La postmodernidad es antipostmoderna
Por Recaredo Veredas.
Solo hay dos tipos de novelas. Las buenas y las malas. El resto, como dijo aquel famoso niñato, es silencio. Incluir otras divisiones, sean genéricas o incluyan otros criterios de discriminación, como la adaptación al zeitgeist, es un acto de escasa utilidad. Presupone la universalización de baremos extremadamente subjetivos, de actitudes tan minoritarias y fútiles como la propia literatura literaria. Supone olvidar que, como afirmó el gran Ciro Alegría, el mundo es ancho y ajeno.
En una reciente reseña* sobre Freedom, la exitosísima novela de Jonathan Franzen, considerada el enésimo intento de alcanzar la gran novela americana, D. Jorge Carrión por un lado alaba la calidad narrativa de Franzen y por otro descalifica la mirada del autor, al considerarle un revisionista, el digno vestigio de un modelo caduco. La asunción de las tesis de Franzen, afirma, solicita al lector una suspensión casi absoluta de lo contemplado cada día en su «vida real», dada la ausencia del ubicuo caos y lo trillado de sus progresiones. Es decir reconoce que el autor ha conseguido plenamente sus objetivos pero descalifica su mirada, que incluye dentro del más clásico de los realismos clásicos.
Resumiendo con suma ligereza sus palabras, El Sr. Carrión afirma que el modelo creado por Balzac y consagrado por Tolstoi regala tranquilidad a los lectores, proporciona un modo unívoco, y por lo tanto agotado, de contemplar la realidad**. En consonancia asevera, literalmente, que el realismo-realismo implica Una anacrónica fe en la capacidad del lenguaje y de la novela para representar el mundo. Además contrapone Freedom a las últimas obras de Houllebecq, Coetzee o Bolaño. En concreto, dice: Ninguna de las tres se amolda a los esquemas narrativos, a la dosificación de giros argumentales, a las fórmulas de caracterización de personajes que encontramos tanto en el grueso de la literatura popular como, también, en las novelas de Franzen. Sus palabras sintonizan con el espíritu de nuestra época, con unos tiempos que o serán fragmentarios o no serán.
Desde mi total subjetividad debo afirmar que comprendo sus palabras. Cuando me hallo frente a una novela cuya sucesión de ayudas e inconvenientes a los fines del héroe, a su modesta o grandiosa épica, sigue los patrones trillados o la abandono o continúo por el mero placer de la diversión o, en casos excepcionales, soy arrastrado por su capacidad para mostrarme zonas de la realidad (otra vez, la famosa realidad) que hasta entonces ignoraba. Porque, aunque parezca increíble, una novela realista-realista puede revelar pliegues del alma humana -incluso del alma humana del Siglo XXI- mucho más acusados y actuales que otra totalmente desquiciada. Sin embargo, pese a mi comprensión de la supuesta modernidad, considero que trasladar la manera de contemplar el tiempo y la ubicua realidad de determinados urbanitas occidentales a un ámbito universal, aplicable aquí y en Indochina, no deja de resultar temerario. Además, refleja el que podría denominarse «síndrome Steve Jobs». La muerte del patrón de Apple fue considerada, con unanimidad homérica, una tragedia cósmica. Sin embargo, a un 99% de la población mundial -porcentaje inexacto y posiblemente exagerado- le dio exactamente igual. ¿Qué ocurrió? Que los creadores de opinión utilizan los cacharros de Jobs, al igual que los creadores de opinión literaria viven una existencia desquiciada similar -y a veces plagiada- a la descrita por las obras cumbres del realismo histérico (sin prisas, luego viene).
Regresemos a la narrativa: Sin duda las espléndidas Verano (Coetzee) y El mapa y el territorio (Houllebecq) enfocan con lucidez una vida dominada por el caos y un autocomplaciente desarraigo. Pero el propio artículo de Carrión, al definir una senda nítida para el Siglo XXI, cae en la misma trampa que plantea. La vida no posee un mapa, ni un trazado, ni siquiera un territorio. No ocurre ni en los peores sueños maoistas, ni en las aldeas o en las familias. Dicho esto, resulta redundante afirmar que no todas las existencias están dominadas por la inestabilidad emocional y económica o la preocupación social y política. Un porcentaje más que estimable de las tramas vitales son previsibles desde el nacimiento a la muerte, reciben sucesivas ayudas e inconvenientes, poseen una modesta o inmensa épica y, por tanto, siguen los patrones del realismo-realismo, reivindicado por Franzen.
Las alabanzas desmesuradas al realismo histérico pertenecen a otra época. Pynchon, Delillo, incluso Foster Wallace son casi costumbristas, por mucho que poseyeran facultades casi paranormales para interpretar las zonas más neuróticas de nuestro mundo y una gloriosa brillantez formal (Libra, La subasta del lote 49 o La niña del pelo raro son joyas inmarcesibles). Asumirles como nigromantes, como únicos lectores del zeitgeist, implica la glorificación de la neurosis y la paranoia, de la conspiración y el caos. Si el mundo fuera como lo define DeLillo, para ingresar el López Ibor (famoso psiquiátrico madrileño) habría una lista de espera mayor que para la final de la Copa de Europa. Por suerte o desgracia, la realidad -otra vez la realidad- es más torpe, vulgar y carnal.
Volvamos al planteamiento inicial: el único criterio que puede definir la bondad o maldad de una novela es su calidad. ¿Qué factores determinan su calidad?: El cumplimiento de las pretensiones. Rizando el rizo podría añadirse la riqueza de los personajes y su engarce con las peripecias, la pertinencia de su lenguaje, la capacidad para evidenciar aspectos de la realidad no advertidos y para modificar la percepción del lector frente a hechos o sentimientos que antes de la lectura contemplaba de manera distinta. La estructura, la linealidad, incluso la previsibilidad son simples factores adicionales. Centrarse solo en aspectos formales es interesante, estimulante, pero también radicalmente incompleto.
*La reseña de Carrión, pese a mi desacuerdo parcial, es sin duda incisiva, documentada y profesional. Sí, profesional. La chapuza y la supuesta espontaneidad está demasiado reivindicada en nuestros tiempos.
** La realidad, qué palabra más cansina, masacrada desde la insoportable caverna de Platón. No sé por qué, de repente, recuerdo una famosa frase de Goethe: “Sobre las rosas se puede filosofar, tratándose de patatas, hay que comer”.