El legado de Mr. Bellow (8)
Por Coradino Vega.
Estaba demasiado ocupado en convertirme en novelista como para tomar nota de lo que ocurría en los años cuarenta. Estaba comprometido con la “literatura” y mis preocupaciones eran el arte, el lenguaje, mi lucha en la escena estadounidense, las reivindicaciones del reconocimiento de mi talento, o, como en el caso de mis colegas de Partisan Review, el modernismo, el marxismo, el New Criticism, Eliot, Yeats, Proust, etc.: cualquier cosa salvo los terribles acontecimientos de Polonia.
Carta dirigida a Cynthia Ozick. West Brattleboro, 19 de julio de 1987
Como respecto a su responsabilidad en el deterioro de sus más antiguas y queridas amistades, Saul Bellow toma conciencia tarde de lo que significa pertenecer, se quiera o no, al pueblo judío. Su carácter de superviviente le impide ser nostálgico. En sus cartas, casi no se acuerda de sus hermanos hasta que empiezan a envejecer o morir[1]. A veces trata de autojustificarse aludiendo al “imperioso griterío” del escenario norteamericano de los años cuarenta, que producía en él efectos ensordecedores[2]. Por más que anhelara siempre algún tipo de trascendencia, parece que no le interesó mucho la religión. Para un lector de Spinoza como fue, lo más parecido a Dios era su inconmensurable amor por la vida y el irrefrenable deseo de penetrar en las causas de sus contradicciones. Aunque a veces sucediera así, no quiso que le utilizaran como referente del sionismo. Lamentaba que la “cuestión judía” hubiese quedado reducida al debate sobre el estado de Israel. Se tomó con humor los desvaríos ultraortodoxos: “Mi avión despegará de Tel Aviv a no ser que se arrojen en la pista cien rabinos con sus filacterias para impedirlo”. Alabó y respaldó la política de concordia del alcalde de Jerusalén Teddy Kolleck. Quedó insatisfecho con el libro que escribió sobre esa ciudad. Discrepó de la forma de acercarse al Holocausto de Hannah Arendt, a quien reprochó sublimar mediante la abstracción filosófica el sufrimiento real del recluso de un campo de concentración, su falta de empatía. Nunca tuvo madera de sacerdote ni de estadista[3].
Creía en Dios, y en que había cosas después de la tumba, pero sus preocupaciones eran otras: que los escritores volvieran al mundo[4], o la reivindicación de palabras como “corazón”: “Creo que a estas alturas la gente que no usa la palabra alma probablemente no es consciente de que existe algo así y seguramente experimentará una especie de asfixia interior”. A Bellow le preocupa que en la era de la comunicación proliferen las enfermedades metafísicas. Como le escribió a Nathan Tarcov, comprende que su aspiración vital debe ser amar a los demás: “Creo que deberíamos depender de los sentimientos mutuos, del amor”. Pero se niega a pasar por un melifluo pensador de plastilina: considera que, en este tiempo, ser moderado es lo más radical, y que al final los humanistas que rehúyen de las doctrinas siempre son los más subversivos. “El grito desde la cruz —‘Padre, perdónalos’— es más cierto que las obras completas de Freud”, apostilló en una ocasión sin renegar de su judaísmo.
Conforme pasa el tiempo, sin embargo, la perplejidad y la confusión van en aumento: “Siempre me había considerado bastante robusto y resistente, pero a menudo parece que no soy tan fuerte como creía. Me despierto por la noche y no me siento muy fuerte. A veces me descubro rezando. No para pedir favores de ningún tipo, ni siquiera ayuda, sino simplemente una aclaración. No soy especialmente aprensivo sobre la muerte. Lo que me angustia es la idea de que quizá haya creado un desastre donde otros (nunca yo mismo) ven logros dignos de elogio”. La única forma que encuentra de plantarle cara a esa muerte que le produce menos miedo que curiosidad es seguir escribiendo: “Es el métier lo que me mantiene cuerdo”. Ésa es su lucha contra el tiempo. Después de cumplir los sesenta, se siente cansado de todo el parloteo sobre lo que importa y la evitación de lo que realmente importa: “El absurdo definitivo es que son los asuntos espirituales, que son los únicos que merecen nuestra seriedad, los que se consideran absurdos”. Y como le escribe a John Cheever, no hay nada que importe de verdad salvo la acción transformadora del alma por medio de la escritura. Pero hasta en los momentos de incertidumbre sombría más insospechados, Bellow no pierde la guasa: lo mismo se despide con un “Mucho amor, desde la intensa inanidad que hoy me rodea”, que felicita por su cumpleaños a su amigo Alfred Kazin con un “Y no te preocupes por esto y aquello, esto y aquello no importan demasiado en la suma final”.
Continuará…
Saul Bellow: Cartas, Alfabia, Barcelona, 2011. Trad. Daniel Gascón. 719 págs.
[1] “Sin Janis, a estas alturas me habría reunido con mis antepasados. Pienso mucho en ellos. Me acerco”, escribe a los ochenta y un años.
[2] Todo cuenta, p.406.
[3] La opinión que tenía de los políticos no difería mucho de la que tenía de los artistas: “Las artes y el gobierno atraen a la peor gente. Los mejores son astrónomos y genetistas”. Y a raíz de un encontronazo con Jack Lang, dice: “Un ministro de cultura es un síntoma clínico fatal”.
[4] “Apartarse de la idea de que la literatura sólo trata de sí misma, [que es una] chorrada.”