Rubén Ochandiano: «La gaviota me ha alargado la vida, es gimnasia para mi alma»
Por Daniel Dimeco Fotos: Pablo A. Mendivil
Después de haber conversado casi dos horas con Rubén Ochandiano intuyo haber encontrado en él a un hombre que ha descubierto un sitio en el mundo desde el que crear con mucha comodidad y con un sabio compromiso personal. Con ese sitio no me refiero al lugar del actor, ya conquistado (y conocido a través de su dilatada trayectoria), sino al del director. Ochandiano reflexiona sobre sí mismo desde la seriedad y la sencillez de quien sabe que hace cosas buenas, de quien se conoce pero no tiene la intención de sucumbir a la seducción boba de sentarse en un pedestal, quizás porque la timidez en estas lides sea una gran aliada o porque este director novel se ha tomado el trabajo de analizar muchos más que otros acerca de que la excelencia está en el rigor y en el disfrute del trabajo por encima del hecho puntual del mero reconocimiento.
Afuera, en las calles de Madrid, hace calor. Mientras, el interior del teatro nos hace viajar hasta Rusia y la temperatura desciende por la penumbra y, quizás, también, por el frescor que emana del lago de la finca de Sorin que, en su pequeñez de barreño, llena el escenario del Teatro Galileo. Nos sentamos en el atrezzo de la finca rural que Piotr Nikolaievich Sorin posee en La gaviota, la obra de Antón Chéjov que Ochandiano ha versionado y con la que se ha lanzado a dirigir a un nutrido grupo de actores, un sueño que le ha venido acompañando desde hace muchos años y que, junto a su gran amiga Toni Acosta, han conseguido poner en pie. Al flamante director no le falta escuela, ya que, como actor, ha trabajado a las órdenes de grandes del cine como Pedro Almodóvar, Alejandro González Iñárritu e Icíar Bollaín o de icónicos directores teatrales como Miguel Narros o Calixto Bieito.
Los pantalones rojos de Rubén Ochandiano se funden con las telas nobles del mismo color que decoran uno de los salones de Sorin. Empieza hablando con cierta vergüenza y muchísima humildad, mastica las palabras, piensa antes de contestar, diluyéndose su timidez a lo largo de la charla, sin ni siquiera la ayuda de un samovar o una botella de Stolishnaya.
El inconveniente del Teatro Galileo (me dice Ochandiano nada más sentarnos y comentarle mi parecer sobre lo que han montado) es que está un poco fuera del circuito y eso hace que se haga un poco más complicado venir hasta aquí. Sé que Elling ha funcionado de maravilla, pero, además de ser quienes eren, tenían la infraestructura para hacer mucha promoción. Yo estoy agradecidísimo al Galileo, porque el hecho de estar aquí nos ha dado la oportunidad de descomprimir las escenas, nos ha permitido hacer que el espectáculo crezca en comparación con lo que hacíamos en el Teatro Lara. Así y todo me pregunto si éste es el espacio natural de esta función y si es el teatro que más ayuda para que el público venga a ver el espectáculo.
Le planteo un quizás: que los espectadores seamos un poco cómodos. Al fin y al cabo, no se trata de un teatro que esté tan alejado del centro de la ciudad.
Estoy de acuerdo, nos hacemos a la idea de un circuito que pasa por el Teatro Español, el Centro Dramático Nacional y el Matadero que, está igual de lejos que el Galileo, pero al que estamos acostumbrados a ir. Yo mismo he venido muchísimas menos veces a este teatro en comparación con las que he ido a todos los demás. También es cierto que el cambio que ha habido en la política de programación del Galileo es muy reciente, porque esta sala hasta hace muy poco tenía una programación un poco ambigua, donde el espectador no sabía qué era lo que venía a ver: había espectáculos con líneas muy diferentes. Desde Elling se ve con una idea más clara lo que quieren programar. Yo tenía la fantasía de llegar al mayor número de gente posible y nos estamos quedando un poco a medias.
Pienso en el momento actual, en la crisis y en las voces que plantean la falta de subvenciones y me intereso por su decisión de llevar a cabo un montaje con muy poco presupuesto. Quiero saber qué evaluación hace de esta experiencia.
No puedo estar más feliz y más agradecido (me responde sin titubeos). Más allá de que a nivel personal signifique cumplir un sueño y llevar a cabo una osadía, complicada de materializar, el hecho de realizarla cada día es una satisfacción inenarrable. Ahora bien, lo cierto es que hay diez actores trabajando en la obra y que no puedo evitar cargarme a la espalda la responsabilidad del poco dinero que van a recibir, sabiendo que todo el mundo se ha implicado en un tarea tan inmensa desde mi punto de vista. No puedo evitar tener esta conversación conmigo mismo todos los días.
Considero muy válida la osadía de asumir el riesgo de un montaje, el hecho de no esperar a que todas las propuestas lleguen de los demás.
Tiene que ser así, pero la realidad es que yo me puedo permitir hacer esto porque trabajo habitualmente en cine y televisión. Si tuviéramos que comer o pagar el alquiler con La gaviota nos sería imposible. Con un proyecto de tanta envergadura y con tanto reparto, no puedo dejar de reivindicar que nos tendrían que haber ayudado, que un CDN o el Teatro Español nos podrían haber echado un cable. A pesar de que digo todo esto, ahora mismo vengo de reunirme con Toni Acosta para ver qué es lo que vamos a hacer una vez que se acabe La gaviota, porque este montaje me ha proporcionado una satisfacción que no me ha brindado ninguna de las películas que he hecho o de los proyectos en los que me he involucrado. Ahora bien, ¿cómo puedo volver a enrolar a un grupo de actores que se implique para llevar a cabo una aventura como ésta sin garantizarles que van ganar lo suficiente para pagar el alquiler o la comida? Es muy difícil. Sólo se puede contar con una pandilla de románticos.
El romanticismo es algo que al teatro le sobra, pero muchas veces la realidad se contrapone al romanticismo.
Yo soy un romántico y todos los que me acompañan aquí lo son, pero al final del mes hay que pagar las facturas. Es indiscutible que La gaviota me ha alargado la vida, es gimnasia para mi alma, es un bálsamo y lo quiero sostener, no quiero que se quede en algo aislado. Así como he montado una obra este año, también quiero hacerlo el que viene y el siguiente… Alguien nos tendrá que ayudar, (se plantea a modo de pensamiento en voz alta…), algún teatro se tendrá que hacer cargo, no digo que nos subvencionen sino que haya algún teatro que no sea privado que nos brinde el espacio. Para mí, la única solución es que nos quejemos menos y que sigamos haciendo. (Ochandiano mira la escenografía que nos rodea)… Nos toca hacer, reivindicar desde la acción, la queja no nos lleva a ningún sitio.
Algunas veces, usted ha hecho declaraciones acerca de los teatros públicos. Me da la sensación, por sus declaraciones, de que se niegan a abrir el círculo a más gente.
Hablo desde el prejuicio (empieza respondiéndome con mucha prudencia) y desde el desconocimiento, a sabiendas de que valorar la situación a la ligera es muy fácil. Me da pudor porque pienso que no sé exactamente qué es lo que les falta a los teatros públicos, tal vez tendría que verme en su lugar y ver cómo se gestionan. Tiene que ser francamente complicado. Aunque esté pecando de listo, a mí me resuena que falta compromiso y apertura. Nosotros lo hemos intentado con uñas y dientes y nos hemos dado contra una pared muy complicada de traspasar, nos hemos dado cuenta de que es muy difícil de que entre gente nueva si no se tienen amigos dentro. Hemos dado con esa dificultad, además de con políticas de programación que desconozco cómo se preparan. También nos hemos encontrado con síes que luego se convierten en noes. Ahí, me pongo guerrillero. Tuve la suerte de vivir un año en Buenos Aires y de ver esa otra manera de hacer teatro que no pasa por el dinero. Creo que hay que abrir el círculo.
En Nueva York ve una versión de La gaviota que le es clave para la cabal comprensión de la obra.
Era una versión de Tom Stoppard que dirigía Mike Nichols, un director que, fundamentalmente, hizo mucho cine. Aquella fue una experiencia mística, (se entusiasma reviviendo la experiencia en su memoria) con un reparto de lujo en el que estaban actores como Meryl Streep, Natalie Portman, Christopher Walken… Yo era adolescente y fue entonces cuando terminé de entender la obra. Cuando empecé a estudiar, me preguntaba si La gaviota era para tanto. Poquito a poquito la fui masticando hasta comprenderla. El montaje de Nichols también me ayudó a saber desde dónde quería atacar el trabajo. Tiempo después, viviendo en Buenos Aires, constaté que se podía hacer teatro de verdad, mientras que aquí estamos muy acostumbrados a hacerlo de mentira.
Nada me fascina más que el trabajo psicológico que hay que encarar con los actores para moldear un personaje siendo las obras de Chéjov de las más apropiadas para esa tarea.
Como director, no busco a la persona que se ajusta al perfil determinado, sino que me junto con la gente que me gusta trabajar y desde ahí encajo los perfiles. Toni Acosta, por ejemplo, es un pilar fundamental para mí, es mi cómplice, mi hermana, ella me hace posible a mí y yo a ella y juntos sacamos lo mejor que hay en nosotros y ese trabajo que realizamos contagia a la dinámica de grupo. Más que con actores queremos contar con seres humanos que se impliquen en el teatro y en la obra de una manera determinada y que se permitan entrar en las zonas de compromiso adecuadas para hacer un texto así. La entrega de Toni Acosta es infinita, o la de Javier Albalá (Boris Trigorin) o Silma López (Nina Zarechnaia), que es un portento de 21 años de pura sangre que, cada día, se mete en un camino muy complicado. Ya sabemos lo que es comprender con el cuerpo ese sendero atroz de Nina que Silma regala aquí a los espectadores todas las noches. Es primordial rodearse de gente que entienda el trabajo de la misma manera que uno lo entiende; si no, se hace imposible.
La Irina Nikolaievna que interpreta Toni Acosta es un personaje frívolo, pedante y bastante obsesionada por la edad; al fin y al cabo, se trata de un personaje algo cínico y muy actual.
Yo, ahora mismo, no concibo el mundo sin un trabajo personal de análisis o de terapia ya que a mí me ha salvado la vida. No puedo entender que uno al llegar a cierta edad no se comprometa consigo mismo y deje de boicotearse y de boicotear al de al de al lado. Sin embargo, todos los días nos encontramos con gente que se dedica a vivir tapando sus carencias, como le sucede a Irina que tapa y niega constantemente. Sin duda: ahí se ve claramente el cinismo. Los personajes de esta función no saben vivir, intentan vincularse con ellos mismo y con los demás pero no lo logran. Cuando uno acaba de formarse como actor, casi siempre sale un poco peleado con el maestro y con la escuela, pero durante estos días he pensado en el reparto que hay aquí y en los actores en los que pensamos para lo próximo… y casi todos estamos formados con Juan Carlos Corazza. Al fin y al cabo, algo se nos queda y tendemos a hacer familia.
Existe una especie de manía permanente y algo enfermiza de actualizar las obras de teatro. En esta versión de La gaviota sólo se han hecho algunos cambios de adaptación y en elementos decorativos como los megastilettos de Nina, el pilates de Irina o los antidepresivos de Max. Le planteo mis dudas acerca de la necesidad imperiosa de tener que adaptar a los clásicos.
Lo que se necesita es dejar que un texto hable, que se haga vida y coja cuerpo (entran Toni Acosta y Viviana Doynel, ambas sonrientes levantan la mano y saludan desde la penumbra, por detrás del tocador de Irina) y, como el propio Chéjov dice en el texto, lo más importante es ser honesto con uno mismo, tanto la manera de entender el trabajo como lo que nace del corazón. Me peleaba mucho con el concepto de que cuando estrenamos en el Teatro Lara en 2011 definieran al montaje como moderno, porque no lo es y como etiqueta me parece horrorosa, me da mucho prejuicio y me parece una horterada. Ninguno de nosotros hemos pretendido que fuese algo moderno, aunque es inevitable que de lo que se habla resuene como actual, pero es porque Chéjov es tremendamente contemporáneo. Y en la puesta en escena he sido fiel a lo que a mí me huele a mágico en el teatro que es esto, (acaricia la tela del sillón), lo que nos permite mostrar las tripas del trabajo. Porque en La gaviota también se habla mucho del teatro y de lo que significa el arte o el proceso de trabajo mediante la vocación. Por eso decidimos que éste debía ser el material del decorado, que fueran estos colores, esta puesta en escena, algo ambiguo que no se sabe si es un ensayo de La gaviota o los propios personajes de la obra traídos a un teatro de hoy. Pero desde luego jamás existió la intencionalidad de modernizar nada.
(Se oyen las campanas de la parroquia del Santísimo Cristo de Victoria e interpreto el momento como otro toque de romanticismo teatral).
Chéjov, después de estrenar la obra en San Petersburgo en 1896, obtuvo tal fracaso que decidió no volver a escribir. ¿Le teme más al fracaso en sí o a los cuchillos que se levantan antes de cada estreno?
(Sonríe con una pizca de sorpresa y otra de malicia)
Reconozco que todos los cuchillos en alto me dan bastante miedo aunque, poco a poco, voy aprendiendo a estar más conmigo mismo, lo cual me permite impermeabilizarme, pero en general me cuesta manejar la manera española de mirar el trabajo de los demás.
Traduzco “española” por “demasiado crítica”, creo, sin equivocarme del todo.
Es esa manera de pensar que consiste en decirnos “cuánto mejor lo hubiera hecho yo” o “cómo habría quedado de yo haber estado ahí”. Nos cuesta el permitirnos mirar y dejar que nos pase algo… Suena fatal decirlo, pero somos un país de envidiosos y estamos obligados a hacer un permanente ejercicio de ocuparse de uno mismo. Aunque, insisto, no seré yo quien se queje, porque no nos puede estar yendo mejor, todos los días veo a la gente ponerse de pie y eso es lo que de verdad importa. Que después pueda haber compañeros que estén mejor o peor consigo mismos y eso afecte a su mirada (golpea con las manos) es algo que ocurre, pero es un lugar en el que no pienso poner mi atención.
La gaviota también habla del suicidio.
En su momento, hace cuatro o cinco años, charlando con Elvira Mínguez (compañera de Ochandiano en la película Tapas) acerca de que tenía ganas de montar esta obra, ella me mencionó a la muerte como una de las cosas de las que más se habla en la función. Yo no me había dado cuenta de ello hasta la volví a leer. El personaje de Sorin (Joaquín Gómez) habla permanentemente de cómo mirar a la muerte. Supongo que con el paso de los años he ido profundizando en el texto, porque cuando era más joven pensaba que La gaviota hablaba del amor, eso es todo un tema para mí, después me resonaba la vocación, qué pasa cuando a uno se le pone cuesta arriba la vida y no sabe cómo va a pagar el día a día…
Coincidimos en que en los personajes mayores de La gaviota la muerte está muy visible. Pero lo que más sorprende son las muertes que se entrevén en las miradas de personajes como la Simona Medvedenko que interpreta Irene Visedo o el Max de Pepe Ocio.
El año que viví en Buenos Aires definió mi manera de encarar el arte y traté de aferrarme a esa mirada que tienen allí, por eso me interesó lo de la familia disfuncional, esos miembros que no saben cómo vincularse a pesar de la necesidad que tienen de hacerlo, son animalitos con el ala rota. Para mí hay algo que todo el rato habla de la enfermedad, la manera enferma que tienen Irina y los demás de vincularse. Tal vez sea yo quien lo ve así, por eso me parecía interesante sacar a Simona de la foto, de la familia, porque creo que algún personaje tiene que mirar hacia la salud. Y es verdad que Chéjov saca a ese personaje antes de que acabe la función, ella dice “me voy”, pero ¿adónde se va? Se va a su casa o se va y no vuelve más… Me pone la piel de gallina el pensarlo. Cuando ella les mira desde fuera, vemos con nitidez lo enfermos que están todos, por eso me he permitido ponerme expresionista con el tema del suicidio más allá de Kostia (Javier Pereira), como sucede en el texto original. Max/Masha (Pepe Ocio) también mira hacia la muerte, está en contacto permanente con el vacío, con el haber traspasado el dolor y haberse anulado a sí mismo, el haber dado ese paso trascendental que no tiene retorno. De ahí, la presencia constante del lago y el poder meter la cabeza en él. Creo que Max no se permite vivir, él está muerto desde que comienza la función; de hecho, viste de negro…
Es verdad, pero hay algo que trasciende a la ropa y que es el gesto depresivo o el vagar con la espalda un tanto encorvada.
La vida le pesa y, evidentemente, la ropa es sólo una expresión. Yo tenía un concepto de Max completamente distinto, estaba un tanto peleado con esas Mashas que he visto siempre un poco lánguidas y decidí irme al otro extremo. En un principio, cuando buscaba a un Max, quería encontrar a alguien que del dolor había hecho violencia, porque yo tuve esa vivencia cuando era más joven y con mi miedo y mi dolor lo que hacía era ponerme muy agresivo, muy violento y quería contar esa manera de vivir. Cuando apareció Pepe Ocio, vi en él aquello que quería contar, y, si bien él no tiene esas características, sí tiene la capacidad de conocer ese dolor y de fisicalizarlo.
(Nos movemos de sitio, tenemos que despejar el escenario para que puedan dejar todo a punto para cuando empiece la función y decidimos trasladarnos, escaleras arriba, al patio de butacas).
Le pregunto por los argentinos Claudio Tolcachir y Daniel Veronese porque sé de la admiración que les profesa.
He tenido la oportunidad de asistir a los ensayos de Daniel Veronese, de ver el proceso de trabajo y de ver sus funciones, muchas veces el mismo espectáculo. Han sido experiencias muy nutritivas y esclarecedoras de cómo tiene que ser el trabajo para mí o de cómo quiero vivirlo. Hay una anécdota graciosa: yo le insistía mucho a Veronese con que montara La gaviota y que yo quería hacer de Kostia. Pues este año ambos estamos haciendo La gaviota, uno en Buenos Aires y el otro en Madrid, casualidades.
Como en varias ocasiones ha mencionado el tema del amor, me atrevo a preguntarle por la novela que alumbrará después del verano y que se titula Historia de amor sin título.
¡Sí, así es, el 31 de octubre! (Me responde con una alegría contagiosa). Lo empecé como un guión cinematográfico que intentamos levantar, también con Toni Acosta, dándonos de bruces con los productores de este país que me decían que era bellísimo pero poco comercial y que no estaba destinado al circuito festivalero. Además, coincidió que cuando terminé de parirlo entramos de lleno en la crisis económica. Entonces lo metí en un cajón, pero sabiendo que algún día haría algo con ese texto. Y fue cuando desde la editorial Alfaguara me comentaron que iban a lanzar una colección nueva que iba a estar destinada a un público más minoritario. Entonces compartí con ellos mi necesidad de contar esa historia y hacerlo en formato de novela. La verdad es que la historia se mete en un tema de mucho dolor.
Me habla con tanto entusiasmo que quiero saber si es su primera experiencia escribiendo novelas.
He escrito mucho pero en un formato dialogado: guiones, textos teatrales, adaptaciones que he hecho por gusto… Pero es la primera vez que lo hago en este formato y llevo los últimos meses enfrentado a la rescritura. Está siendo una bendita terapia, somatizo sin parar, parezco Woody Allen, me encuentro de todo… Yo siempre digo que mi novela es muy personal, aunque creo que todas lo son, aunque supongo que cuando te entrenas eso cambia, es como el trabajo del actor. La historia fue escrita como un vómito cuando necesité hacerlo, quizás por esa razón ahora, al volver a leer el texto y el tener que escucharlo, se me hace un poco cuesta arriba.
Me gustaría que me regalase una breve sinopsis de Historia de amor sin título.
Es una historia de amor en el contexto de una familia disfuncional, vista a través de los ojos de una periodista a la que le encargan contar un caso excepcional pero no le explican el por qué. Ella tiene que hacer un reportaje sobre Mario Ruiz, el chico que vivió esa historia de amor y averiguar qué pasó con su objeto de deseo, por qué desapareció.
Teatro, novela y también televisión. En la serie Toledo de Antena 3 se mete en la piel del arzobispo Oliva.
El hecho de tener la obligación de levantarme todos los días a las seis de la mañana e ir a hacer lo que más me gusta en la vida para mí es una fortuna. Además, la televisión permite generar un colchón económico que te habilita para hacer este otro tipo de cosas. El tema es que Toledo era una serie muy ambiciosa, muy cara y de la que se esperaba una repercusión mediática que no tuvo y eso que la veían dos millones y medio de personas. Al terminar la primera temporada, la cadena decidió dejarlo ahí y se acabó. Pero mi personaje era divertidísimo, para mí se trataba de un psicópata clínico de manual, alguien que de verdad no tenía fin. Para empaparme me puse a investigar en todos los personajes malos de Harry Potter y de los cuentos infantiles, esos personajes que son malos y ya está, que no tienen otro trasfondo más que ése aunque, inevitablemente, no puedo evitar irme a la herida que genera ese mal.
Interpretar a alguien de la jerarquía de la Iglesia Católica tiene sus bemoles. Pienso que para empaparse en el papel tiene que haber observado a alguno de los miembros contemporáneos.
Sí es verdad que he buscado referentes y para ello miré muchas entrevistas en Youtube a miembros del clero y del Opus Dei y me sirvió para encontrar en sus maneras esta cosa de evangelizar y adoctrinar permanentemente. Yo sentía que mi personaje era el más político de la serie y que cuando estaba trabajando tenía que dejar las cosas claras y captar la atención de la mayor cantidad de gente posible todo el tiempo. Me hubiera encantado seguir un tiempo más con ese personaje.
Me lo imagino harto de que le hablen de Pedro Almodóvar, la pregunta fácil, pero sí quiero saber si tiene algún proyecto en cine.
De momento nada, la cosa pinta complicada porque se está haciendo muchísimo menos cine que hace unos años. Me abría encantado estar en la próxima película de Pedro Almodóvar, porque trabajar con él ha sido un regalo y un privilegio y vivo con la sospecha de que se repetirá, hubo muy buena comunicación y entendimiento, disfrutamos mucho.
Estamos llegando al final y no me puedo ir sin que me dé su opinión sobre la situación por la que está atravesando la cultura en España.
Encuentro complicada la tendencia a instalarse en el discurso del abucheo fácil, casi panfletario o quedarse en la queja o sumarse a una de forma de manifestarse en la que todo vale y en la que el ruido corre el riesgo de acabar en un runrún de fondo. Es evidente lo que están haciendo, me enfado, me peleo. Me da miedo lo que pasa con la educación, tan politizada y que, por ejemplo, se permitan excluir la palabra homofobia de la asignatura Educación para la Ciudadanía. La educación no tendría que estar politizada, pero tal vez eso todavía no es posible. Hay veces en las que uno se siente un poco gilipollas pensando si no se dan cuenta de lo que significa el patrimonio cultural o artístico en un país. Lo que se hace con la cultura debería ser delito, pero ahora bien, ¿qué es lo que hay que hacer? ¿Qué se puede hacer más allá de hacer lo que uno sabe? La cultura en este país sigue siendo una cuestión de maricones, putas y feriantes. Quienes tienen el poder no fomentan el desarrollo de la cultura y no me refiero a una cuestión de imagen como país solamente, sino porque se trata, también, de una fuente de ingresos. ¿Qué hacemos? Lo que dice Chéjov en boca de Kostia: Al final uno sólo puede hacer y hacer.
El director de teatro Rubén Ochandiano pareciera que ha venido para quedarse. En varias ocasiones me habla de la necesidad que tiene de seguir dirigiendo obras, de sumarle a un montaje el siguiente y después otro en un continuum temporal.
En fila, una detrás de otra, entran tres limpiadores del Teatro Galileo. Son tres señoras poco mayores que Las tres hermanas de Antón Chéjov. Las miro desde una esquina, la misma esquina desde la que he visto a Simona Medvedenko observar a la peculiar familia de La gaviota. Como si la escena estuviera ensayada, cada una va con sus instrumentos de trabajo. Las tres se detienen en el escenario y miran hacia arriba, a las butacas, donde Ochandiano está de pie. Las tres mujeres descubren que allí en lo alto, como si se tratara de un atrio, está el bravo arzobispo Oliva posando para las fotos. Reconocen al actor y al arzobispo, no se sabe bien a cuál de los dos primero, lo comentan entre ellas y la menos tímida se dirige a él recordándole la maldad del personaje. Al terminar la sesión de fotos, en fila y tal como entraron, las tres se van y luego contarán que ellas también han cumplido el sueño de estar en un teatro de Moscú.
Una bellísima entrevista, muchas gracias.
He tenido la suerte de asistir al desarrollo de este espectáculo viendo funciones desde su inicio en el teatro Lara hasta su actual puesta en escena en el Galileo y me encantaría verlo aún en algún otro teatro de Madrid o donde fuera.
Rubén Ochandiano a la cabeza de esta aventura pero indudablemente respaldado por la entrega del elenco, ha ido regalándonos, conforme se readaptaba a los cambios de lugar y reparto, un alimento teatral de los que tocan el corazón y el alma, además de sembrarnos reflexión.
Yo, como espectadora, estoy muy agradecida por esta propuesta y ¡¡quedo a la espera de otras muchas!!
Los momentos de crisis son buenos momentos para ir en busca de lo esencial y despojarnos de tanta carcasa. Asistir a esta propuesta de La Gaviota, es también un acto de compromiso con uno mismo, porque es un tipo de teatro que te modifica si te aventuras a ir. Al menos esa ha sido mi experiencia.
Gracias por ofrecer este espacio de expresión.
Deseando leer su novela «Historia de amor sin título» la cual promete, como muchas de la colección Conspicua. Una apuesta por jóvenes autores que, a los aficionados a la lectura nos encanta.
https://www.facebook.com/conspicuacoleccion