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El legado de Mr. Bellow (6)

Por Coradino Vega.

 

Soy muy hostil, os repito una vez más lo que sin duda sabéis, hacia la “cultura literaria”. La considero mi enemiga.

 

Carta dirigida al matrimonio McCloskey. [s.f.] 1949

 

Quien piense que el carácter positivo de Bellow y su inquebrantable fe humanista hicieron de él un estoico discreto, bondadoso e indiscriminadamente filántropo, está muy equivocado. Tenía una lengua viperina, no rehuía de ninguna polémica, se llevó toda la vida en el ring. Ya hemos visto cómo se mostró peculiarmente ácido con los marxistas y los intelectuales de corte parisino. Al centro de sus dardos habría que añadir a los editores, críticos y colegas de oficio. Sorprende la virulencia con la que escribe a su primer agente literario cuando aún no era un autor reconocido. Su falta de modestia estaba hecha del duro material de la autoconfianza en sus posibilidades artísticas y, desde el principio, peleó para que sus libros tuvieran la mayor difusión y mejor distribución posibles. Pero si hubo un gremio que sacó especialmente de sus casillas a Bellow, ése fue el de los críticos literarios. Nunca cesó de rebatir sus opiniones. Jamás se cansó de refutar lo que en cada momento consideró sus estúpidas argumentaciones: “Esa clase de calumnias e idiocia es todo lo que queda de la cultura literaria (…), tontería, cotilleo (…), susceptibilidad e ira”. Y aunque, en más de una ocasión, manifestó que la mejor forma de contestar era escribiendo un buen libro[1], como buen golfillo educado en las calles del Chicago de la Gran Depresión y hecho a sí mismo, no dejó ninguna ofensa sin respuesta. Bellow no soportaba ni la manipulación ni la petulancia de esa “especie de extremismo a la moda [y] ‘contracultura’ académica histérica, superficial e ignorante”.

 

En noviembre de 1955, le escribe a su editor: “No soy uno de tus generales de cuatro estrellas cargados hasta los huevos con medallas y prestigio”. Se enfurece ante el simbolismo del New Criticism[2]: “No puedo entender la pasión por añadir significado al significado de una obra de arte (…) Deberíamos exigir que las cosas fueran cada vez más sencillas, cada vez más grandes”. En 1948 le confiesa a Bazelon: “Uno nunca se recupera de los ataques de pedantería que se producen en momentos débiles e impresionables”. Pero vaya si se recupera. Reconoce que le gustan los chismes, y que incluso los colecciona para cuando se tercie el momento. Le reprocha a Eliot que haya convertido su época en la “era de la crítica”. Se rebela contra los instructores de realidad, “esos criptonovelistas disfrazados de filósofos, sociólogos e incluso revolucionarios”.

 

La gente que escribe tiene sus propias y fuertes concepciones sobre cómo deberían hacerse las cosas, y Bellow incurre con asiduidad en lo que él mismo denuncia. Da la sensación de que cuando se refiere al “metacrítico” lo hace de un modo más amplio que el estrictamente intelectual o literario. Contra lo que él carga es contra cierto “espíritu de negación” inherente a algunas personas que, intoxicadas de conocimiento maldigerido, ponen la argumentación al servicio de sus propios intereses. Insumiso por naturaleza, incapaz de plegarse a los dictámenes de quien sea, Bellow se acordará de ellos incluso en su discurso de Estocolmo: “¿Es que el arte debe seguir a la ‘cultura’? [Entonces es que] algo no va bien (…) No deberíamos permitir que los intelectuales nos marquen la pauta (…) No se puede decir a los escritores lo que tienen que hacer. La imaginación debe encontrar su propio camino”. Esos analistas son producto del desorden y la confusión que ellos mismos pretenden arreglar, partiendo de su desorden privado y convirtiendo la motivación personal en una solución para el desconcierto público. Al recibir el Nobel, Bellow recurre a Proust, quien en El tiempo recobrado hablaba de la creciente preferencia entre los lectores jóvenes e inteligentes por las obras de una tendencia elevada, analítica, moral o sociológica, es decir, “por los escritores que parecen más profundos”. Y añade citando al escritor francés: “Pero en cuanto la inteligencia razonadora se pone a juzgar las obras de arte, ya no hay nada fijo ni cierto, puede demostrarse todo lo que se quiera”.

 

En una carta fechada en 1952 desde Yaddo, y que muestra un valor de permanente vigencia, Bellow revela su aburrimiento a la vez que su indignación a raíz de un artículo del Times que sostenía que la literatura del momento era decepcionante: “La mayoría de las novelas de hoy son pobres? Sin duda. Pero eso es como decir que existe la mutilación, que existe un mundo roto. En realidad, las cosas son lo que siempre fueron, y sentirse decepcionado por ellas es extremadamente superficial. Quizás no seamos lo suficientemente fuertes como para vivir en el presente. ¡Pero que nos decepcione! ¡Identificarse con un pasado mejor! ¡No, no!”. Y añade: “Sí, hay una gran enfermedad, una vieja enfermedad que nuestra cantidad magnifica enormemente. El hombre está harto del hombre; el hombre declara superfluo al hombre, y dice en su corazón que él mismo es superfluo. Y eso es defender que el corazón de un hombre no es en sí el lugar donde reside la importancia. Pero afirmar que es así y demostrarlo y proclamarlo con todos los poderes de uno: ése es el trabajo y el deber de un escritor en este momento; debería ser también el trabajo y el deber de los críticos”.

 

Continuará…

 

 

Saul Bellow: Cartas, Alfabia, Barcelona, 2011. Trad. Daniel Gascón. 719 págs.


[1] “El mundo moderno está lleno de gente que declara que otra gente está obsoleta (…) Sólo hay una forma de derrotar al enemigo, y es escribir lo mejor posible. El mejor argumento, sin duda, es un buen libro. Si eso no los convence, y puede ocurrir porque el espíritu de negación es muy fuerte, uno habrá al menos trabajado con algún propósito y llegará a las almas menos arbitrarias y dogmáticas que todavía no se han enterado de la lamentable obsolescencia de la ficción. Los argumentos chocarán con nuevos argumentos, y la victoria siempre caerá del lado de los críticos.”

 

[2] “Están convencidos de que escribir un relato es manipular símbolos. ¿Qué harán pensar a los escritores jóvenes que están en la universidad, aparte de lograr que teman sus movimientos más naturales y crean que deben adquirir un juego de piernas ‘mítico’. Eso es lo que ocurre cuando la propia literatura se convierte en la base de la literatura y los clásicos se convierten en trituradoras.”

 

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