La que nos espera (20)
Por Javier Lorenzo.
No voy a cortarme la coleta. Mi coleta es mi bandera, mi apuesta, mi refugio. Y sé que para algunos mi coleta también es un insulto, un esputo, una insolencia. Roger y ese aristócrata de pitiminí que gracias a mi liberalidad rellena estas columnas, me afean mi aspecto. Me dicen que hoy la imagen lo es todo. Me aseguran que la coleta en lugar de significar, como yo creo, libertad, independencia y cierto grado de valentía, se convierte a ojos de los demás en desastramiento, inmadurez y falta de confianza. En definitiva, me piden que me la corte de una vez por todas y que abandone los ambiciosos sueños que un día la impulsaron a nacer. “La raya al lado izquierdo nunca pasa de moda”, afirma Roger. “Con tanto pelo no se puede llegar a ninguna parte”, vaticina el aristócrata traidor con mucha menos diplomacia de la que se le suponía.
Pero no. No lo haré. No renunciaré a ella. Seguirá siendo mi seña de identidad, mi grito mudo de rabia y desafío. Dice el refrán castellano que en tiempos de peligro no es bueno hacer mudanza, y a ello me acojo sin dudar. Desde que ingresé en esta benéfica institución –donde, por cierto, nadie ha puesto reparos a mi peinado- he abandonado muchas cosas por propia voluntad. Tal vez a demasiadas. Asqueado de un mundo que ha dado la espalda a lo sustancial, a lo que de verdad es importante, dije adiós a sus vanidades y tentaciones y me aupé a mi propia columna de estilita dispuesto a no bajar nunca más de su solitaria cumbre.
Hasta hoy.
Sólo la solidaridad y la indignación podían haberlo conseguido. También la imperiosa necesidad de dar un grito de alarma. Porque veo que a todos, no sólo a mí, nos quieren cortar la coleta. Porque me doy cuenta de que no se trata ya de que quieran laminar nuestros lujos y nuestros vicios; de que nos obliguen a recortar gastos y a eliminar esos detalles que hasta hace bien poco nos parecían imprescindibles; de que los trabajos sean precarios y los sueldos miserables; de que los servicios básicos se reduzcan hasta niveles subsaharianos; de que pretendan uniformar nuestros gustos y opiniones; o de que se esté detruyendo ese delicado y divino equilibrio que en este país existe entre el vivir y el ser.
No. No se trata sólo de eso.
De lo que en realidad se trata, lo que en verdad se persigue es que tengamos miedo. Que nos convirtamos en seres temblorosos y mezquinos; en asustados terneros a los que resulta fácil marcar; en siervos implorantes que para obtener unas migajas ejercitan la más abyecta de las pleitesías; en ruinas humanas capaces de delatar, pisotear y envenenar a nuestro prójimo si eso acarrea recibir una condescendiente palmada en el hombro.
La perversa situación a la que nos han abocado nuestros gobernantes y quienes juegan con la madeja del dinero ha desatado el pánico, no sólo el financiero. Y el pánico conduce a la parálisis. Somos, o quieren que seamos, como esa cría de mono que reflejó Kipling en “El libro de la selva”, a la que el rugido del tigre dejó clavada en el sitio, incapaz de reaccionar. O tal vez fuera en el “Tarzán” de Bourroughs y el tigre no fuera un tigre, sino que fuera un león. Tanto da. El objetivo, en cualquier caso, es que no nos movamos, que seamos sumisos, que no discutamos porque nos han inoculado el ruín presentimiento de que todo puede aún empeorar. Nuestro pesimismo y nuestro miedo son las mejores armas que podemos proporcionar a los poderosos.
Por eso, un año después, me sumo a los indignados que vuelven a ocupar las plazas de las ciudades españolas. Porque al menos se mueven, porque responden –aunque sea con ingenuidad y desorganizadamente- con algo más que un encogimiento de hombros o un humillante agachamiento de cabeza. Porque aportan aunque sólo sea un gramo de esperanza. Y porque, una vez más, entre la indignación y la resignación no cabe duda de qué es lo más noble, lo más valiente y también lo más positivo.
A todos, de un modo o de otro, no es que nos quieran hacer más pobres: es que nos quieren cortar la coleta. Yo no me pienso dejar. ¿Y tú?
Estimado Javier.
Recibe mi más sincero agradecimiento por lo que has escrito. Cuando lo leí, además de placer, sentí absoluta identificación con el grito de no permitir que nos corten la coleta.
En Uruguay pocos se animan a rechazar lo que no desean. Y por política partidaria o porque “está bien visto” alinearse al gobierno, se sumergen en el éxtasis de encontrarlo tooooodo bien.
Abrazo,
Dinorah