La que nos espera (21)
Por Javier Lorenzo.
Como todo aristócrata que se precie siento debilidad por Centroeuropa, así que estoy pasando unos días en un palacete que tengo cerca de los Cárpatos. No es nada del otro mundo -al margen de algunos cuadros expresionistas alemanes que me ha prestado “sine die” un banquero catalán-, pero aquí descanso como en pocos sitios. Lo malo es que Roger está celoso porque entre el servicio que atiende esta heredad se encuentra Guillermina –yo la llamo así-, que no sólo mantiene todo en orden, sino que además, me consta, bebe los vientos por mis huesos. De modo que mi felicidad no es completa porque por aquí ronda mi fámulo con gesto enfurruñado y murmurando todo el tiempo.
¿Por qué nos cuesta tanto ser felices? Ya sea porque lo buscamos o porque nos llega, siempre hay algo que ensombrece nuestro paraíso particular. Ahí tenemos, por ejemplo, a Aisha, esa muchacha afgana a la que los talibanes cortaron la nariz y las orejas. Ahora vive en Estados Unidos, le han arreglado el rostro, recibe atención hospitalaria y psicológica de primera clase y estudia inglés porque quiere hacerse policía. Su desgracia, en definitiva, le abrió unos horizontes con los que ni soñaba. Sin embargo, ahora Aisha asegura que no es feliz. Con todo a su alcance, con una nueva vida por delante y resulta que no puede soportar la tristeza que inunda su corazón. Para cualquiera de nosotros es incomprensible: ¿tan poderosa es la “morriña” afgana?
Otro caso. Carlos Dívar, presidente del Tribunal Supremo. Habrá disfrutado al máximo de todas las comodidades marbellíes y de sus “semanas caribeñas”. Pero de repente le estropean la diversión cuando le piden que rinda cuentas y que se investigue si todos esos viajes los ha hecho a cargo del erario público. Eso amarga el desayuno a cualquiera, no me digan. ¿Tan difícil era dejarle tranquilo en su peculiar nirvana? Si es que no hay sensibilidad y sí mucha envidia.
Y qué decir de esos aficionados futboleros, cuyos equipos alcanzan una final de Copa. Deberían estar alborozados por su éxito deportivo, pero no, su mayor empeño es el de silbar un himno en casa del anfitrión. ¿Qué obtienen con ello salvo recordarse su insatisfacción en otros ámbitos? ¿Es que no podían gozar del espectáculo sin dejar patente que no están a gusto con lo que tienen y con lo que hay? Porque, acabado el partido, todo sigue igual que antes y sus silbidos ya se los ha llevado el viento.
¿Y Fernando Alonso? Todo el mundo querría conducir un Ferrari, pero él, que ya conduce uno, dice que no será feliz hasta que sea el más rápido. Insaciable, no le basta con haber ganado dos campeonatos mundiales, aún quiere otro más. En definitiva, el piloto no es más que una víctima de su propia ambición. Si no lo consigue, lo mismo acaba siendo un desgraciado para el resto de su vida, cuando con la milésima parte de lo que tiene muchos se darían con un canto en los dientes. ¿Pongo más ejemplos o ya son suficientes? Porque podría hablar de presidentes de gobierno, líderes religiosos, artistas de prestigio…
Así pues, como bien se ve, siempre surge algo que arruina nuestra felicidad y nuestro sosiego, aunque a ojos de los demás seamos los seres más afortunados del universo. Y, como le digo a Roger, la mejor receta para evitarlo es la de asumir con naturalidad los inconvenientes y problemas que de vez en cuando nos asaltan. Aunque claro, si durante todo el día tienes a tu alrededor a un pérfido sajón malhumorado, pues resulta más complicado mantener la paz de espíritu.
– Porque no querrás que despida a Guillermina, ¿verdad, Roger?
– No, señor. Bastaría con que no me obligara a venir con usted y sufrir tanta humillación e ingratitud.
– ¿Y qué ibas a hacer tú si mí, mentecato?
– Se me ocurren varias ideas, señor, pero nunca me deja ponerlas en práctica.
– Te estás volviendo un quejica, Roger, y así no se puede ir por la vida. Adopta una actitud más positiva y supera las adversidades, hombre de Dios.
– Si no crea que no lo hago, señor, pero aún sigo preguntándome qué necesidad había de viajar hasta aquí con la porcelana y la mitad de la biblioteca.
– Van conmigo a todas partes, como tú, felón.
– Pues la próxima vez, si no le importa, contrate a alguien más para llevar estos baúles. De esta forma tal vez yo consiga algún día volver a ser feliz.
– Tú sigue así, que al final voy a acabar llevándome a Guillermina a Madrid, y verás entonces lo que es bueno.