“La Gaviota”, aquella mujer que tenía veinte años
Por Carmen Garrido. Fotografía de Pablo Álvarez Mendivil.
La Gaviota, de Antón Chéjov
Versión y dirección: Rubén Ochandiano
Reparto: Toni Acosta (Irina Nikolaievna); Javier Pereira (Konstantin Gavrilovich); Joaquín Gómez (Piotr Sorin Petrushka); Silma López (Nina Zarechanaia); Alito Rodgers (Ilya Shamraev); Vivina Doynel (Polina Andreievna); Pepe Ocio (Max); Javier Albalá (Boris Trigorin); Julio Vélez (Sergei Dorn); Irene Visedo (Simona Medvedenko); Sergio Sánchez (Jakov)
Lugar: Teatro Galileo
Fecha: del 25 de abril al 10 de junio. Miércoles-jueves, 20:30 horas; viernes, 20:horas; sábados, 19:30 horas; domingos, 18:30 horas.
La primera vez que La Gaviota fue representada en el Teatro Alexandrinsky de San Petersburgo, un 17 de octubre premonitorio de la fecha que haría saltar las relaciones chejovianas entre nobles y sirvientes, la actriz Vera Komissarzhévskaya, que representaba el personaje de la inocente, idealista y soñadora Nina, fue abucheada y perdió la voz. Antón Chéjov, el padre de esta comedia en cuatro actos y diez personajes, huyó de la ciudad optando por no escribir más teatro, aunque revocaría su decisión para alumbrar sus otros tres clásicos: Tío Vania, Las tres hermanas y El jardín de los cerezos. No corre la historia del actor y director Rubén Ochandiano (Madrid, 1980) paralela a la del dramaturgo ruso. Pero sí tiene algunas coincidencias: las ganas de apostar por el teatro, por provocar con él. Y por ese amor a las tablas reunió a un elenco de actores encabezados por Toni Acosta en el papel de Irina, Silma López como Nina, Javier Pereira como Kostia y Javier Albalá como Trigorin y, sin apenas financiación, montó su propia versión de este clásico en el hall del Teatro Lara. Si La Gaviota original saltó al Teatro de Arte de Moscú, dirigida por enorme éxito por Stanislavski, La Gaviota de Ochandiano pasó del Escena Off del Lara al Teatro Galileo, donde se representará a lo largo de siete semanas en un escenario más amplio, en el que interactúan actores y espectadores.
A pesar de que su experiencia en la dirección es corta (el cortometraje El Paraíso, en 2010) una de las virtudes de Ochandiano a la hora de dirigir La Gaviota es que no ha sucumbido a esa moda contemporánea de querer “traer” la obra hasta la actualidad. Si bien muchos de los elementos de escena corresponden al mundo de hoy (el dramaturgo Trigorin escribe en un ordenador, Max sucumbe a los “encantos” paliativos del Orfidal o el Tranxilium, Irina hace Pilates para mantenerse en forma) y el personaje original de Masha ha sido sustituido por Max para crear un idilio homosexual, el resto de la obra permanece fiel al original de Chéjov. Se respetan los diálogos, las características de cada personaje, los tiempos, las escenas. Aunque Ochandiano tiene ya una sólida carrera como actor (inolvidables aquel César, protagónico de Tapas o su Ernesto Martel en Los abrazos rotos) ha sido todo un acierto que se haya pasado al campo de la dirección teatral y más con un texto chejoviano. Dice mucho de su valentía y de sus gustos.
En el Galileo, hay una cálida proximidad con el público que asiste, al igual que los habitantes veraniegos de la hacienda Sorin, a la puesta en escena de la primera obra del dramaturgo experimental Konstatin Kostia Gavrilovich, hijo de la gran actriz de teatro Irina Nikolaievna. A esa declamación del texto, llevada a cabo por Nina Zarechnaia, la amada de Kostia, asistimos en una noche de estío, alrededor de un lago -representado en escena por un barreño- convirtiéndonos, en un primer momento, en meros oyentes del libreto para transformarnos, en pocos minutos, en voyeurs de los entresijos de una familia cuyo epicentro es el afán protagónico de Irina Nikolavievna, personaje inolvidable que “refresca” una Toni Acosta hiperfemenina, que hace gala de una frivolidad graciosa al principio, evanescente. Más tarde, Acosta nos mostrará el cinismo y el ombliguismo de una mujer que sólo piensa en su fama y su belleza. Y es en ese momento cuando el espectador se da cuenta de que Ochandiano le ha invitado a algo más que a una lectura teatral. Puro juego.
El texto de La Gaviota es una especie de trenzado de mimbre, lleno de tramas principales y subtramas. Amor, maternidad, muerte, enfermedad, pasión por el teatro, fama… Y el paso del tiempo, revelado en ese enfrentamiento entre la jovencísima Nina y la ya ajada Irina. Silma López, en su primer protagonista, no necesita apenas expresar pensamientos para convencernos de su papel. Su sonrisa constante al principio de la obra, su despreocupación, ese caminar errado y sin propósito fijo, los ojos que miran absortos a su admirado Trigorin, el hombre que representa la fama que tanto ansía o su carcajada sin venir a cuento son los atributos perfectos de la juventud que posee. Atributos que virarán trágicamente cuando la vida le decepcione, todo un cambio de registro que López interpreta con gran altura. Y es que Nina Zarechnaia tiene 20 años, es rubia, dorada, posee ese algo de Natalie Wood en Resplandor en la hierba. En ella conviven lo gozable, lo admirable, los sueños imposibles propios de una cabecita alocada, el sol de los árboles de la finca de Sorin reflejándose en el cabello, la piel pecosa, los pies trenzados, la despreocupación en sí, la vida por delante sin problemas (en los sueños de los veinte años no entran los problemas), el transcurrir de una existencia plácida y feliz con el único obstáculo de un padre rígido y de los encuentros fugaces con Kostia. Silma López es la niña-mujer cuya femineidad no ha explotado y que duerme esperando que llegue su hora mientras el mundo de viejos, enfermos y deprimidos burgueses que hay a su alrededor la contemplan como si fuera un recuerdo de lo que pudieron ser, una esperanza alta y hermosa que hace brillar la existencia y les hace decantarse por el optimismo, a pesar de que los azares vitales se hayan cebado con ellos.
En medio de la contemplación del lago, de los atardeceres llenos de adulaciones y reverencias al maquillaje estucado y al olor a polilla de la célebre actriz Irina Nikolaievna, de los velones que parpadean temiendo el enfrentamiento que estallará entre la madre que niega el talento del hijo y el hijo que detesta la frivolidad de la madre, se alza el ímpetu de Nina, sus revoloteos, sus esperanzas de aparecer rodeada de admiradores en el Teatro Nacional recitando los textos de autores famosos como ese Boris Trigorin del que se enamora, a pesar de ser el amante de Irina.
El lago de la finca Sorin, alumbrado por una luna permanente, quizá posee un humor propio y cambiante que influye en los caracteres de los personajes que habitan a su alrededor. Mientras Nina lo contempla con ojos poéticos, para la famosa actriz Irina Nikolaievna-Toni Acosta, la presencia de esas aguas es algo banal, a pesar de que en ese lugar se decidirá el futuro de su propio hijo, traicionado por el amor caprichoso que surge entre Nina y el dramaturgo Trigorin. Y es que frente a la cuidada sencillez de la vestimenta de Silma López como Nina, los encargados de vestuario bien merecen un aplauso por su “particular” Irina. Acosta aparece como la caricatura de una vieja vedette, recubierta de polvos blanquecinos, de perfume añejo, de kimonos rojos, de medias de cara seda y chapines salidos de una colección de Agent Provocateur. Con su aspecto de Madame Butterfly, sus discursos y sus pontificaciones es todo lo opuesto a Nina, a la que detesta, por su juventud, por esa aura que ella perdió hace mucho. Lo “barroco” frente a lo “rafaelista”. Extraordinaria la aparatosidad que requiere la vida de una mujer cuya autoestima depende de la adoración del público, de los amigos aduladores, de los amantes ocasionales como Trigorin, obsesionado con la escritura y que interpreta un cautivador Albalá, actor que se crece en un de los clímax de la obra: el diálogo sobre la escritura que mantiene con Nina. De hecho, Ochandiano ha logrado que los actores estén soberbios en momentos de enfrentamiento como el que sostiene Irina con Kostia, éste mismo con su madre o Irina con Trigorin.
Aunque sean la juventud de Nina y la decrepitud de Irina y la tensión entre la actriz-madre y el dramaturgo-hijo los dos pilares de la obra, hay toda una subtrama en torno al resto de personajes en la que destaca un elenco elegido con mimo. El submundo de La Gaviota está sutilmente hilado: todos dependen emocionalmente de todos. Alito Rodgers (como Ilya, el guardés de la finca); Viviana Doynel (como su esposa) son los sirvientes propios de esa época zarista, plegados a los exigentes dictados y cambios de la orgullosa señora. Doynel se crece en la piel de esa mujer callada cuyos ojos barruntan todo lo que ocurrirá y todo lo que acontece en los rostros aburguesados. Magnífica también Irene Visedo como Simona (el maestro Simón Medvedenko se convierte en un personaje femenino en esta versión), una maestra ortodoxa, inteligente y dulce pero firme que contempla resignada las desviaciones de los señores. Poseedora de la misma juventud que Nina, Simona es su antítesis. Veinte años también en el cuerpo de una mujer reflexiva, ya madura para tan temprana edad, quizá porque su situación social es la de pertenecer a la clase de los que sufren mientras que Nina ha crecido en una finca llena de las comodidades. Simona apuesta por aquello en lo que cree o por aquél a quien ama, en este caso, el atribulado Max (en el original, Masha, hija de los administradores de la finca) un personaje atormentado por el imposible amor homosexual que siente hacia Kostia. Depresivo, tortuoso, con tintes de negrura y perro faldero del amado, Max es interpretado por un excelente Pepe Ocio, un actor de largo recorrido al que recordamos por aquel opusino cura en “Camino” y que ahora vuelve a crecerse con un personaje que retrata sus conflictos vitales a través de una mirada, profunda, tiznosa, de un caminar lento y de un hartazgo vital que se refleja en los diálogos que mantiene con Simona, reconvertida en fiel esposa.
Los dos viejos del lugar son también la antítesis el uno del otro. Julio Vélez (el médico retirado Sergei Dorn) representa al único personaje auténticamente fiel a su modo de vida, que no aspira a cambiar, portador de una serenidad que se convierte en el apoyo de Irina. Frente a él, el anciano Piotr Sorin, Petrushka, dueño de la finca y también de un humor en constante queja. Es el estereotipo de hombre amargado y descontento con todo lo vivido, en cuyos diálogos sólo tienen cabida las enfermedades que padece y cuya existencia transcurre entre el sofá y la cama. Vélez hace un Dorn sereno, complaciente con Kostia, que comprende las virtudes y los defectos humanos.
La obra ya obtuvo el placet del público madrileño tras pasar por el Escena Off del Lara. Se merecía ya un teatro como el Galileo y una productora como Smedia. El poder estar en contacto con los actores, que actúan a pie de pista, el ver sus cambios de registro, la seducción que emana Acosta, el poderoso cambio obrado en Nina, la sombra sumisa de Simona o el rostro demudado de Ocio es un privilegio para el espectador, acostumbrado, en demasiadas ocasiones, a mirar a los intérpretes como seres de otro mundo. Los conflictos de La Gaviota, sin embargo, pertenecen a éste y Chéjov estaría orgulloso de la versión del novel Ochandiano.
Que linda organisación de la gaviota.Me gusta mucho el nombre de gaviota.