Las carreras intachables

 

Por José Luis Muñoz

 

Viendo, días atrás, la última película de Alain Resnais (o debería decir su última broma), Las malas hierbas, me preguntaba qué había sido de ese director riguroso, vanguardista y mágico que me había cautivado en salas de arte y ensayo con películas como El año pasado en Marienbad, Hiroshima mon amour o Providence, porque no hay rastro visible de su genio cinematográfico en esa bobada fílmica ni en su anterior Siempre la misma canción. Y la deriva de Alain Resnais, a peor, me lleva a reflexionar sobre la trayectoria de otros muchos realizadores a los que los años en el oficio, lejos de mejorarlos, los ha empeorado. ¿Qué ha sido, por ejemplo, de ese realizador con fuerza que era Martin Scorsese? ¿Se puede esperar de él alguna película tan redonda como Taxi driver, Uno de los nuestros, Casino o La edad de la inocencia después de su fascinación por el 3D y el cine para todos los públicos? ¿Y qué le sucedió a Coppola, que se avergüenza de sus obras maestras (El padrino, Apocalipse now), tachándolas de obras de encargo, y reivindica las películas insufribles y esperpénticas de sus últimos años?

 

Providence, de Alain Resnais

Soy de la opinión de que a los cineastas, como a los escritores, a los pintores, a los músicos, o a cualquier artista creativo, hay que juzgarlos por sus obras buenas olvidándonos de sus mediocridades. ¿Cuántas películas podríamos salvar de Clint Eastwood? ¿Tres? ¿Cuatro? Bird, Mystic River, Million Dolar Baby y alguno de sus westerns crepusculares como Sin perdón. ¿Cuántos bodrios hubo de filmar John Huston entre La jungla del asfalto y Los muertos? ¿Por qué Polanski hizo bobadas como What y Piratas, que no pegan ni con cola con el nivel altísimo de su carrera? Orson Welles, que deslumbró con su magistral Ciudadano Kane, no consiguió hacer una película a posteriori que estuviera a su altura salvo Sed de mal y Campanadas a medianoche. El hoy respetado David Cronenberg se curtió realizando películas fantásticas de serie Z hasta que dominó su oficio. Algunas de las primeras películas de Woody Allen son sencillamente de vergüenza ajena. Hubo directores cuya carrera se inició con alguna obra maestra, como el caso de Sidney Lumet con Doce hombres sin piedad, que se diluyó con una serie de mediocridades en el camino, y nos sorprendió con un epitafio magistral como fue Antes de que el diablo sepa que has muerto. ¡Qué difícil es, a lo largo de una vida, sobre todo cuando ésta es larga (la de Bob Fosse fue corta y estuvo trufada de películas magistrales) mantener una cierta coherencia y dignidad artística, no sentir vergüenza de tu obra.

 

Los profesionales, de Richard Brooks

El otro día, en La Sexta 3, hicieron un reportaje sobre uno de esos pocos directores coherentes que no dejó una sola película mediocre: Richard Brooks. Quince días antes había visto Los profesionales, un western que, pese a las décadas que han pasado desde su realización, se mantiene con una fuerza indeleble. Y a nadie se le borra de la cabeza esa adaptación seca y tremenda que hizo de la novela de Truman Capote en A sangre fría. O El fuego y la palabra.

 

El caso de Brooks no es único. William Wyller rara vez decepcionaba. Billy Wilder se movió siempre bien entre géneros. Otto Preminger era un director solemne. Pero pocas carreras pueden resultar tan coherentes y rigurosas como las de Stanley Kubrick si exceptúo una película, Teléfono rojo, volamos sobre Moscú, que siempre me pareció un empacho insoportable de Peter Sellers. La filmografía del inclasificable David Lynch nos lleva, irremediablemente, a su silencio creativo después de Inland Empire. Lars Von Trier nos sigue fascinando, o cabreando, con cada uno de sus personalísimos films. Terrence Malick nos envuelve en su misticismo. Michael Haneke nos golpea una y otra vez en el alma. Lynch, Trier, Malick, Haneke…directores que dejan huella, cuya carrera pivota sobre presupuestos éticos y estéticos inamovibles.

 

La diligencia, de John Ford

Pocos, sin embargo, tuvieron una carrera dilatada y sin altibajos. Pocos fueron dueños de una filmografía que podríamos calificar de intachable y rigurosa desde su primera a última película. Ingmar Bergman podría ser uno de ellos, sin duda, y además a lo largo de todos sus films está impresa el alma del creador que no se esconde. Pero quizá el gran maestro del cine, quien no tiene en su haber una sola película mediocre o decepcionante, en el que uno siempre encuentra esa mezcla de buen oficio al servicio de su inmenso talento cinematográfico, se escriba con cuatro simples letras: FORD.

 

 

 

*José Luis Muñoz es escritor. Su última novela es Patpong Road (La Página Ediciones, 2012)

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