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Odessa y el mundo secreto de los libros

 

Odessa y el mundo secreto de los libros. Peter Van Olmen. Ediciones Siruela. 464 pp. 19,95 €

 

 

 Tejas

 

Odessa deseaba tener un padre.

Deseaba un padre que la sentara en su regazo, que le contara historias prodigiosas por la noche antes de ir a dormir y que los domingos la llevara a montar a caballo. Pero nada de eso tenía importancia ahora. En este momento lo que más deseaba era un padre que le tendiera la mano y la aupara al canalón del tejado, porque no resistiría mucho más.

Era de noche, llovía y estaba huyendo.

Ayudándose de un alféizar y dos molduras ornamentales había trepado por la bajante de una antigua casa señorial. Todo fue bien hasta que llegó al tejado. Entonces fue mal: el canalón sobresalía demasiado y no tenía fuerza suficiente para subirse a él.

Tenía el pie izquierdo apoyado en la moldura de la ventana más alta, y con el derecho buscaba en vano algo, un ladrillo o lo que fuera para sostenerse.

No podía bajar porque la atraparían.

Si continuaba colgada allí mucho tiempo se le agarrotarían las manos y caería.

Los adoquines de la calle brillaban a la luz de las farolas muy por debajo de donde ella se encontraba. Llovía a cántaros y el agua salpicaba en los charcos del suelo. Estaba empapada. Tenía los dedos entumecidos. El agua que chorreaba por el canalón le entraba por la manga.

¿Y si se soltaba? Así todo acabaría. A algunas personas les atrae la muerte. Una pequeña caída, durante la cual toda tu vida pasa como una película ante tus ojos, y después nada más, eterno descanso.

Pero no podía morir; su madre se pondría hecha una furia.

«¡Vamos, Odessa! ¡Deja de hacer el tonto!», se dijo.

«No puedo, el canalón sobresale demasiado, no aguanto más, me voy a caer.»

«¡No te vas a caer, atontada! Apoya el pie en esa ventana e impúlsate. ¡Impúlsate!»

Con rabia arrastró el pie por la fachada buscando ese pequeño apoyo adicional. Notó una ranura en una piedra en la que le entraba justo la punta del zapato. Tomó impulso y logró encajar el codo en el canalón. Estuvo a punto de quitarlo porque estaba lleno de porquería: hojas podridas y una pasta mugrienta. Subió el pie, enganchó el talón y subió.

Soltó la hebilla de su mochila y, jadeando, se dejó caer sobre el tejado, los pies en el canalón, la espalda apoyada en la fría pizarra.

Dejó que la lluvia le corriera por la cara. ¿Qué se le había perdido ahí abajo? ¡Estúpida! ¡Estúpida! ¡Estúpida! Los tejados eran sus amigos, las calles su enemigo. En las calles se sentía pequeña, los borrachos le daban miedo. En los tejados se sentía a salvo, pero aquella noche algo le había llamado la atención; en el centro de la plaza, abandonado sobre los adoquines y mojado por la lluvia, había un libro.

Jamás se habría atrevido a adentrarse en las calles por un libro, estuviera o no abandonado sobre los adoquines, pero con aquél ocurría algo extraño: emitía luz. No una luz intensa, como la de una linterna o la de una vela. Se trataba más bien de un débil resplandor que no habría llamado su atención a plena luz del día, pero que en aquella noche oscura le atrajo como una boya en el mar.

Permaneció un rato mirándolo con fascinación. ¿Y si…? Jamás se había atrevido a adentrarse en las calles.

Pero su curiosidad no tardó en vencer a su miedo. Bajó pasando de un tejado a otro hasta llegar a un murete por el que se deslizó hasta pisar un tonel desde el que saltó al suelo. Esperó un minuto entero en la sombra de un soportal hasta asegurarse de que la plaza estaba desierta y entonces fue hacia él.

Por un momento dio la impresión de que el brillo del libro sólo era el reflejo de la luz de las farolas en la tapa –podía ser, el libro estaba mojado y la luz de las farolas se reflejaba en los charcos–, pero el brillo iba aumentando según se acercaba a él, como si reaccionara a su presencia y le pidiera que se acercara.

Se arrodilló y cogió el libro del suelo. La tapa era de cuero rojo con delicados motivos bordados con hilo dorado, el papel de barba con los bordes deshilachados y estaba atado con un cordel de rafia. Odessa lo sostenía en sus manos como si hubiera encontrado un tesoro. El libro brillaba más que nunca y no tenía ni título ni autor. No lograba soltar el cordel con sus entumecidos dedos. Tiró de un pico de la tapa para poder ojear las páginas. A primera vista parecían en blanco.

Odessa comenzó a sentirse incómoda en el espacio abierto de la plaza. Metió rápidamente el libro en su mochila, allí estaría en un lugar seco. En casa podría seguir examinándolo.

Se dirigía hacia el tonel para volver a subir a la seguridad de los tejados cuando de pronto aparecieron unas oscuras figuras encapuchadas con mantos grises que, por su vestimenta, era evidente que no eran de aquel lugar. Parecían monjes de una hermandad medieval. Sus mantos estaban sucios y deshilachados, como si esos extraños tuviesen un largo viaje a sus espaldas.

Se acercaban a ella desde las sombras, aunque sería mejor decir se deslizaban, porque avanzaban sobre los adoquines como si tuvieran cámaras de aire bajo los pies. Sus mantos estaban empapados y se pegaban a sus deformes cuerpos.

No eran personas, pero entonces ¿qué eran? 

Odessa nunca había pasado tanto miedo. Se escondió detrás del tonel. Por suerte los engendros no se fijaron en ella. Se dirigían al lugar en el que había estado el libro.

El hecho de que una banda de monjes con aspecto de engendro deseara el libro no hacía más que aumentar su misterio y, por supuesto, su propia curiosidad. No tenía intención de devolverlo. ¡Mala suerte para ellos! Ahora era suyo. Lo había conseguido honestamente.

Los engendros se arrodillaron en torno al lugar vacío y permanecieron así un rato, como sumidos en pensamientos. Después todos miraron a la vez hacia donde estaba ella.

Odessa echó a correr. Los engendros comenzaron la persecución. Al final de la calle miró hacia atrás. La estaban alcanzando. Se movían hacia ella como los peones en un ajedrez; mantenían una velocidad constante, sin reducir ni acelerar. Aquélla podía ser su salvación porque ella contaba con otra velocidad añadida; en las suelas de sus viejas botas de cordones había incorporado unas pequeñas ruedas. Con un simple golpe de pie podía desplegarlas y salir propulsada como un rayo. Aquello no funcionaría sobre los irregulares adoquines, pero ella sabía que a la vuelta de la esquina había una plaza de losas grandes y cuadradas y la siguiente calle era de duro granito. Si lograba llegar hasta allí podría distanciarse patinando a toda velocidad.

Dio la vuelta a la esquina de la plaza y, con un movimiento perfectamente ensayado, sacó las ruedas de la suela de sus zapatos, que entraron en contacto con las pulidas piedras. Salió disparada como una flecha. Torció a la izquierda dando una curva cerrada, después a la derecha, otra vez a la derecha y después otra vez a la izquierda hasta estar segura de haberse librado de sus perseguidores.

Al cabo de un cuarto de hora se detuvo para recuperar el aliento. No tenía ni idea de dónde se encontraba; se había librado de sus acechadores pero estaba perdida en un laberinto de callejuelas.

 

(…)

 

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