NAZI CON FLORIPONDIOS: LA DECORACIÓN DE LA VIVIENDA DE ADOLF HITLER.

Por Joaquín Castro.

Gente fea en un sitio feo. Trajes espantosos, muebles horribles y gente cutre.

Y no hay mucho más que comentar. Las imágenes no invitan a la reflexión, de hecho, la empresa editora de las mismas (Time Life inc.) ha dispuesto un acceso a las mismas universal y gratuito, sin cargo alguno, a través del buscador Google (LIFE archive hosted by Google; http://images.google.com/hosted/life), un acceso ilimitado al archivo de Hugo Jaeger, fotógrafo personal –junto a Heinrich Hoffmann- de Adolf Hitler, al que siguió y retrató entre 1939 y 1945.

Y es que resulta sintomático: este tipo, Hugo Jaeger, siguió al GröFaZ Adolf Hitler (Braunau am Inn, 20 de abril de 1889 – Berlín, 30 de abril de 1945), durante seis años, los años finales del gobierno nazi en Alemania; de resultas de ello, reunió una enorme cantidad de fotografías del Führer en todos los ámbitos y situaciones posibles, lo que incluye fotografías en el ámbito doméstico, que son las que ilustran este reportaje. Y este hombre, tan cercano a la más alta dirección del Reich, presente en todos y cada uno de los movimientos del máximo jerarca nazi, hasta en los más íntimos, en realidad no tenía la menor vocación política, ni siquiera al menos una inclinación favorable al nazismo, al final era algo más prosaico: era un trepa, y punto; un trepa que pensó que, con el tiempo, sus fotografías de Hitler valdrían una pasta. En 1945, enterró en un punto no identificado de las afueras de Munich doce jarras de cristal selladas con las fotografías y sus negativos. En 1955, las desenterró y almacenó en una caja de seguridad de un banco; y en 1965, las vendió a la revista Life. Remordimiento por pasado nazi: cero. Ganas de hacer pasta con el morbo: pon tú la cifra, te quedarás corto.

Han pasado casi setenta años desde la muerte de Adolf Hitler, y la historiografía más reciente, librada en buena parte de la falta de perspectiva que da la cercanía de un acontecimiento en el tiempo, parece tender hacia la unanimidad en señalar la ausencia de enfermedad o locura en el actuar de los nazis, la ausencia de una psicopatía que explique la atrocidad sin fin y sin tara que supuso el régimen nacionalsocialista; antes al contrario, la clarividente en su momento (y hoy casi un lugar común) aclaración de Hannan Arendt dentro de su obra Eichmann en Jerusalen, (Debolsillo para la edición española, 2006) en la que expone su concepción sobre lo banal del mal, explica la absoluta banalidad de los motivos que impulsaron a gente como Eichmann, Heydrick, o demás altos cargos nazis a cometer las peores atrocidades sin plantearse la razón de ello, sin buscar las raíces de su forma de actuar; como destacaba Arendt al hablar de Eichmann, el objetivo era hacer la mejor carrera posible, lisa y llanamente.

A lo mejor es una forma de pensar infantilizada, pero uno tiende a pensar que el peor de los malvados debería tener, de un modo u otro, un punto de grandeza mefistofélica, algo que le hiciera atractivo, perversamente atractivo, y que sirviera para dar una mínima explicación a la fascinación colectiva que llegó a generar. Y no, ni hay grandeza mefistofélica ni nada parecido, las fotos que le hizo un trepa a Hitler (que, se quiera o no, era otro trepa: véase A treinta días del poder, Henry Ashby Turner, Edhasa, 2002) lo dejan bien claro, claro como el agua: Adolf Hitler, comandante supremo de las Fuerzas Alemanas, era un cutre.

La decoración de las distintas residencias de Adolf Hitler (su residencia en Berlin, la casa en Berghof) oscilan entre lo delicadamente cursi y lo decididamente hortera; en todas y cada una de las estancias retratadas hay, literalmente, floripondios: floripondios en los estampados de las telas, floripondios en centros vegetales, floripondios en los cuadros de las paredes. La decoración de las casas, resulta evidente, es la propia de quien le ha encargado a otra persona el asunto, algo así como “de esto te encargas tú, que quede bonito”. Resulta descorazonador que quien llegó a ejercer un poder omnímodo en Europa, de quien se espera que en su fuero interno estuviera lleno de un ansia animal por dominar y sojuzgar a millones lo hiciera tan sólo para alcanzar la noche y sentarse en un sillón que sería la envidia de mi tía Gladys, para tomar el té con una tipa que sólo por la risa con la que sale retratada se ha ganado pasar al Olimpo de los pelotas, para mirarse en un espejo absolutamente anodino y verse con un traje que le cae grotescamente grande; sí, para mirarse a ese espejo con un traje a rayas que no es de su talla y hacerse la pregunta que sabemos que nunca se hizo: y todo esto, la muerte, el sufrimiento, el dolor, ¿para esto? ¿para esto tan mediocre?

Todo lo peor, todo lo abyecto, para esto: para llevar una vida en un entorno decorado sin gusto, con muebles que, eso sí, muestran una evidente buena factura, pero que carecen del menor interés, como la mesa del salón de la chimenea de azulejos de Berghof, que parece una mesa de carpintero puesta en limpio. El hogar de uno lo delata, es la esfera más íntima de cada cual, el lugar donde uno se esparce y se muestra cómo es, y en el caso de Hitler lo retrata con fidelidad: es el hogar de un mediocre. Es una decoración cutre, para una casa cutre, donde vive un cutre. Una casa con floripondios. Es una casa de hace setenta años, cierto; pero hace setenta años ya era una decoración anticuada, roma de interés y carente de elegancia.

Es, nuevamente Arendt, la banalidad del mal: no hay maldad radical, como decía Kant, sino maldad en grado extremo; es algo que en España conocemos y hemos vivido, como bien dejó reflejado Paul Preston en la biografía de Francisco Franco (El Gran Manipulador, Ediciones B SA, 2008). Mediocres sin fronteras, gente eficiente en materias como la falta de piedad, la falta de compasión, la falta de bondad, la falta todo lo que hace a un hombre ser hombre y no animal; y sin nada más en su interior. Al final, la decoración llena de floripondios de la casa de Hitler le retrata como lo que fue: un tipo que sólo valía para ser un eficiente y eficaz hijo de puta, pero que no valía ni para elegir un cojín medianamente bonito.

 

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