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Para leer a Luis Mateo Díez

 

Por Domingo-Luis Hernández.

 

Es verdad que la insistencia de Luis Mateo Díez en lo que toca a lo oral y a la memoria como ejes vehiculares de su escritura han llevado a terrenos movedizos la interpretación de buena parte de su obra. León, Villablino, se dice; también filandón; y algún despistado nombra las berzas… Tal cosa lo es, sin embargo, a propósito de uno de los representantes principales de la nueva novela europea, un narrador que sustancia gran parte de los elementos esenciales de ese muestrario. Y cito: la relación con la historia, la posición de los sujetos en el mundo, las contradicciones del ser con la/su memoria, la errancia, la lateralidad o el desplazamiento del centro (que nombró Nietzsche), es decir, muchas de las cosas que hoy la escritura novelesca europea nos descubre sobre el vivir en la circunstancia y de cómo articular artificios sobre la rebeldía y las contradicciones sistemáticas… Se une a ello factores meramente funcionales, como el neobarroco, los ajustes de la identidad, los usos nuevos de la novela policial, de la novela de pesquisas, de los libros de viaje… Y además uno de los signos cimeros de la novela de ahora: el relato del testigo, el signo intermediado, eso que Gerard Génette llamó la “homosdiégesis”. Para aclarar el asunto, repárese en el vocablo usado por el teórico francés. Homós es un término griego que significa literalmente ‘igual’, pero ‘igual’ en relación al otro o en relación al movimiento del ‘yo hacia el otro’. De ahí la intrincada complejidad de las tipificaciones por actuar el ‘yo’ en la posición de buscar, manifestar, representar al otro, al otro todo. Lo que, por lo general, a su vez implica otro factor: la figura del que busca, manifiesta, representa forma parte del revelado, del desenmascaramiento, cual queda claro en Demonios de Dostoievski o en el excepcional El perseguidor de Julio Cortázar. Diégesis es asimismo un término griego que significa ‘relato’, ‘exposición’, ‘explicación’ y que traducimos por ‘discurso’, pero ‘discurso literario’. Esto es, lo que la diégesis pone de manifiesto es la ficción frente al acontecer ordinario, frente a eso que solemos llamar realidad, vida…

 

Ese es el juego, la encarnación en la letra. De donde, Luis Mateo Díez, en la escritura más incitante del presente en Europa, es dador él mismo de algunas de las pistas que la sustancian.

 

Luego no está por demás desconfiar del sector crítico que en nuestro país confunde exclusión con exclusividad. Más cuando tildan de rancias las señas de la tradición, el probar que se ha aprendido de la picaresca, del Quijote, de Galdós, o aparezca Valle-Inclán en el vislumbre. Lo uno no borra lo otro; más bien todo lo contrario.

 

Dos cuestiones, pues, para comenzar: en el advenimiento de la escritura de Luis Mateo Díez encontramos lo oral y la memoria, a lo que se añade lo más preclaro del recorrido de la literatura española por su lengua. Y tal actitud en el centro mismo de la novela europea actual. Buen principio.

 

Vale la pena, entonces, ajustar la mirada sobre el narrador Luis Mateo Díez. Conviene para ello un somero repaso. Así, Apócrifo del clavel y la espina es desigual. Meritorio es el sólido recorrido por la historia, en la primera de las novelas cortas que ese libro contiene. La interpretamos como armazón de linajes. En ello se basa el privilegio de la consanguinidad, y lo que le corresponde a los excluidos, cual mostró Rulfo en su excepcional Pedro Páramo por el extremo parricidio con que sentencia la historia el tal Abundio, que no se sabía Páramo, como su padre. Aceptamos que ese recorrido en la nouvelle que da título al conjunto, “Apócrifo del clavel y la espina”, resulta riguroso. Lo cual no quita para que aduzcamos que la segunda parte del libro, Blasón de muérdago, es una absoluta maravilla.

 

La extraordinaria historia del moderno Robison Crusoe don Senén sitúa el artificio de Luis Mateo Díez en uno de los lugares más altos de la modernidad, incluso antes de que autores reconocidos por semejante labor dieran forma a sus invenciones y los estudiosos les concedieran sustento teórico. Recluido en la provincia, anclado en los restos ruinosos de su propiedad y fustigado por el honor pretérito que se desvanece, esa creación descubre a una de las novelas cortas más primorosas del idioma. Sujeto en el límite, sujeto de identidad difusa, sujeto escindido, sujeto en desequilibrio con lo que es y lo rodea es la consecuencia.

 

Y ese punto articula un más en su valor: el enunciado de la errancia, con que Luis Mateo Díez sienta un rumbo en la novela española inimitable. Registra Luis Mateo Díez al respecto otra cosa: la condición “insular” (en el sentido en que fabricó Cervantes su utópica Barataria), eso que mira tanto a Las estaciones provinciales como a la excepcional EL expediente del náufrago. Y con ella el valor supremo del desplazamiento. Héroe de la errancia, pues, es el don Senén dicho; pero errabundo atado al grillete angustioso de las circunstancias es el Marcos Parra de Las estaciones provinciales y el Fermín Bustarga de El expediente del náufrago y el Odollo de los recovecos en Camino de perdición y el héroe policíaco Samuel Mol de la extraordinaria El animal piadoso... Esa construcción es lo que da soporte al discurrir más sugerente de la obra narrativa del escritor leonés, siempre tocado por la funcionalidad de los individuos en el límite, de individuos que se releen a sí mismos en la agónica madeja de la represión y del fracaso, en el desequilibrio, en el desplazamiento antedicho del centro y de su centro.

 

Novela que desarma y reorienta componentes de la tradición, cual ya también he dicho: la ironía, la deformación de los prismas… Y todos sujetos al patético síntoma de la edad que viven los protagonistas. Así, los fundamentos y acciones de los cofrades de La fuente de la edad pasarían como sucesos divertidos, una continua juerga local. No es cierto. Es simpática y tan divertida esa novela como simpática y divertida es Lazarillo de Tormes o el Quijote. En Cervantes la conformidad quimérica que transforma el mundo decadente e infausto tiene el mismo sustento que el infausto y decadente mundo que encierra a los cofrades. Para eso sirve la huida, como probó el barroco: para no conceder más valor de lo debido al fracaso; porque moverse y hacerse preguntas es la vida. Resolver el dilema del Paraíso y verse sorprendido por todas las respuestas es otra cosa, cosa que no cabe del todo en la novela.

 

Y otra vez el paso de más que da en sus letras Luis Mateo Díez: la escritura como alternativa en la resistencia. Es la entrega de Peter Handke para definir al ser que lo acosa o el dilema de Bruce Chatwin que sale a los caminos del mundo para probar (como quisieron probar los cofrades de La fuente de la edad) que aún quedan restos del Paraíso. No para defender la inquietud y el desprecio por la carga de los civilizados, para probar que aún quedan restos del paraíso (insisto) cual demostró el escritor inglés en su excepcional y póstuma entrega que fue What Am I Doing Here? Eso sentencia la parte final de la obra de Tabucchi y su incuestionable decisión a intervenir, a no callar frente a la canallesca política de su país, de Europa y del mundo, a sostener en alto la estaca ética; y léase con esta armadura Sostiene Pereira y La gastritis de Platón.

 

Ética.

 

Con estos componentes podemos precisar: Luis Mateo Díez es el dueño de algunas de las novelas más importantes de la lengua que el tiempo desvelará. Cito tres que encierran la maravilla de su obra: El expediente del náufrago, esa suerte de incursión primorosa en el laberinto, ese deshacer uno a uno los nudos de la cuerda que se suspende hacia el abismo; Camino de perdición, uno de los ejemplos más sublimes de la novela europea sobre el sujeto desplazado, el sujeto sin centro; y La ruina del cielo, uno de los artilugios narrativos más sorprendentes de cuantos se han publicado en el transcurso de las letras en la lengua española. Y no puedo callar otros recursos ante esas tres entregas paradigmáticas sin citar otras que completan la maravilla dicha: Blasón de muérdago, La fuente de la edad, el libro de relatos Días del desván, Fantasmas del invierno, El animal piadoso…

 

 Pero ahí no queda la cosa:

 

No conocí a la fotógrafa Sonia Díez en persona. Aunque no hubiera sido extraño un encuentro con ella, por ejemplo, en casa de sus tíos Luis Mateo y Margarita. Había oído hablar de Sonia más de una vez cuando aún vivía; y después de muerta compartí con su padre, el pintor y escultor Antón Díez, y su madre, la pintora Luz Guillén, el silencio asolador de la pérdida en un almuerzo en casa de su hermano y su cuñada, es decir, en casa de sus tíos Luis Mateo Díez y Margarita.

 

Antón, Luz, Luis Mateo  y yo recorrimos una brillante exposición de los primeros, sus progenitores, en la Galería Orfila de Madrid que se llamó “Vacío Azul”. Oí que esa exposición colectiva, y también dispar, pretendía oponer al desánimo la regeneración del alma, del oficio, de las habilidades, del rigor. Luego, no conocí en persona a la fotógrafa Sonia Díez porque el mundo me lo prohibiera; sucedió así porque acaso el destino se empecinó en que me encontrara con ella en forma de escrito, para que la leyera. Y así fue: Luis Mateo Díez me regaló uno de los libros más emocionantes y, por muchos motivos, excepcionales de cuantos pueden leerse en los últimos años: Azul serenidad.

 

Ni que decir tiene que es un libro sobre las pérdidas cercanas de un hombre que es escritor. De todas las muertes ahí vistas (aunque la de la cuñada Charo pretenda matizarla y la de la madre revele y la del padre sentencie) una sobresale, una es el fundamento del escrito: la muerte de Sonia Díez. No guarda Luis Mateo Díez las razones del drama ni lo trágico del suceso ni como se presentó la muerte de esa mujer; pero él, que es uno de los escritores más precisos del idioma, se guarda la palabra “suicidio”. Luis Mateo Díez convierte aquí la palabra “suicidio” en la palabra “enfermedad”. Porque el suicidio hiere mucho más de lo debido en casos como este.

 

“La muerte afianza los afectos”, escribe el tío; y también “las muertes no se entienden”, que equivale a decir “esas muertes no se entienden”.

 

Sonia Díez fue una excepcional fotógrafa, que supo mirar el mundo con una calidad exquisita pero que el mundo la derrotó hasta arrojar al vacío su vida desde lo alto de su estudio. Eso tampoco queda. Y no queda porque la muerte marca a los vivos que quieren a los muertos. La muerte se convierte en instante, el instante en que se afianza la ausencia, y la ausencia siempre permanece en semejantes casos, se hace  inexorable.

 

Abrí el libro en un avión de vuelta a mi casa y retrocedí sorprendido. En la página que precede a la lectura hay un retrato de Sonia Díez. Lo que me dejó estupefacto es que en esa foto vi a mi sobrina Tania: los ojos y la mirada, la delgada nariz, los labios perfectamente delineados, la sonrisa sutil, esa pequeña sombra que queda al borde de la comisura derecha de los labios, el corte de la cara… Pensé, conté y escribí con lápiz en el blanco de la hoja: “Sonia Díez, fotógrafa, 1970-2007; Tania Oramas, arquitecta, 1983.”

 

La muerte y la vida, me dije; la vida y la muerte. Luego, hube de preguntarme y me pregunté: ¿conocerán alguna vez Antón y Luz a Tania? Es posible que coincidan Antón y Luz con Tania en una ocasión parecida a la que yo pude compartir con Sonia en el momento en que Sonia vivió. ¿Qué descubrirán Antón, Luz, Luis Mateo y Margarita en el rostro de Tania?

 

Dios cruel que resta a su capricho y que también repite, diría el texto que yo anticipo y Azul serenidad no contiene: escritura y sensibilidad, hombre erguido ante la letra, las circunstancias, la adversidad, la fatalidad, pero también la hermosura, la gravedad del recuerdo,  la fastuosidad de la vida y la importancia axiomático del ser.

 

Luis Mateo Díez.

 

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