Dinero y persona
Por Juan B. Lorenzo de Membiela.
Georg Simmel publicó en Alemania, en 1900, su obra « Filosofía del dinero ». Sin embargo, no ha sido hasta la crisis de 2007 cuando ha recuperado un protagonismo y una relevancia que no fueron detectadas tiempo atrás. Hoy es objeto de reflexión y lectura para comprender la reubicación de la persona en escenarios de crisis financieras.
El dinero como entidad, como objeto, que prescinde de la persona. El dinero como producto del hombre que toma entidad propia y subordina a su creador . Su carácter impersonal, que prescinde de limitaciones morales, transforma al poseedor por el hecho de tenerlo y de no tenerlo. El dinero supedita incluso el valor de las acciones del hombre porque las modula por su coste monetario. La eficiencia por ejemplo, se mide en parámetros económicos: mayor cantidad producida al menor coste.
No es lo mismo el pequeño hurto, que ocasiona desprecio y sorna, que el grande, con un impactante valor, que acongoja e imprime respeto colectivo por miedo a todo lo que es superlativo, por todo aquello que rompe la mediocre normalidad. Mientras que el primero, además, no es noticiable, el segundo va casi siempre unido a un gran aparato publicitario. Alcanza notoriedad que es otra forma de diferenciarse de los demás. En eso coincide con el dinero, pues tanto la una como el otro crean valor y poseerlo crea diferencias.
Concede autonomía, libertad e independencia. Y para muchos, felicidad. Desde el s. XIX fue denunciado por Schopenhauer el gran deseo de felicidad del hombre moderno. Hoy persiste el empeño. Agudizado por el postmodernismo. Por ejemplo, el manido « sueño americano » no gira sobre otra cosa que la ganancia y riqueza como fin existencial. Un proyecto de vida que origina codicia excluyente de objetivos morales más fecundos en el tiempo. Solo centrado en la felicidad del dinero el hastío es inevitable. El placer, como meta vital única, defrauda a las preguntas esenciales del hombre.
Sin embargo, el dinero y su valor ha contribuido a una racionalización de las relaciones económicas: la exactitud, el rigor de las cifras y números dibuja un paisaje sólidamente mudo, sin colores que vibren emociones. No diseña escenarios en donde quepa la grandeza desinteresada como estilo de vida . Racionalidad en vez de emociones, caóticamente humanas y hermosas. No hay nada después del cálculo, sólo cálculo. El hastío es inevitable, otra cosa es que se soporte mejor o peor.
El dinero reduce los valores a cosas, lo que significa que pierden la cualidad de ser innegociables. Los ideales sobre los cuales se pretende cimentar una sociedad están sometidos a la solvencia económica del país que la acoge. Por ello es y ha sido paradójico que países que defienden la igualdad, la justicia, la dignidad de la persona y otros valores que creemos fundamentales se despojen de ellos en defensa de la subsistencia económica. Pero ocurre.
A nivel persona, la paradoja es válida igualmente. El dinero traspasa los umbrales de las virtudes, pervirtiendo el orden de valores que se quiere transmitir, que se quiere justificar ante los otros, por la bondad que implican. Cuando en realidad se pretende poder para obtener dinero, que es tiranía simplemente. Ello cosifica a la virtud porque la mediatiza como medio para alcanzar un fin , siempre económico , siempre egoísta.
Esta estrategia es empleada en la política del poder o en la política de las ideologías, de las formas con fondos insondables que guarecen canibalismos de guante blanco. Si todos persiguen lo mismo los medios carecen de relevancia, las ideologías no marcan equidistancias relevantes.
No es algo propio del capitalismo, el comunismo quedó y queda sometido a los mismos condicionantes. Se habló del « fetichismo de la mercancía», doctrina que en la práctica política de los países socialistas no fue capaz de resistir las inercias profundas del espíritu humano a pesar de las alienaciones que se cometieron (Herling-Grudzinski, 2012 y Karski, 2011)).
Simmel, en suma, denuncia en su obra la subordinación de la calidad a la cantidad, la transformación de los valores en mercancías. Pero también la tragedia de la civilización, de la cultura humanista, que asiste impávida a la conversión de personas en bienes y servicios. Y sin embargo, la economía monetaria es precedente y consiguiente de todo avance social y garante de la libertad individual.
Es posible que la cosificación sea solo temporal, circunstancial, pero sin duda cuestionarse la dignidad de la persona siempre es preámbulo idóneo para totalitarismos. Aunque como dijera Röpke, la democracia más pura puede abocar al peor y más intransigente despotismo si no está limitada por otras instituciones y principios que son los que en conjunto constituyen el contenido liberal de una estructura estatal.
En plena expansión del positivismo, han quedado ya relegados esos principios, tildados « ideológicamente », perífrasis que se usa para excluir lo que no puede ser excluido. La crisis de la democracia ha comenzado – comenzó hace tiempo – y se dirige hacia una arbitrariedad de quienes ostentan poderes que luchan denodadamente para evitar injerencias que frustren sus fines, que no son otros que económicos.