CríticaMúsica

“Blunderbuss”. Las múltiples caras de Jack White

 

 

Por Kepa Arbizu.

 

Si hay un nombre que aparecería repetido con frecuencia a la hora de responder por el músico más destacado y con mayor influencia en estos últimos años, casi con toda seguridad sería el de Jack White. Méritos no le faltan para ello, pero sobre todo hay que destacar su manera de acercarse al blues y actualizarlo de una forma dinámica, siendo capaz de catapultarlo hasta los oídos de millones de personas.

 

Dejando a un lado las excentricidades que forman parte de su personaje, hay que reconocer que ha llegado a confeccionar un currículum envidiable repleto de colaboraciones y proyectos. Entre ellos sobresalen lo que hasta hace poco ha sido su grupo principal, los excepcionales White Stripes, su trabajo con Brendan Benson en The Raconteurs y el supergrupo que formó junto a integrantes de The Kills o Queens of the Stone Age bajo el nombre de The Dead Weather. Con todos ellos (cada uno en terrenos diferentes) ha innovado, ha fusionado estilos y sobre todo ha manejado el rock a su antojo hasta convertirlo en un producto con su sello propio.

 

“Blunderbuss” es el primer trabajo en solitario del músico de Detroit. Grabado en su estudio, Third Man (también nombre de su discográfica), situado en Nashville, nos encontramos ante un disco que nos abre de puerta en puerta el desbordante, y excesivo en muchas ocasiones, mundo personal de Jack White. Un contexto que se nos ha ido mostrando paulatinamente en cada uno de sus creaciones pero que en este aparece con algunas peculiaridades.

 

El mero encuentro con esta nueva portada ya nos indica la intención de cambio o como mínimo de resaltar otros matices. El juego de colores habitual (con la preponderancia del rojo) queda olvidado por medio de la utilización del azul, y sus tonalidades oscuras, como entorno para mostrar una fotografía suya con un cuervo apostado en su hombro. Y es que nada es casual, y su reciente divorcio con la modelo y cantante Karen Elson y la disolución definitiva de White Stripes, son dos elementos esenciales para comprender lo que esconde esta colección de canciones.

 

 

El primer adelanto que tuvimos de este álbum, “Love interruption”, pudo crear algunas dudas (no en cuanto a calidad) de lo que nos podíamos encontrar. Se trataba de un medio tiempo elegante, melancólico, donde predominaba lo acústico, con el blues como elemento de fondo y en el que ya expresaba su situación actual respecto al amor (“I wont let love disrupt, corrupt, or interrupt me anymore”). Las sensaciones que transmitía el tema quedan relativizadas en el momento en que desgranamos el disco, y ya desde un primer instante, “Missing pieces”, nos topamos con un ritmo contundente y reiterativo de un órgano con aroma clásico pero con una cadencia prácticamente hip hopera, algo todavía más acuciado en “Fredoom at 21”, eso sí acompañado por un marasmo de guitarras eléctricas.

 

Ya en este primer acercamiento encontramos un elemento muy particular del disco y que se irá haciendo más patente con el paso del tiempo. Se trata de la importancia que toma el sonido del piano (y derivados) en las composiciones. Si habitualmente en la carrera de White había sido la guitarra la que guiaba el camino y de alguna forma era la encargada de erigirse como elemento diferenciador ahora ese papel recae en los teclados. Valgan como ejemplo “Weep themselves to sleep”, en el que toman un sonido casi de música de cámara mientras se fusionan con la electricidad, o “I guess should go to sleep” en el que colaboran para crear una ampulosidad cercana en estilo a la de Queen, en lo que es un auténtico canto a la desesperación y a la soledad (“It’s too hard standin’ on my own two feet. Been runnin’ too long on an endless street”).

 

Las caras de este disco son muy diversas, así que no es extraño verle saltar al músico del explosivo hard rock con tintes glam que se encuentran en “Sixteen saltines”, en la que da vueltas al tema de los celos, a la romántica con aroma de country a lo Gram Parsons o Rolling Stones “Blunderbuss”. Además de todo eso también nos encontramos con “I’m shakin’” (versión de Little Willie John), juguetona y adictiva canción de puro alma “negra” donde se da cita desde el blues al gospel, el rock and roll clásico de aires sureños de “Trash tongue talker”, con una crudísima letra, o la pizpireta y vodevilesca, como si de unos Kinks se tratasen, “Hip (epymous) poor boy”.

 

El hecho de que este álbum haya aparecido firmado con el propio nombre del músico no es algo casual. En él, no solo expone su situación ante pérdidas (amorosas y profesionales) importantes sino que también muestra con profusión su personalidad artística: variada, excesiva en ocasiones pero genial a la larga.

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