La ciénaga de los roedores
(De ratones y hombres, de John Steinbeck)
Por Carmen Garrido
Versión española: Juan Caño Arecha y Miguel del Arco
Dirección: Miguel del Arco
Reparto: Fernando Cayo; Roberto Álamo; Antonio Canal; Rafael Martín; Josean Bengoetxea; Irene Escolar; Eduardo Velasco; Diego Toucedo; Alberto Iglesias; Emilio Buale
Lugar: Teatro Español. Del 12 de abril al 27 de mayo. De martes a sábado, 20:00 horas; domingos, 18:00 horas.
Los perros se amontonaron sobre sus cuartos traseros, se volvió, dentelleó con sus afilados colmillos y se sentó sobre las ancas, pero ya no había nada que hacer. Siguió revolviéndose enredado en una rueda de perros que gruñían hasta que pilló a uno, se tiró encima, lo inmovilizó y lo destripó. Cuando intentó volverse de nuevo para salvar los ijares ya era demasiado tarde.
(Hijo de Dios, Cormac McCarthy)
Homo hominis lupus est
(Plauto)
Detesto esa expresión, manida y cursi, tan formulada y repetida en los últimos tiempos, que es “canto a la esperanza”, dotada de una suerte de ñoñería Amish que más que envalentonar, hace que uno languidezca al oírla. Se ha tildado a De ratones y hombres de “canto a la esperanza”. Y de “revival de la crisis de los 30”. Terribles las semejanzas entre la coyuntura socio-económica descrita en la obra del Nobel estadounidense y la actual situación europea, ésa que gira en torno a las consabidas “primas”, “desempleo”, “austeridad”, “Standard&Poor´s” y “eje franco-alemán”, se repite una y otra vez en las crónicas sobre la obra de Del Arco. Sí, las Furias griegas tienden a castigar a aquéllos que han cometido crímenes, llámense actores internacionales como los Estados o sufridos súbditos a los que el destino puso en una determinada encrucijada histórica. Todo lo malo, lo perverso, lo desconcertante tiene algo en común: el hundimiento del ser humano como individuo deseoso de realizarse, sea esa caída en el barro fruto de una crisis económica, una guerra o una tragedia personal. No olvidemos, por ejemplo, que apenas dos generaciones antes de la época de la Gran Depresión nueve millones de seres humanos habían muerto en la Gran Guerra, un infierno terrenal con el que también se podría comparar esta oda de John Steinbeck a determinadas naturalezas humanas. En definitiva, lo que comparten las grandes crisis históricas son los extremos comportamientos de los que las viven: las mezquindades de unos y las bonhomías de otros.
Las consecuencias de aquel crack bursátil del 29 se convirtieron en icónicas gracias a los buenos oficios de los fotógrafos de la Magnum –como Dorothea Lange- que recorrieron la América profunda para analizar el fenómeno de la migración derivada de la depresión. Dos de esos temporeros que buscaban trabajo bien pudieran ser George (Fernando Cayo) y Lennie (Roberto Álamo), una pareja que viaja a lo largo del país ofreciéndose como recolectores de algodón. Una pareja, cuanto menos peculiar, y que los dos genios de la escena española convierten en inolvidable. Todos los que hemos visto este amargo ejercicio propuesto por Miguel del Arco nos sentimos embargados por una sensación: si el presente es oscuro, la nada más atroz puede invadir el pasado.
Y que en medio de un ambiente tremendamente brutal, lleno de testosterona, donde la salida a la jornada de doce horas son la bebida y las putas, donde la soledad es el modo seguro de sobrevivir, George y Lennie se alzan como el único resto de humanidad que queda en las cuadras de la granja de Curley, lo que hace al espectador abandonar el Español enamorado de la amistad de estos dos hombres que siguen apostando por sus sueños. Fernando Cayo hace de George un hombre rudo, basto, impaciente con Lennie, lacayo de un miedo constante a que desaparezca el sueño que ambos albergan, algo que no es inalcanzable, pero que depende, bien del criterio de los demás hombres, bien del fatum o de la baraka que le aguarde; cosas que él no puede controlar. Los sueños y las esperanzas son posibles cuando dependen enteramente de uno mismo. Y a George y a Lennie les rodean demasiados factores en contra para que salte por los aires todo deseo de que su vida mejore, un deseo carente de ambición, algo que aparece recogido en el (por aquel entonces) no proclamados artículo 25 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: Todo hombre tiene derecho a una vivienda digna.
El trabajo de Roberto Álamo, dando vida a un moderno y tierno Frankenstein que es incapaz de controlar su cuerpo y su genio, es sublime. La ternura hacia el personaje comienza con la primera parada de los protagonistas camino de la granja de Curly. En una vereda del sendero, a salvo de miradas y prejuicios, ambos miran el cielo estrellado del verano y se sienten libres. Pura empatía con el espectador. ¿Quién no se ha sentido libre sin las ataduras del trabajo, con un sueño en perspectiva y la sola compañía de la Naturaleza? ¿No es lícito jugar al cuento de la lechera? Aun cuando el mundo se esté cayendo alrededor y sólo quede pan duro para comer, ¿no es la esperanza la última posibilidad del ser humano de llegar a la plenitud? George tan sólo imagina poseer una casa propia, con escasos muebles, una huerta con fruta para vender, un pasto con vacas, un molino. Unas hectáreas de tierra sembradas, quizá con algodón propio, donde Lennie y él vivan en paz. La propiedad privada, ésa donde todo está permitido porque es fruto del trabajo, ésa en la que resguardarse por la noche y sentirse seguro. Ésa en la que el enorme Lennie pueda coger ratones y llevarlos en el bolsillo como si fueran mascotas, al igual que hace con los cachorros, al igual que intenta hacer con las mujeres, seres divinos y dulces, siempre rodeadas de gasas y terciopelos. En esa casa, nadie imprecará al gigantón, recordándole que es anormal, como si el orden establecido en el mundo fuera lo correcto, lo auténticamente moral y lícito.
Pero los sueños no viajan bien por bancos de arena y el mar de la granja a la que llegan a trabajar es como el de los Sargazos: traicionero y peligroso. Magnífico también el resto del elenco: Antonio Canal como el viejo Candy, cuyos años no han borrado sus sueños; Josean Bengoetxea como Slim, el único que bordea el justo medio, el hombre más sensato, el que todavía no tiene el corazón totalmente corrompido; Diego Toucedo como el estúpido niño rico Curley, el cowboy déspota y caprichoso; Emilio Buale como el negro Crooks, el ser más despreciado de la granja, la fotografía del ser humano despojado de toda dignidad por el color de su piel, el esclavo golpeado, medio siglo después del fin de la Guerra de Secesión; Rafel Martín como el servil patrón obsesionado con el rendimiento de las cosechas; y Alberto Iglesias como Whit, el secuaz de todos los pensamientos de esa manada de machos. Hombres pegados al cinto, al polvo, a la botella, al burdel. Hombres que, al contrario que George y Lennie, carecen de sueños, con la salvedad del entrañable Candy.
En ese universo de barracas y rancho, de insultos y risas hacia lo que se sale de lo normal, donde los sentimientos son mirados con recelo, aparece la figura, deliciosa y provocadora, de Irene Escolar en el papel de la esposa de Curly. ¿A qué juega esa mujer? Tal vez ni ella misma lo sepa. Juega a ser joven, a huir (otro ser humano huyendo) de un pueblo de mala muerte, de un marido colérico y celoso, de un ambiente cargado, de una soledad por la que vendería su cuerpo y su vida. La entrada en escena de Escolar haciendo puntas en un movimiento de ballet y vestida con un maravillloso Devota&Lomba hace ya presagiar la tragedia. Lo delicado en medio del barro no vuelve a reconstruir su finura. Cada vez más gustan los trabajos de una intérprete jovencísima que, efectivamente, proviene de una prestigiosa saga de actores, pero que brilla por sí misma desde aquel El mal de la juventud de La Abadía pasando por la Oleanna del Español con Coronado y Agosto, Condado de Osage en el Valle-Inclán. La joven esposa de Curly es algo ingenua aunque ya está preparada para explotar, para mostrarse al mundo. Sólo que lo hará a través de la persona equivocada, un Lennie que precipitará la desgracia y que ayudará al Destino a desviar todo sueño posible para George y para él.
Es magistral la labor que Del Arco ha realizado con este elenco de actores, algunos de ellos no habituales de Kamikaze Producciones. Un trabajo en el que se adivina el perfeccionismo y el cuidado que el director madrileño ha puesto en sus anteriores obras y que le ha llevado a rubricar una temporada espectacular, que termina en el Valle-Inclán con El Inspector de Gógol.
La escenografía de Eduardo Moreno es excelente, así como la iluminación, obra de Llorens, y la música, de Arnau Vilà. Se agradece que todo esté mimado hasta el último detalle.
El mundo que nos muestra Del Arco es parecido al que nace en los cercos de guerra, donde lo único que se utiliza para sobrevivir es la esperanza. Algo hay de aquel Leningrado rodeado por los nazis, donde la gente llegó a practicar el canibalismo, desapareciendo incluso gatos y ratas. Algo de ese ambiente sórdido y atroz hay en la granja de Curly. George y Lennie sobreviven al hambre y la competitividad de los demás hombres-lobo creyendo. Tienen fe y se tienen el uno al otro. Aunque a veces eso no es suficiente y la única forma de saltar de la trinchera sea mediante la muerte.
Será el espectador el que deba dirimir si los sueños son posibles y si son, acaso, la única salida en tiempos en los que el hombre parece convertirse en lobo para el hombre. Desgraciadamente, tenemos la oportunidad de comprobarlo. Y también la posibilidad de mirar a esa pareja de seres descarnados que son George y Lennie, atrapados en una vereda de la América profunda, que nos ofrecen la posibilidad de creer en el humanismo.