El legado de Mr. Bellow (9)

Por Coradino Vega.

 

Me doy cuenta de que me encanta correr y me desagrada el reposo.

 

Carta dirigida a Susan Glassman. Río Piedras, 23 de enero de 1961

 

Porque eso pareció su vida: una desenfrenada carrera contra la muerte de noventa años de duración, bajo el lema Nil desperandum. El joven Bellow reconoce que no es modesto[1]. La autoconfianza y el incansable trabajo y el “energía es gozo” de William Blake son su gasolina: “Nunca he tenido lo que mis viejos amigos[2] del Village llamaban ‘bloqueo de escritor’.” Sin embargo, estas Cartas abarcan tanto que, al leerlas de un tirón, uno se asoma a un caleidoscopio de estados de ánimo. El hombre vigoroso y arrogantemente optimista de los años cuarenta se irá convirtiendo en un divorciado irritado, más cínico[3] y atribulado conforme va aumentando la nómina de exesposas[4], para volverse pasada la mitad de la década de los setenta en un anciano-adolescente que a veces da hasta la sensación de implorar cariño[5]. El Nobel lo vuelve más humilde, ansioso, cansado y asustadizo, y el lector empieza a atisbar detalles de fragilidad en quien hasta ahora había parecido invulnerable. Lejos quedará tanto su temprana afirmación “Trabajo mejor con estrés”, como aquella carta en la que él mismo se preguntaba y respondía: “¿Y qué es la vida sin unas cuantas ansiedades graves? Algo incompleto”. Como le confesará a su primero amante y después amiga Margaret Staats, a veces su existencia parece reducirse a un deambular entre tribunales y despachos de abogados; y en una carta de 1977 se despide de Richard Stern de esta forma: “Si no estoy en la cárcel del condado la semana que viene, te llamaré por teléfono”. Cumplidos los sesenta, Bellow vivirá preso además de la sensación constante de ser un deudor: cartas, manuscritos que le envía la gente, compromisos, falta de tiempo para todo. La vida no da respiros ni aplazamientos. Pero aun así, insiste: del “La única cura segura es escribir un libro” de 1960, al “Mientras tengas historias que contar quizá puedas mantener la muerte a raya” de treinta años después, su obstinación no varía mucho. Cuando se instala en lo que él mismo denomina “locura monocroma”, su impulso nato y temperamental es volver a la cordura en forma de risa. La única afirmación que suscribiría de Freud es que la de que la felicidad comienza donde acaba el dolor.

 

Aunque sea una cosa de lo más normal, nunca deja de sorprender cómo mientras se es un escritor “aspirante” el juicio crítico resulta siempre más cáustico que cuando llega la consagración. Mientras otros exhiben sus premios como un acta de autoridad o una condecoración, a Bellow no sólo le apabulló el Nobel, sino que lo volvió más indulgente. Si en los cincuenta Bellow no tenía reparos en despellejar la novela de un colega escritor, por muy amigo suyo que fuera, a partir de 1976 comenta las lecturas de una forma que cualquier adicto a la astringencia gustativa calificaría de complaciente: “Tu novela me entretuvo”, o “Es un libro muy amable y me proporcionó una velada muy placentera”. ¿Qué es lo que le ocurrió? ¿La gloria le reblandeció el cerebro? ¿O es que alcanzó tal grado de reconocimiento que se vio embargado por la diplomacia, el humanitarismo y la pereza? En Bellow no tiene que ver con el declive de la exigencia ni con la tan cacareada autocomplacencia. “El primer criterio es el gozo, y también el segundo y el tercero”, le escribe a Alfred Kazin. Es decir, lo que a algunos se les antoja como un síntoma concesivo y de debilidad, en otros se convierte en la cota de sabiduría más parecida que hay a la grandeza.        

 

Continuará…

  

Saul Bellow: Cartas, Alfabia, Barcelona, 2011. Trad. Daniel Gascón. 719 págs.


[1] “Sé que no has visto nada como mi libro entre las novelas recientes. Las he reseñado; sé lo que son. En su mayor parte son falsas, o faltas de corazón, banales y estropeadas.”

 

[2] “Mis cultivados viejos amigos están destrozados. La lectura incesante de libros modernos los ha agotado.”

 

[3] “Perdemos gran parte de nuestra humanidad luchando.”

 

[4] “Todo este casarse y separarse equivale a una idiotez. A nadie le irá bien, nadie está bien. Todos nos prescribimos sufrimiento como el único antídoto para la irrealidad.”

 

[5] Triste y emocionante es la carta que le dirige a Cheever el 2 de mayo de 1979 en la que, como en un bolero, le pide que no lo olvide. 

 

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