El príncipe, la hija y el padre
El príncipe, la hija y el padre. Anais Moutsanas Carela. Relato inédito.
Un buen día por la mañana, estaba tendiendo la ropa mojada de papá en el balcón, pero vaya lo que pasó: un pez saltó del estanque de abajo y me golpeó en la cara. Era rojo, y esto fue lo que me dijo:
—María, hay un príncipe que te espera al otro lado del estanque. Nada dentro, te quiere convertir en princesa.
Yo le dije que tenía que hablarlo con papá y desapareció de otro brinco. Al día siguiente, muy de mañana también, volvió el mismo pez a arremeter contra mi frente.
—María… —empezó.
Lo dejé en un vaso de agua que utilizaba como florero y fui a buscar a papá, que estaba con los ojos puestos en la tele: fumando, otra vez. Le conté la historia del pez.
—Maravilloso —me respondió—, ve con él y vigila que el príncipe sea muy rico. Luego vuelves y me cuentas.
Fue increíble que se lo creyera, pues hasta yo misma me hacía creer que todo era un sueño. Cogí al pez y salté por el balcón; de ahí caí en el maravilloso estanque y fui a parar a una costa, llena de palmeras y olores dulces. Me dejaron entrar por la puerta de un reino, como me dijo el pez, y pasé a los aposentos reales. Todo relucía de la plata y el oro, y los cuadros eran enormes. Pero no veía ni un buñuelo. El príncipe me recibió con cortesía:
—María, te quiero de todo corazón. Cásate conmigo, eso es lo que más feliz me haría en mi joven vida.
Le dije que tenía que hablarlo con papá y me despedí con una reverencia.
Día después, estaba pasando la escoba por la habitación de matrimonio, oí un burbujeo y corrí hasta el alfeizar de mi cuarto. Algo se pegó en mi cara: era el pez rojo. Le pregunté qué quería.
—María… —comenzó.
—Un momento —lo interrumpí—. Voy a por papá.
Vacíe el florero para dejarlo allí. Le relaté a papá todo esto, por lo que exclamó:
—¡Qué buena suerte! Es rico ese chaval —dejó el cigarrillo en el cenicero—. Ve y tráeme algo caro que lo demuestre, así estaré más seguro.
“Pero ¿me caso o no me caso?”, pregunté. Sólo me repitió que le llevara el dichoso objeto de adinerados.
Así que nadé con el pez por el estanque maravilloso, paré en la costa y me atendieron varios criados. Me condujeron a los aposentos, me vistieron con ropa bella. No había ni una tortita. Cuando llegó el príncipe, dijo:
—María, te quiero de todo corazón. No hay noche que no halle tus ojos. Cásate conmigo, eso es lo que más feliz me haría en mi joven vida.
Le miré a los ojos claros, y negué con la cabeza.
—Déjame charlar esto con papá. A propósito…, ¿podrías prestarme una de esas cosas caras que a ti te sobran?
Me regaló una jofaina de oro y quiso darme un beso, pero al final se contuvo, creyendo que pronto me tendría lista para el casamiento.
Cuando llegué al hogar, todo esto le expliqué a papá con pelos y señales; le entregué la brillante jofaina. “¿Me caso o no me caso?”, pregunté. Él dijo:
—A mí me da que todo esto es un cruel engaño —fumó un poco—. Se querrá aprovechar de una jovencita tan guapa como tú…, además, ¿qué tienes de especial? Dile eso y despídete.
Al siguiente día fui con el pez; los criados me tendieron joyas, vestidos… Me repetían que el príncipe estaba requete muy por mí. En los aposentos reales, cuando nos reunimos, le pregunté:
—¿Qué tengo de especial?
Casi se arrodilló ante mí. —Eres tan modesta, María, me encanta tu sencillez.
Miré la gran lámpara del techo, la vajilla de plata y las alfombras persas. Al no hallar comida, pensé que, si él me amara de verdad, debería pedir las cosas con un banquete…, o al menos que me ofreciera un trozo de pan.
—No quiero casarme contigo —dije, y salí del reino, por mucho que me insistieran que el príncipe estaba llorando.
Llegué al salón de mi casa, y encontré a mi padre fumando, otra vez.
—¿Se lo dijiste, mi niña? —me preguntó, le respondí que sí.
Aquella tarde me puse a fregar, y mi padre, feliz de que yo no me marchara de casa y le siguiera limpiando, tomó una gran bocanada de humo que le asfixió. Cayó desplomado. Corrí a llevarle agua, y le di la de la jofaina de oro…, y se curó.
—Si no fuera por aquel príncipe, María…