La loba, herida y sin manada
(La loba, de Lillian Hellman)
Por Carmen Garrido
Versión: Ernesto Caballero
Dramaturgia y dirección: Gerardo Vera
Reparto: Nuria Espert, Carmen Conesa, Héctor Colomé, Víctor Valverde, Ricardo Joven, Paco lahoz, Markos Marín, Jeannine Mestre, Ileana Wilson
Lugar: Teatro María Guerrero
Fechas: Del 20 de abril al 10 de junio. Martes a sábados, 20:30 horas. Domingos, 19:30 horas.
También yo conozco la acción de los hados sobre nuestra casa: solemos buscar cosas de las que deberíamos huir; pero yo no soy dueña de mí. A ti te seguiré incluso a través de las llamas, a través del mar enfurecido, de las rocas y de los ríos que arrebata una gua torrencial. Por cualquier parte que dirijas los pasos, por allí seré yo arrastrada en mi locura.
(De Fedra, Séneca)
En su origen, las Arpías eran seres hermosos que el Tiempo convirtió en alados monstruos que expandían la enfermedad y la peste, solazándose en la tortura y el sufrimiento ajeno, huracanes que removían los cimientos de aquellos lugares por los que pasaban, seres de mirada torva, urracas con rostro humano, que robaban comida y vidas. Seres de ultramundo, que subían hasta el terrenal en forma de féminas maquiávelicas, dotadas de una astucia fuera de lo común para urdir tragedias en su propio beneficio, armadas de estiletes, bien escondidos entre los ropajes, por si era preciso usarlos, armadas siempre con la palabra punzante por si había que despreciar o rebajar a seres que ellas consideran inferiores. Los ingleses llaman Wisterias, glicinias, a esas damas que saben trepar en sociedad para conseguir un marido rico. Son la mala hierba camuflada de buenas maneras, la sardonia, la correhuela, la granza. Todos hemos conocido a algunas de estas Little foxies, título original de la obra de Lilllian Hellman, estas “pequeñas zorras” astutas y brillantes, dulces en sus maneras y ladinas en su forma de proceder. Mujeres que saben cómo quieren medrar y que utilizarán todas las armas que tengan en su poder para lograrlo. Son arpías, zorras, lobas, furias. Mujeres que cuando explotan lo hacen todo añicos, 10 de Escala Richter, a través de sus miradas, ésas inolvidables, llenas de odio y de impotencia ante cualquier contrariedad.
Me esperaba esa mirada de los ojos de Nuria Espert, protagonista de un drama ya inolvidable gracias a otra mirada, ésta garza: la de Bette Davis, en la película homónima de Willliam Wyler. Se puede comparar a ambas, Davis y Espert, auténticas lobas del escenario, actrices enormes, mujeres pantagruélicas que devoran textos y personajes. Hace justo un año, reverenciamos el imponente trabajo de la actriz catalana en La violación de Lucrecia, dirigida por Miguel del Arco en el Español. Aquel rostro pasaba por ser el de la dulce Lucrecia, el del pérfido Tarquino, el del amado Colatino; una de esas actuaciones que llevan a una actriz a convertirse en mito y de las que se sigue hablando en la temporada siguiente.
Me esperaba el mundo de los decrépitos Hubbard (en la obra original, los Hiddens) en los mil tapices que recorren el cuerpo de aquella Medea, Bernarda, Rosita, Yerma o La Celestina. Que la ambición de una mujer desheredada por el hecho de serlo, brillante en los negocios, lista, astuta, una sureña racista y sin entrañas apareciera alguna vez en escena, hecha cuerpo, hecha furia en esas frases brillantísimas del texto de Hellman. Pero no hubo loba. Regina Hubbard, hija de una raza bastarda, detestable mujer que hila los destinos de su marido y su hija sin arredrarse, como una Aracne maldita, no apareció en escena. Más bien la Espert defendió un texto que sonaba a culebrón, con una voz y unos gestos imposibles, carnavalescos, estrambóticos y retorcidos que en nada ayudan al espectador a configurarse una idea correcta de lo que el texto de la dramaturga estadounidense quiere transmitir: la decadencia de todo un modo de vida tras una guerra perdida, un fin de siècle que se antoja terrible para aquéllos que, como los Hubbard, no quieren salir de sus viejas mansiones sureñas, rodeadas de campos de algodón y de viejos capataces que azuzan el trabajo de los negros. Los Hubbard son las Arpías de los negocios, los profetas de la nueva era de la industrialización, donde la fábrica textil se llevará hasta donde se recolecta el algodón a pesar de lo perjudicial que pueda ser para los trabajadores y sus derechos. No hay parte humanista en ninguno de ellos. Regina, Oscar y Ben juegan al póker como las bestias se pelean por la carne, repartiéndose acciones, prebendas, caciquismos y redes clientelares. De fondo, atónitos, contemplan los cruelen tejemanejes de los tres hermanos el esposo de Regina, James (Horace en el original); su hija, Alexandra, y la criada, Addie. La casa Hubbard es un siniestro circo, con bufón incorporado, el hijo de Oscar y Birdie, Leo, un petimetre absurdo y arribista. Éste es el mundo de una casona del profundo Sur, Alabama, donde se desayuna hablando de las perspectivas de negocio que brotan en el Norte de la Unión, en Chicago, la brillante Ítaca donde Regina sueña acabar. La loba, con su manada y su cueva. Esta loba de Vera es, en efecto, una dura mujer de negocios, arribista, algo cruel. Pero no es un tótem, una prima donna del mal, la original Regina Hubbard del texto de la dramaturga estadounidense: una asesina que se arriesga a la soledad a cambio de un mayor porcentaje de participación en la empresa familiar y que obliga al lector a detestarla. Innecesario para una actriz de la importancia y trayectoria de la Espert el dramatismo excesivo que destilaba, la gestualidad sainetesca, las constantes idas y venidas, la cara transida no se sabe bien por qué sentimientos. En una mujer implacable, menos es más. De hecho, la acústica del María Guerrero incluso jugó en contra de la protagonista y en las últimas filas apenas se la oía. La furia, en cualquier caso, no apareció esa noche.
Destacable el papel de Héctor Colomé como un Ben Hubbard lleno de vueltas y revueltas, digno hijo de su padre, gustoso de los ardides y las venganzas, mostrando, incluso, un ápice de ternura hacia esa hermana a la que tanto conoce. No en vano, comparten entre ellos mucha más genética del mal que con el resto de la familia. Correcto también Víctor Valverde como el sufrido marido de Regina, aunque no se entienda bien, por ejemplo, cómo es posible que un paralítico que está sufriendo un infarto se levante de su silla. En el reparto, destaca el espléndido trabajo de Ileana Wilson, como la criada Addie, una mujer adorable, fuerte, curiosa, que desprecia los secretos y las connivencias de los señores y se vuelca amorosamente en la niña Alexandra, interpretada por una Carmen Conesa hierática, sin apenas gestualidad y a la que cuesta creerse como la joven hija casadera de Regina. Increíble que esta misma Conesa fuera la madre protagonista de Münchhausen el excelente trabajo de Salva Bolta sobre texto de Lucía Vilanova la pasa temporada en el Valle-Inclán. Del mismo modo, cuesta creerse los personajes de Oscar Hubbard, Birdie Hubbard y Leo Hubbard. Los tres actores hiperactúan, declaman en exceso, llegando a hacerse cuasi insoportable en el caso de Jeannine Mestre, cuya voz alza tres octavas más alta hasta rozar lo esperpéntico.
Qué pena que no se haya sabido resaltar las virtudes de dos de los momentos más importantes de la obra: la epifanía de Birdie, con lluvia de fondo, en la que evoca su adolescencia como señorita sureña revelando lo mucho que odia a su propio hijo y ese regateo de las acciones de la empresa familiar entre Regina y sus hermanos, que acaba en una fraternal connivencia para el futuro casamiento de Alexandra y Leo. Dos momentos que apenas son percibidos.
Evidentemente el que no se aprovechen las virtudes de una intérprete como Nuria Espert y apenas se pueda reconocer una conexión entre este trabajo suyo y los anteriores, así como el elegir un elenco que cojea notablemente es achacable al trabajo de dirección. Vera, que ha brillado recientemente en Agosto, ese inolvidable Letts del invierno pasado, podría despedirse de la que ha sido su casa durante ocho años de un modo brillante. De hecho, los que amamos el teatro y los últimos proyectos del Centro Dramático Nacional (La Avería, el mencionado Münchhausen, El Inspector) esperábamos mucho más de una obra cuyo epicentro es nada menos que una Espert. Que sólo saliera el elenco dos veces a saludar dice mucho de las elecciones.
Quizá convenga revisar la película de Wyler y dejarse cautivar por la mirada llena de terribilitá de la Davis. Imaginarse la voz imperativa de Regina Hubbard y temerla. Y compadecerla, cuando se queda sola junto al cadáver de su marido. Tremendamente sola. Un personaje como el de esa matriarca necesita un final con la sala puesta en pie.