Sabia como un árbol
Sabia como un árbol. Jean Shinoda Bolen. Editorial Kairós. 320 pp. 18 €.
1. En pie como un árbol
Suelo ir a pasear con frecuencia entre las inmensas secuoyas costeras de Muir Woods, en California, el parque nacional que hay cerca de donde vivo. Tengo que estirar el cuello hacia atrás para mirar sus copas, de modo parecido a como lo haría un niño pequeño que, si no, solo vería las rodillas y las piernas de los adultos -aunque en proporción a la altura de estos árboles, yo no llegaría ni al nivel de la uña del dedo gordo del pie-. Estas altísimas coníferas descienden de los exuberantes helechos arborescentes y primeros árboles, sin los cuales la Tierra no habría tenido aire ni tierra ni agua de lluvia. Como decía suscintamente el documental de la BBC Planeta Tierra, refiriéndose a nuestra relación biológica con los árboles: “si no vivieran aquí, nosotros no viviríamos tampoco”. Mi estudio de los árboles empezó el día que busqué información específica sobre el pino de Monterrey (Pinus radiata), y así es como supe por qué era una especie particularmente idónea para la región en la que vivo. Casi al mismo tiempo había adoptado la práctica de pasear a primera hora de la mañana por Muir Woods; y ambas cosas me llevaron, metafóricamente, a penetrar con más profundidad en los árboles.
Mi admiración hacia ellos sigue creciendo a medida que voy sabiendo más sobre lo que son y sobre lo que hacen. A la vez he ido aprendiendo por el puro placer de aprender. Los árboles parecen tan comunes, tan familiares, tan inamovibles: simplemente están en pie allá donde echaron raíces y, hasta que aprendemos más sobre ellos, tenemos la impresión de que no hacen mucho más. Los más antiguos pertenecen a la familia de las coníferas, y las coníferas no hacen nada especialmente deslumbrante: no adquieren los colores del otoño, no se llenan de brotes en primavera ni dan deliciosos frutos, pero cuando nos fijamos en ellas y comprendemos lo hermosas que son, el resultado puede ser un sentimiento de profundidad y una apreciación llena de lirismo. Movidos por la admiración y el amor hacia los árboles que estudian, los naturalistas han escrito sobre ellos con sensibilidad poética. John Muir -el más famoso e influyente naturalista de Norteamérica-, por ejemplo, describió un enebro como “un recio árbol montañero que soporta las tormentas, vive del sol y la nieve y, con esta sola dieta, mantiene una férrea salud durante, tal vez, más de mil años” (Muir, My First Summer in the Sierra, 1911, pág. 146). Su habilidad para describir lo que vio en las altas Sierras y en Yosemite Valley, para escribir sobre la admiración y el asombro que sentía en presencia de las secuoyas milenarias y para influir en otros, desempeñó un importante papel en la preservación de estos árboles, y, entre ellos, las secuoyas de Muir Woods.
En The Tree, un estudio exhaustivo del tema, el escritor y naturalista inglés Colin Tudge compara la construcción de una bella catedral con el crecimiento de un árbol, comparación en la que el árbol sale ganando:
La catedral o la mezquita se construyen; no crecen. Hasta que el trabajo se completa, no tienen utilidad ninguna, y son probablemente inestables; necesitan de puntales que las sostengan. Una vez terminadas, se quedan tal como han hecho durante todo el tiempo que duren o, hasta que un arquitecto posterior haga un nuevo diseño y las reedifique. El árbol, por el contrario, puede crecer hasta alcanzar la altura de una iglesia y ser, al mismo tiempo, plenamente funcional desde el momento en que germina. Se modela y remodela a sí mismo a medida que crece, pues, al aumentar en tamaño, la tensión y la compresión de cada una de sus partes va cambiando. Alcanzar tal inmensidad y ser, no obstante, su propio constructor -sin necesidad de andamios ni puntales- y operar en buena medida como criatura viva independiente en todas las fases de su crecimiento supera incomparablemente cualquier logro de la ingeniería humana.
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