Para tratar con el poeta. Acto final y coda del día siguiente
Por Tura Varla
Llegamos a su casa por una escalera oscura de esas del gusto de los poetas, enroscada y resbaladiza. Por supuesto, Posmoderno no tenía la menor intención de preocuparse por mis tacones altísimos, ni mi estado de empapamiento mortal, ni por el surrealismo de la noche, ni por nada práctico como presionar a la comunidad para que pusiera un ascensor. Vivía en un quinto, yo me había quitado los zapatos y me planteaba si me quedarían pulmones para el sexo si llegaba arriba. Por supuesto a Poeta Posmoderno todo aquello lo llenaba de una energía casi infantil y de un brillo y un romanticismo que no tendría por asomo una persona normal que no se dedicara a la lírica. De casa de Raya en Medio a la suya me había pedido que me casara con él unas diez veces más y yo empezaba a estar un poco hasta las narices.
Sin embargo ya había llegado hasta allí y él era guapo, listo y encantador. Tenía un gato que me daba alergia, una pila interminable de cacharros sin fregar, una cama deshecha y libros hasta ejerciendo de mesa. Pobre como las ratas y otros poetas, tenía el encanto de una fuerza de la naturaleza, hasta tal punto, que mientras reflexionaba sobre lo que había a mi alrededor, me había desnudado y me estaba chupando un pezón. Así era Posmoderno, arrebatador.
Nos tumbamos en la cama y él empezó a manejarse sobre mí. Y con manejarse quiero decir que se movía tan deprisa y pretendía hacer tantas cosas a la vez, que yo no era capaz de retener ninguna, no era capaz de saber qué estaba haciendo en cada momento. Cuando me entretenía en saber cómo me rozaba el muslo, su mano ya estaba en mi pecho. Cuando alcanzaba a concentrarme en el pecho, me había penetrado. Cuando quise centrarme en el despliegue de movimientos que estaba haciendo para demostrarme que aparte de literato era atleta, me dijo:
-Eres un poco pasiva, ¿no? Te hacía más salvaje.
¿Salvaje? Por el amor de Dios, si parecía que tuviera el baile san Vito. Estaba superada, que
no es lo mismo. Posmoderno pretendía hacer tanto, tan deprisa y a la vez, que no sólo no me estaba enterando de lo que ocurría, sino que era incapaz de dar respuesta a ninguno de sus impetuosos arranques. Y cuando empezaba a acostumbrarme (o había dejado de desear que acabara, que en ocasiones es lo mismo), se corrió, salió, se enderezó y dejándome con la boca abierta dijo:
-Eres una mujer inteligente y sabrás que el orgasmo no es lo más importante.
Se puso de pie, salió por la puerta y hasta que no escuché la ducha no me di cuenta de que no pretendía volver. Al menos de inmediato. Creo que me quedé en blanco. No era capaz de moverme de allí, no era capaz de levantarme, vestirme y salir corriendo que es lo que debería haber hecho. Me parecía que la cena con Perfecto había sido hacía un millón de años, en un universo paralelo. Y de una forma remota recordé a M y me pregunté qué tal le habría ido con Micropene justo antes de que Posmoderno apareciera desnudo con una guitarra y me dijese:
-Te voy a cantar una canción que he compuesto para momentos como este.
Y me dormí.
Al día siguiente desperté hecha un ocho, con Poeta Posmoderno vestido y de pie a mi lado diciendo que se iba, pero que si alguna vez quería que me llamara podía apuntarle mi teléfono en una libreta. Me dio un bolígrafo, un beso en los labios y se fue. Nada más. Por curiosidad le di la vuelta a la libreta y vi en cada página anotado un número de teléfono y un nombre de mujer. Los había por cientos. No pude evitar reírme y se lo apunté en la que él me había asignado. Qué coño, pensé.