Erosión en paisaje
EROSIÓN EN PAISAJE O LA GEOGRAFÍA DE UN DAÑO
Teresa Soto
108 páginas
ISBN 978-84-15168-26-3
Por Miriam Sánchez Moreiras
Leo Erosión en paisaje, de la poeta asturiana Teresa Soto, como la historia en tres etapas de un daño y su sanación. La primera de las tres partes en las que se estructura el poemario, “Las Rocosas”, presenta el lugar en el que ocurre el daño; sin embargo, la voz no elabora la geografía poética de una naturaleza sino de su copia. Las montañas de las Rocosas son paisaje; esto es, superficie, sitio regulado y roturado, copia sin fondo. Puede recorrerse y describirse, tal como hace el nosotros de la enunciación, pero no puede ser habitado ni creado; de ahí que, como augura uno de los poemas iniciales, este ejercicio de verticalidad sea una preparación para la huida: “Recorríamos la tierra roja, un subir y/ un bajar. Una forma/ de contener el llanto/(…) /teníamos pulmones y piernas/ flexibles. Se estrenaban, sin saberlo/ para la huida.” (16) Tal como sucede en el poema citado, el uso del verso breve y cortado por el encabalgamiento prolonga a nivel formal la verticalidad escalonada del paisaje de montaña. El frío es también un motivo constante en esta primera parte; un frío que hiere, inhabitable y está presente desde el primer hasta el último poema: “Clavada a mirar el agua helada/ hiriente de tan fría./ Era ese dolor, no otro, el trueque/ de lo feliz, de lo cálido.” (13). La imposibilidad de un lugar desde el cual la voz pueda decir, construirse, es reiteradamente constatada. Parece como si ésta no pudiera ya servirse de la lógica contundente e incontestable que en Un poemario había demostrado su eficacia a la hora de disponer a su alrededor palabras y cosas sino que, en su lugar, muestra un cuerpo dañado e impotente ante la arbitrariedad de ese dolor. A esta voz sólo le queda replegarse, silenciarse, morir: “Qué gozo amargo el de contener la lengua. Se sujeta atrás. Vista por la úvula/ aguanta, no dice lo que podría decir/ si se desatase” (21) o “A dónde se me amarraba la voz,/ la valentía que todo eran/ guerras lejanas a cualquier voluntad mía” (27). Las consecuencias de ese repliegue se tratan dramáticamente en la sección titulada de modo significativo “De los sentidos y su pérdida”. Aquí el cuerpo experimentado como un otro ajeno, insensible, paralizado, toma el protagonismo sobre la voz que es “voz retenida” (47) y el frío se transforma en “una negrura/ tan parecida a la muerte/ que es casi la misma” (43). La voz, antes nosotros, se reduce a una fisicidad precaria, a un “cuerpo depauperado” (19) como se le denominaba en un poema anterior. El nosotros, voz plural del amor, se pierde por las exigencias del cuerpo enfermo, reducido a sus funciones más básicas, animalizado: “Disfunción de todo el cuerpo por el desequilibrio/ de los cuatro humores./ Aire baño sueño retenciones evacuaciones ánimo” (49) o “Como un desagüe/ exhibiendo agujeros/ así va el cuerpo estos días” (50). La relación amorosa con el otro que sostiene la realidad de la pareja se ve amenazada por el desequilibrio de un cuerpo que queda a expensas del daño y al que sólo le queda recontar las heridas, señalar el lugar del desgarro, el alcance de la erosión.
La segunda parte, “En un cuenco traigo”, es un canto de amor y cura. La naturaleza inhóspita y estéril de Las Rocosas, donde la pareja no tiene lugar, da paso al jardín amoroso y feraz que es el cuerpo del amado: “Es el rostro tuyo que florece/ bajo esta luz. Encendido todo, encarnado,/ chupa, bebe, convierte eso en verde./ Regado entre mis palmas. Lo veo/ cómo respira. Nada se escapa ahora/ a este tacto. Nada del jardín de tu cara” (59), al que la voz recobrada dedica su canto de admiración: “Qué algodonosa es la mano/ que baja y recorre/ sutura/ heridas y cuerpos.” (61). La pérdida de los sentidos del cuerpo enfermo da paso a la sensualidad del cuerpo sano y vivo que reclama su derecho, el derecho de los amantes de ser en el amor, a través de una voz poética poderosa y rotunda: “Quien no quiera amar/ que crezca clavos por dedos,/ que haga de sus pies raíces,/ de sus hombros, viga.// Pero que deje/ a los amantes/ el aliento almibarado/ de la metamorfosis” (64). La sobreabundancia de este amor, que se excede a sí mismo para dar vida y crear más allá de la figura que forma la pareja es el motivo de los poemas que integran la última parte, “Anatomía del fruto”. El tono de los poemas es ahora festivo, una celebración de los dones. La energía vital y desbordante del amor se expresa mediante referencias a las labores del campo: “Fue la cosecha para la mano,/ el fruto para las maderas./ Trajo un festín agridulce en/ la carne de la manzana/ cuando se apelmaza en el fondo/ y todavía deja caer su agua/ un chorro.” (81); la preparación doméstica de los frutos recolectados: “Celebramos la abundancia de agosto./ Era el llenarse de morado de los mármoles/ de la cocina (…) hasta ser confitura, tarro de cristal” (87); la creación artística: “En un parpadeo penetro, busco, agito/ materias. Saco verdades con el puño y dedos./ Me empapo de eso” (94); y el futuro, en el que la voz poética, esperanzada, decide confiar pues “Son útiles, qué duda cabe, los abandonos.” (99).
La palabra de Erosión en paisaje se enuncia no desde la autocomplacencia de un sujeto egocéntrico sino desde las extremidades de un cuerpo en carencia y su voz. Se trata ésta de una voz personalísima, perfectamente cohesionada, en la que hay lugar para el diálogo con otras voces queridas (Emily Dickinson, Wallace Stevens), el artista admirado (Daniel Richter) o los lugares por los que esa voz extrema se deja tocar (las Rocosas, Flatirons, Tito Bustillo). Gracias, precisamente, a su condición epidérmica puede tomarnos de la mano y guiarnos por los paisajes que se disponen como geografías de aprendizaje y encuentros con el otro, sea éste naturaleza, arte, madre y padre, poeta o lector. Es la de la poeta Teresa Soto palabra que acoge y recoge, que sana y abraza, palabra que es mano y su piel.