CreaciónNovela creación

Freelander

 

Freelander. Miljenko Jergovic. Editorial Siruela. 172 pp. 18,95 €.  

 

–¡Hay que ver cómo se le tuercen a uno las cosas! –repitió el profesor Karlo Adum, justo cuando el cartero quería marcharse. Sólo tenía que saludarlo, llevarse la mano derecha a la sien como si fuera un alférez jubilado y volverse hacia el ascensor, pero el viejo no se rindió, sino que por tercera o cuarta vez repitió la misma fórmula:

–¡Hay que ver cómo se le tuercen a uno las cosas! –después de lo cual el cartero no podía irse así como así, sino que tenía que esperar a que pasara un rato, que los suspiros y encogimientos de hombros se enhebraran uno tras otro, que las cejas se enarcaran y que se inclinaran hacia abajo las comisuras de los labios al menos tres veces, como cuando los ancianos se transmiten expresiones de condolencia o intercambian noticias acerca de un tumor en la próstata, que quizá no es un tumor, los médicos no se enteran de nada, no tienen ni idea, pero, no obstante, arquean las cejas igual que cuando el tumor existe de verdad y crece, y cuando sólo te abren y cierran, porque no hay palabras y no hay más forma de evitar las palabras que subir y bajar las cejas, y si hubiera una olimpiada de cejas levantadas, los de estos pagos, en particular los de los bloques de Novi Zagreb, entre los que abundan sobre todo los jubilados, serían medalla de oro.

El cartero, que lo conocía hacía ya más de veinticinco años, pues llevaba todo ese tiempo repartiendo el correo en Zaprude, nunca le había dicho su nombre, ni a Karlo Adum le interesaba. Si alguna vez se le había ocurrido que ese hombre de bigotes grandes y poblados, oriundo del pueblo serbio de Tršic ́, el pueblo natal de Vuk Karadžic, se llamaba de alguna manera, le había parecido una falta de educación pregun- társelo. Sobre todo después de 1990. Porque ¿qué nombre de pila iba a tener uno de Tršic que no resultara incómodo cuando alguien se interesara por él? Por eso era mejor que el cartero se llamara Cartero, tal como lo había conocido a lo largo de todos esos años: un cartero con su mujer, Štefa, nacida en Križ, y con tres hijas, Dubravka, Jadranka y Planinka, a las que, ciertamente, jamás había visto, pero de las que había oído hablar hasta lo indecible no sólo al Cartero, sino también a los vecinos, a los cuales había disgustado que el Cartero se fuera con Štefa durante dos meses a un balneario porque se le habían debilitado las rodillas, y que lo sustituyera un borrachín que se equivocaba al repartir las cartas y lo justificaba porque, al fin y al cabo, en los buzones no ponía el nombre de los habitantes del rascacielos, sino el de los primeros vecinos que se habían instalado allí ya en 1968, y a veces ni siquiera el de éstos, sino que aparecían los nombres de personas que jamás habían vivido en el inmueble; sin embargo, el Cartero se sabía de memoria dónde estaba el buzón de cada cual, de modo que no le hacían falta los apellidos, y expuestos en los casilleros la gente los percibía como una indiscreción innecesaria. Pero si el Cartero no regresaba del balneario, en realidad, si debido a las rodillas pedía una pensión de invalidez y se jubilaba, todos y cada uno de los vecinos del edificio se verían obligados a exhibir su apellido en un lugar visible.

Sólo pensarlo les producía escalofríos. El señor Apostolovski, de la segunda planta, médico jubilado del hospital militar, fue a la oficina central de Correos y pidió la dirección del cartero que repartía las cartas en Zaprude. ¿Una reclamación? ¡No, ni hablar! Pues si no es una reclamación es una indiscreción, le respondieron. El taxista Lazari, a su vez, fue un fin de semana de balneario en balneario, para ver si encontraba al Cartero y a su Štefa y ofrecerles toda la ayuda de 10 los habitantes del bloque, tanto un enchufe para los médicos como un apoyo económico, con tal de que el señor Cartero no pidiera la invalidez. Y, por supuesto, no lo encontró, porque el Cartero estaba en el balneario de Bizovac, y a quién se le iba a ocurrir buscarlo allí, si Apostolovski había dicho que Bizovac no era para las rodillas. Y al final el Cartero volvió, sano y renovado. Todos se mostraron satisfechos. Y también Karlo Adum y su señora Ivanka, aunque en su buzón ponía la verdad, es decir: Adum-Schwartzer, y no tenían motivos para preocuparse por lo que sucediera si un día cambiaban de cartero.

–¡Hay que ver cómo se le tuercen a uno las cosas! –repitió el profesor quizá por séptima vez, y sólo entonces dejó que el Cartero siguiera su camino.

Era viernes, en las manos tenía un telegrama sin abrir que más tarde depositaría en la mesa de la cocina y seguramente no abriría hasta la noche. A la mayoría de las personas las asustan los telegramas porque temen la muerte, la enfermedad y la desgracia. Y a una minoría estúpida les alegran porque esperan que llegue el que va a eliminar todas las preocupaciones de sus vidas. A Karlo Adum le daba igual, por lo que olvidó el telegrama.

Le daba igual porque al fin y al cabo su vida se había torcido.

Primero, de acuerdo con la resolución de 31 de diciembre de 2005, se había jubilado. Tenía que haberlo hecho a finales del curso escolar, pero Karlo se había acogido al derecho de quedarse hasta el final del año en el que cumplía cuarenta años de vida laboral. Por decirlo de un modo profesional.

Los últimos cuatro meses no había hecho más que sentarse en la sala de profesores o en la biblioteca de la escuela sin hacer nada, y sus colegas ni siquiera reparaban en él. El día en que vació su taquilla, la mesa a su espalda estaba llena de botellas de zumo y de Coca-Cola, de vasos de plástico y de platos con jamón cocido que olía a laboratorio de química, y ese horrible queso de goma, pálido como la muerte. Se brindaba por el Año Nuevo, entre exclamaciones entraban y salían 11 alumnos de los últimos cursos, la profesora Magda Simcic, una solterona de Kutina, se derramó el zumo de arándanos sobre la blusa blanca y rompió a llorar delante de todos, el director la consolaba y agitaba sobre la mancha un salero de cartón en el que ponía Soda so Tuzla, igual que el albanés que antes de un partido sala mazorcas de maíz delante del Palacio de Deportes y sonríe afablemente para que los aficionados del club anfitrión no le den una paliza.

Y así el director le echaba sal a la llorosa profesora, la sal quita todas las manchas, créame, querida colega, y le sonreía con la resignación de una víctima. Karlo lo miraba de vez en cuando mientras guardaba sus pertenencias en una maleta grande y disfrutaba porque el director ya no se fijaba en él. Por fin podía ver lo que durante años se le había escapado como los subtítulos demasiado rápidos en una película japonesa.

 

(…)

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