DECORACIÓN BIPOLAR
Hoy es mi aniversario. Hoy hace exactamente catorce años que empecé una vida en común con otra persona. No soy dado a mirar fotografías porque de la nostalgia a la tristeza hay sólo un empujón. Siempre he creído que el mejor álbum es el que uno tiene en la cabeza, el más selectivo y menos traumático.
Así, hoy he recordado nuestra primera casa sin necesidad de mirar las fotos. Me acuerdo al detalle de ella porque la pinté entera. Era una casa que tenía sus años, de suerte que la reforma fue de esas que llaman ‘integrales’, que vienen a consistir en un grupo de operarios entrando a saco y demoliendo todo lo que se les pone por delante. De vez en cuando me pasaba por la obra. Me encantó ver la casa sin paredes. Yo pedí que se quedara así, pero la idea no cuajó. No recuerdo el tiempo (mucho, seguro), pero el caso es que al final, cuando estaba todo nuevo, me encapriché de pintar la casa yo mismo, cosa de la que me arrepentí a los diez minutos. ¿Por qué no te estarás calladito?, pensaba mientras me quitaba la pintura que el rodillo salpicaba en mi cara, hay que dejar a los profesionales. Quedó bien, incluso probé a hacer experimentos. Recuerdo elegir colores intensos, hasta pasionales, que duraron un par de años, los justos en que tardó en llegar nuestra primera hija, motivo suficiente para atemperar tanto ‘cante’.
Con el pantone de colores abierto por una gama mucho más ‘calmada’, repintamos la casa de acuerdo a un gusto sobrio, opuesto al anterior. Somos así; dos veletas. Luego nos hemos cambiado en este tiempo tres veces más de casa. Mi padre dice que soy un culo inquieto; seguro que se debe a que él lleva viviendo cincuenta años en la misma, simpre de blanco y con el mismo cuadro en la entrada. Cuando le intento explicar que me canso de mi entorno, no me entiende.
Si me permites la comparación, aunque no sea real, debo tener algo de bipolar. Hay días que me levanto con ganas de comprarme una maza profesional y dedicarme a tirar tabiques. Otras, en cambio, busco el rincon más recóndito y apartado en busca de intimidad para trabajar. Mi mujer debe tener tambien algo de eso. Hoy, por ejemplo, me ha dejado una indirecta sobre la mesa. Es un catálogo de papel pintado de Osborne & Little. Sí, me encanta, y alguna vez he sucumbido a él, pero hoy no es el día. No sé, hoy estoy mate, en una gama terruna tirando a plomiza. He abierto el catálogo y lo que otro día puede ser una propuesta sugerente, hoy la veo como una exaltación del exceso.
Y es que yo me canso y busco el cambio. Igual me pasa con mi propia imagen. Siempre me han dado envidia las mujeres y sus múltiples posibilidades en la peluquería. Los tíos, a lo sumo, podemos dejarnos más o menos largas las patillas o cambiarnos de lado la raya. Porque, eso sí, me niego a las crestas o a ese peinado ‘palante’ que un amigo mío llama ‘de lamido de vaca’.
Pues en decoración igual. Tengo mucho peligro con un pincel en la mano. Como vea un mueble que me aburra, me lío a brochazos. En fin, cada uno es como es. El caso es que echando la vista atrás, después de tanto cambio, pienso que he encontrado algo de estabilidad. Las mudanzas han dejado de gustarme, y reconozco que enganchan porque cada vez que hacíamos una, aprovechaba para tirar muchas cosas. No hay nada más temible que un trastero. Odio los trasteros, pero de eso te hablaré otro día.