El bar de debajo de casa

Por Alcaraván

Hace más o menos un mes en esta misma página leí el artículo Los cafés, refugios de soñadores solitarios, que se publicó  con motivo de la aparición del libro Los cafés históricos de Antonio Bonet Correa. Recuerdo que por entonces concluía la lectura de una novela  de exquisito realismo, del escritor húngaro Sándor Márai (Confesiones de un burgués) en la que, casualmente, se hablaba mucho de los grandes cafés de Budapest, de Berlín y de París en la época de entreguerras y de la importancia y el significado que tenía para un escritor y su carrera, ser asiduo de aquellos.

En esto andaba cavilando cuando me vino a la cabeza la importancia que tienen, sin ser grandes cafés ni sus clientes tan famosos, los típicos bares que todos los que habitamos espacios verticales (más conocidos por pisos) tenemos debajo de casa y los que viven en espacios horizontales (adosados por ejemplo),  enfrente de o al lado de ella.

Son bares casi uniformados, similares en cualquier lugar de España, concebidos para ser rentables con los cuartos de los parroquianos del barrio, o los de una zona limitada que se caracterizan por la singularidad de los propietarios, la familiaridad que desprenden y el conocimiento que de uno mismo tienen, fruto de la relación que se establece con el contacto diario o cotidiano. Sobre todo el de los que vivimos solos

Son muy fáciles de identificar porque su enseña es un letrero luminoso, de los llamados de bandera (perpendiculares a la fachada para que se vean bien), con placas de PVC en las dos caras, en las que se ha calado el nombre del negocio (generalmente un acrónimo formado por las primeras letras del nombre de cada miembro de la pareja, a modo del que lucen en sus viseras numerosos camiones por las carreteras de este país), iluminados por tubos fluorescentes y con un espacio reservado para el logotipo de la cerveza o del refresco de moda.

Son bares que no suelen destacar por su acertada decoración, más bien son un batiburrillo de todo tipo de materiales, texturas y colores. Son auténticos templos a la chabacanería. En un mismo local ocupan espacio, caóticamente, las banquetas de acero cromado con asiento de eskay y las sillas de madera de Haya vaporizada con asiento de anea trenzada; las mesas con pedestal de hierro fundido del que nadie pulió la junta del molde y el sobre de la misma de brillante formica, con la superficie pulida, metálica y fría  de acero inoxidable que forra la barra. Parece que fuesen incorporando paulatinamente todo lo nuevo que van comprando o les van regalando de otros lugares o desguaces, sin ningún criterio; bueno sí, el del almacenamiento útil.

Los lienzos de las paredes, protegidos hasta la mitad con friso de tablillas machihembradas de Abeto llenas de nudos mareantes (como la faz de un adolescente con acné), o con plaquetas cerámicas (de 20 X 10) granuladas, de colores degradados, ordenadas como teselas de un mosaico fenicio. La parte desnuda del lienzo maquillada con una gruesa capa de gotelé de gota gorda de color blanco sobre un fondo de color pálido y rematada en su junta con el techo por una moldura continua y perimetral (normalmente, una de estas tres: un caveto, un cuarto bocel o un ábaco con chaflán).

No nos olvidemos de los espejos colocados con el único fin de hacer que parezca más grande el local ni, por supuesto, de la inefable carpintería de la fachada de aluminio anodizado de color marrón oscuro (eso sí: satinado). En los techos suele permanecer el gotelé; pero esta vez de un solo color y de gota más final, al cuál van fijados unos tubos fluorescentes espirales que, si no fuese por su blancura, diríase que son ensaimadas mallorquinas. Los que aún no han llevado a cabo ninguna reforma mantienen todavía suelos de terrazo semejantes al turrón duro de Alicante y los que sí la han hecho han pegado sobre el unas baldosas cerámicas de gres, durísimas; pero  causantes de multitud de caídas y accidentes en los días de lluvia (muchas más a partir de la prohibición del uso de serrín como secante).

El bar mío, o el que a mi casa corresponde, se llama RABAS (acrónimo de Ramón y Basilia que, casualmente supongo, coincide con el nombre que damos a las puntas de los tentáculos de los pulpos y los cachones en mi ciudad) y está regentado por una pareja de unos cincuenta años que, a mediados de los ochenta, abandonaron su pueblo y con el producto de la venta de algún terreno o de algún animal probaron fortuna con un negocio (cuando aquello no requería mucha cualificación) en un barrio incipiente y en pleno desarrollo de la ciudad. He comprobado en numerosas ocasiones que esta actuación de Ramón y Basilia se repite y es común a la de otras muchas parejas que, en el caso de mi ciudad, provienen casi todas de la comarca de La Liébana o del Valle de Cabuérniga.

Las mejores cualidades que tienen ambos son la simpatía, el palique cuando se ha establecido una comunicación de confianza y una educación particular y respetuosa en sus modales; aunque a veces nos resulten un poco serviles.

A fuerza de asistir a diario y de corresponder con el mismo respeto la relación se acaba empapando de una familiaridad a veces muy superior a la que existe con la propia familia. Sobre todo para los solteros o los que vivimos solos que acabamos haciendo de Ramón un psiquiatra que escucha todo lo que tú quieras contar o un pariente con sentido del humor que te cuenta su visión particular del mundo y de Basilia una excelente cocinera que guisa como tu madre o tu tía y que expone siempre una sonrisa generosa y apacible. Son acogedores y es lo que hace que estés a gusto.

Acabamos, sin darnos cuenta, convirtiendo el bar en una prolongación de la sala de estar de nuestra casa y procuramos ocupar siempre el mismo rincón de la barra o  la mesa del comedor que mira hacia la calle (hemos de reconocer que cuando están ocupados nuestros sitios notamos cierta contrariedad).

El bar de debajo de casa nos sirve también, cómo no, como ágora donde departimos y contactamos con los vecinos y visitantes esporádicos: la última defunción nacional, la última defunción de la calle, la recuperada soltería de la  chica de la mercería, la ley sobre el aborto, la bajada del Racing a segunda división, los pechos turgentes de la del 12, las conversaciones llenas de cifras macroeconómicas y la notificación diaria de la prima de riesgo, el último chiste sobre Guindos, lo lluvioso que se presenta el verano… A veces incluso de Poesía. Otras hasta ligamos. ¿Qué más se puede pedir por 1,20 € que cuesta un tinto de Rioja?  Bueno sí, según la retahíla de Ramón siempre dice que nos ofrece un aseo público, jabón y toalla, dos diarios locales, otro nacional, servilletas y palillos torneados a discreción, un juego de dados con cubilete y tapete, una baraja española, una francesa, unas fichas de dominó, la hora de greenwich puntualmente, conexión wifi a internet, tv color extraplana, bloc de notas y lapicero y todo ello de forma totalmente altruista. Para nosotros, gratuita (por la patilla).

En el bar de debajo de casa quedas siempre con los amigos o familiares que se acercan por tu calle. Te sirven  en función de la hora que sea sin que tengas que decir nada. Basilia se asoma a la hora de comer o de cenar para decirte que hay un menú que te gusta mucho y que por ese precio no merece la pena ni encender la cocina ni lavar un solo plato. Estoy totalmente de acuerdo con ella y procuro hacerla caso a menudo pues me gusta mucho su forma de cocinar.

Hoy, precisamente, es uno de esos días. Se ha acercado al lugar donde leo el diario y me ha dicho que ayer  ha comprado unos cachones frescos estupendos y los había guisado con su tinta, una patatuca y arroz blanco. Sabedora de que es uno de mis  platos preferidos me lo cuenta y consigue su objetivo: me convence.

El día que vengáis por mi calle os invitaré en el bar de debajo de mi casa, De momento nada más que os puedo dejar, con mucho cariño, una foto del cachón que comí aquel día (extraordinario) y la receta que me dio Basilia.

Receta de Basilia:

Ingredientes: 1´5 Kg. de cachón (jibia o sepia) con su tinta limpio y troceado (puedes guardar las puntas para freír), tres cebollas blancas picada, 2 pimientos verdes picados, tomate triturado, 3 patatas peladas, vino blanco 1 o 2 vasos y sal.

Proceso: en cazuela con aceite rehogar la cebolla y los pimientos. Se añade el cachón, la salsa de tomate, el vino y la sal hasta que evapore el alcohol. Se dejan cocer controlando el agua. Se triscan las patatas y se añaden. Cuando queden 10´se diluye la tinta en agua caliente y se vierte. A revolver, a cuidar,  chop, chop y a posar.

Se hace un arroz blanco con ajo y perejil para moldear en un vasito de vino.

 

Alcaraván