantoche llevaría un traje de Pignatelli a una notaría o a una cena. Las carcajadas se escucharían hasta en Marte.
Estas palabras no se apoyan en especulaciones sino en hechos constatados. Recuerdo una de las primeras veces que asistí a una boda Pignatelli. Ocurrió hace cuatro o cinco años, no lo recuerdo bien. Por supuesto la celebración tuvo lugar en un castillo más falso que los de Exin y emplazado en las afueras de las afueras de Madrid. Véanlo con sus propios ojos. Cuando le pregunté al novio por qué llevaba ese traje (no fui tan burdo, le dije “qué traje más bonito”, cegado por su deslumbrante brillo) me dijo: “Qué menos, si la novia tiene su traje, yo también. Eso es igualdad”. Claro que sí, hombre. Además, calcando al cien por cien el ritual, en una exhibición de grima, el novio también le ocultó a ella el diseño. Y sí, es cierta la justificación: las novias tampoco vuelven a utilizar su traje, que queda olvidado hasta la muerte en un rincón del armario (qué bonita y literaria idea y qué excelso título, el armario de los trajes de boda, lleno con las indumentarias de segundas, terceras y cuartas nupcias) pero no puede obviarse una diferencia fundamental: una novia bien vestida posee cierta belleza y un hombre vestido de Pignatelli es un despojo. El canon estético de occidente es así, no lo he inventado yo.
Yendo al terreno literario, este de los trajes de novio es un tema bastante chejoviano. Puedo imaginar al maestro ruso escribiendo un minúsculo relato sobre un reponedor de Ikea que gasta dos nóminas en un Pignatelli que se pudre durante toda la eternidad en su armario. Para curar el síndrome Pignatelli recomiendo un tratamiento de choque, una toma de conciencia obrera, como la lectura de la antología de textos de Lenin, realizada por Constantino Bértolo, titulada El revolucionario que no sabía demasiado. Tal vez las medidas propuestas por Vladimir Ilich fueran un tanto excesivas pero así de triste es el mundo y así de triste seguirá siendo.
Completamente de acuerdo con usted en elegir a Ottavio Nuccio como uno de los favoritos por sus trajes de novio italianos