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El dolor de las víctimas

Por Ignacio G. Barbero.

La resonancia de mi dolor está en los ojos del que lo ve; depende de su observación y su juicio otorgar existencia y voz a mi precario estado. Si no hay nadie que lo haga, no valen la cantidad de lágrimas que derrame o el volumen de mis gritos, porque no estaré sufriendo- ni siquiera estaré «existiendo»-. Es en el reconocimiento ajeno donde se define la realidad de la víctima; en él se sitúan, por principio, los límites de la ayuda que requiere el ser humano azotado por un pernicioso destino.

Además de esta relatividad, la categoría de víctima tiene un componente objetivo indiscutible. A medida que avanza nuestra vida, vamos siendo conscientes de que lo único importante es poder cubrir las necesidades básicas (hambre, sed y cobijo ante las inclemencias de la naturaleza) y poder vivir en paz, es decir, sin ser violentado por nada ni nadie. Independientemente de la cultura a la que uno pertenezca, la formación que se haya recibido o los principios religiosos/no religiosos que guíen el comportamiento, esos requisitos resultan fundamentales y comunes a todos y todas. En el momento en que uno de ellos es vulnerado, sufrimos y nada más importa: se impone revertir la grave situación mediante la acción propia y/o el auxilio ajeno. Nos convertimos objetivamente en víctimas.

La objetividad del ser humano doliente implica, al combinarla con su relatividad, una consecuencia clara: existe mucho tormento y penuria más allá de nuestro limitado conocimiento (y reconocimiento). Como nuestra capacidad para informarnos autónomamente de ello es escasa, el papel de los medios de comunicación es de suma trascendencia. Su labor, dada nuestra reflexión, ha de cumplir dos condiciones: que dé cuenta fiel de todas las víctimas y que las considere de manera justa e igual. Si este trabajo se realiza bien, podremos ser capaces de reconocer el sufrimiento de los demás y darles, así, un lugar en nuestro conciencia.

Sin embargo, la responsabilidad que ha de exigirse a la prensa muy pocas veces, por no decir nunca, se cumple. Recientemente, dos hechos análogos se produjeron en Francia y en Afganistán: dos asesinatos que causaron muchas víctimas, entre ellas niños. El pesar generado en las familias de los afectados fue devastador, mas su tratamiento mediático fue completamente desigual. De la tragedia francesa llegamos a saber hasta los nombres de los infantes muertos, incluyendo su multitudinario funeral en Jerusalén y la espectacular persecución del supuesto responsable; del desastre afgano, apenas pudimos conocer que el también supuesto autor de las muertes había sido “evacuado” a su país para ser juzgado, y se dio una versión de consumo rápido en la que no se hablaba verdaderamente de las pobres víctimas. La conclusión que podemos extraer es que la vida de un niño francés vale más para nuestros periódicos y telediarios que la de un niño afgano, y los dolorosos efectos que esa pérdida tiene sobre su entorno familiar y su comunidad son más dignos de reseña.

Como este caso, la mayoría en los que aparecen personas que no pertenecen al “primer mundo” ni a nuestro “círculo de amigos” cultural o económico. La prensa no expone de manera equivalente y objetiva el dolor de todos y, por tanto, no nos permite reconocer plenamente la aflicción de los que son “desigualados”. Esta consecuencia inicia una pendiente deshumanizadora, que anula progresivamente la existencia de un buen número de personas y menosprecia cualquier lamentable situación que pueda acontecer en su mundo.

Si queremos evitar esta ignominiosa dinámica y no ser cómplices pasivos, tenemos que asumir como propia la irreductible comunidad de sufrimiento que todos formamos, y exigir sin miramientos la necesidad legal de justicia en el examen de todas las víctimas, hayan nacido al lado de nuestra casa o en un pueblo lejano de otro continente. Sólo así reconoceremos y daremos la debida ayuda a los más desfavorecidos, a los olvidados, que en cualquier momento podríamos ser nosotros mismos.

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