El legado de Mr. Bellow (y 10)
Por Coradino Vega.
Muchas veces morimos, muchas veces nos levantamos de nuevo.
Carta dirigida a Margaret Staats. Chicago, 15 de septiembre de 1975
Fijémonos con atención en la fotografía de la cubierta. En ella Bellow está sentado en un café, mirando levemente hacia un lado. Lleva un borsalino y una gabardina iguales que los de un detective de cine negro. Un dandi. A Bellow le gustaba vestir así: como un gánster de Chicago de los años treinta. Puede que incluso debajo lleve una americana de tweed y una de sus características corbatas estampadas. Tiene más de ochenta años y aún conserva cierto aire de seductor irónico. En otras imágenes a esa misma edad, aparece de pie, con los brazos en jarras, dispuesto a seguir llevándose la vida por delante. En ésta sin embargo las arrugas sobresalen desde la sombra. Son las marcas que han dejado sobre el tanque las cerbatanas. La ancha espalda de bronce se halla recostada. Puede que, en el momento en que se hizo esa foto, Bellow estuviera aún convaleciente de la intoxicación que le colapsó el sistema nervioso a los ochenta y un años. Prácticamente tuvo que aprender a escribir de nuevo; la primera letra que brotó de su pluma cuando salió del hospital tenía la forma de un círculo abollado. No era la primera vez sin embargo: “Después de once años de matrimonio a los setenta me descubro expulsado a causa de agravios en buena medida imaginarios. Pero todo estadounidense posee el talento especial de empezar de cero en la vida, así que me preparo para afrontar un nuevo reto”. Con la publicación en 1997 de La verdadera, Bellow regresó a la indisoluble dualidad que para él eran obra y vida. Se trataba de una novela corta escrita con una transparencia y una levedad y una concisión que tenían más que ver con la naturalidad que con el despojamiento. A la herencia del Quijote y de Dickens, la imaginación de Bellow unía ahora la de Chéjov con idéntica maestría[1]. Una vez más, le ganaba la batalla a la muerte escribiendo un libro. Y aún quedaba por llegar Ravelstein, su última novela. Aún quedaba la recopilación de sus relatos, en cuyo epílogo Bellow apuesta por la brevedad para descifrar el colapso del presente. Aún quedaba por llegar Rosie, la hija que tuvo con 84 años.
Para escribir hay que vivir, y estas Cartas —ejemplo de vitalidad excitada, casi apasionada, que irrumpe como una hemorragia nasal— son la prueba de que Bellow vivió mucho y no sólo cuantitativamente. Como dijo en su discurso del Nobel, el arte es un intento de rendir plena justicia al mundo visible. De captar las “impresiones verdaderas” de las que hablaba Proust. De discernir lo que nos hace vivir y lo que hace vivir a los otros. En definitiva, de explicar el mundo. Para ello, Bellow se valió de personajes como el lunático Herzog, el desgraciado Tommy Wilhelm, Henderson, Humboldt o Augie March: para estrechar manos desde su singularidad. Por eso, quizás, inició su discurso defendiendo la concepción conradiana de personaje en contraposición con las teorías de Robbe-Grillet: porque era aquella literatura, la de Conrad, y no el nouveau-roman, de moda en aquel momento, la que le “llegaba al alma”. Ése es también el motivo por el que el hombre que aparece en la foto mirando hacia un lado decidió no rechazar las creencias humanísticas, sino “resistirlas”. Y lo que aparenta ser sólo un posicionamiento literario, resulta ser una actitud vital, una manera de serle fiel al propio temperamento. Bellow siempre es Bellow, en cada cuento, en cada carta, en cada entrevista: irónico, zumbón, estimulante, enérgico. La vida para él era una compleja mezcla de dolor y belleza. Cuando hacia el final de la suya le preguntaban si no temía la muerte, Bellow respondía que más que temor lo que sentía era curiosidad por saber cómo era. De ahí que lo que más inquieta del hombre de la foto, la mirada oblicua fijada en un objeto perdido fuera del alcance de la cámara, no irradie fatiga, como parece en un primer momento, ni miedo. Si uno se para a observarla con detenimiento, entreverá algo parecido a la comprensión y a la piedad que acompaña a menudo al sarcasmo. Es la imagen que tendrá que afrontar el lector cuando termine de leer este libro. Justo después de comprobar con estupefacción, en la nota biográfica de la solapa, que el hombre de la cubierta ha muerto.
Porque Bellow no fue sólo un hombre.
También fue un gigante.
Saul Bellow: Cartas, Alfabia, Barcelona, 2011. Trad. Daniel Gascón. 719 págs.
[1] Sobre La verdadera, véase el artículo publicado el 4 de junio de 1997 en El País por Antonio Muñoz Molina.
I think our calves are retelad to your cows. We watched Siobhan walk right through the middle of two wires today, but then she didn’t want to come back so we had to open the gate. Sara (her mother) respects the wire, and the two horses are terrified even of going through the gate! I figured out that it seems to be the ticking of the charger that scares them, so I did a little desensitization training with one of them, and the other will get her turn. I want them to respect it, but not charge through out of terror, possibly running one of us over in the process.And aren’t we humans often like cows? Thinking the grass is greener on the other side! Although I will say, life from where we are sitting looks just about right!