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El legado de Mr. Bellow (4)

Por Coradino Vega.

 

Creo que Las aventuras de Augie March supusieron una rebelión contra el arte minoritario y las inhibiciones que imponía. Mi verdadero deseo era llegar “a todo el mundo”. Había descubierto —o creí haber descubierto— una nueva manera de escribir con fluidez. Para bien o para mal, eso me hacía diferente.[1]

 

Cuando a Saul Bellow le concedieron la beca Guggenheim que le permitió residir durante un tiempo en Europa, ya había publicado dos novelas con una atención favorable de crítica y escaso público[2]. En París, tuvo un encuentro con Samuel Beckett en el que no tuvieron nada que decirse. Bellow se veía ya muy alejado del autoescrutinio existencialista y el modelo literario al que, curiosamente, debía Hombre en suspenso. Se hallaba emponzoñado en una novela titulada The Crab and the Butterfly que nunca vería la luz. “Reúno la dinamita pero no estoy listo para encender la mecha.” Se sentía encorsetado por el escrupuloso respeto a los estándares de la forma, por Flaubert. “Me gustaría escribir un libro puramente cómico.” Tal necesidad de espontaneidad le obligaba a romper con ese “algo” del que, de algún modo, le daba miedo desprenderse. Hasta que le vino la imagen de un conocido de su infancia en Chicago y comenzó a escribir tan placentera como febrilmente un libro expansivo, desbordante, exuberante, despreocupado y libérrimo: Las aventuras de Augie March, el reflejo de su propia liberación personal y de sus eufóricas ganas de comerse “el rico pastel de la vida”[3]. Su fuerza radicaba en la fluidez con la que daba una patada a la “seriedad”, a quienes padecen de “gravedad cultural” y a cualquier tipo de preceptiva literaria: “Algo así como una fusión de coloquialismo y elegancia (…) El lenguaje de la calle combinado con un estilo elevado”[4]. En esa novela con la que Bellow se destrabó de las restricciones autoimpuestas, hay una grandiosa concepción afirmativa conectada con la superabundancia, un entusiasmo casi narcisista por la vida, una inextinguible pasión por la enormidad de detalles deslumbrantes, gente monumental, charlatana, abrumadora y ambiciosa, frases atiborradas y precisas y, de trasfondo, el “carácter mixto” de todas las cosas. La sensación que da es la de un dinamismo vital encauzado por una voz descomunalmente inteligente y desenfrenada que, al no hallar resistencia, se impregna de pensamiento sin perder por ello su conexión con los misterios del sentimiento[5]. Esta extensa y llamativa novela le abrió a Bellow las puertas del gran público. Sin embargo, literariamente, es una novela lastrada por sus propios excesos. Cuarenta y tantos años después de su publicación, y a raíz de una edición crítica británica a cargo de Martin Amis, el propio Bellow exagera incluso con la autocrítica en una carta a éste: “El libro me parece ahora desconcertantemente amorfo, ruido y furia que no significan mucho”.

 

Pero lo cierto es que, con sus grandes aciertos y evidentes errores (“el libro tiene muchos defectos, lo mismo que le sucede a casi todo el mundo”), Augie era por fin genuinamente Bellow: con ella descubrió el marco personal que luego perfeccionaría en Herzog. Es curioso el carácter ciclotímico que parece latir en la sucesión de sus novelas. Philip Roth lo denomina “las alternancias temperamentales de Bellow”[6]. Así, a las primerizas Hombre en suspenso (1944) y La víctima (1947), novelas contenidas casi de escarbar en los basurales, sigue el ciclón Augie March: en palabras de Coetzee, un rotundo ¡Sí! a Norteamérica. A partir de ese momento, cada novela optimista, de talante mozartiano —esto es, Las aventuras de Augie March (1953), Henderson, el rey de la lluvia (1959) o El legado de Humboldt (1975)— parece quedar contrarrestada por la siguiente, de cariz mahleriano, en la que el sufrimiento nunca recibe un tratamiento ligero ni por su autor ni por los personajes que lo padecen: Carpe Diem (1956), El planeta de Mr. Sammler (1970) o El diciembre del decano (1982). Sólo Herzog (1964) lograría integrar, de manera suprema, esta característica divergencia.

 

Y es que, aunque valorada como conjunto, su imaginación resulte contagiosa y vibrantemente alegre, Saul Bellow concebía la vida como una incesante mezcla de celebración y tristeza, de exaltación y decadencia, y de amargura y felicidad; o como le escribió al matrimonio Berryman en 1971: “Este mundo hermoso y malvado que ha desconcertado y deleitado a mi pobre alma durante cincuenta y seis años”. Su concepción del arte, como la de Proust, consistiría en dar fe de esas intermitentes “impresiones de vida”[7], en tratar de llegar al corazón del gran misterio, y en interpretar el caos, dándole un significado.

 

Continuará…

 

 

Saul Bellow: Cartas, Alfabia, Barcelona, 2011. Trad. Daniel Gascón. 719 págs.


[1] Todo cuenta. p.407.

 

[2] Sobre sus tres primeras novelas, ver J.M. Coetzee: “Saul Bellow: las primeras novelas”, en Mecanismos internos. Ensayos 2000-2005 (Mondadori, 2009).

 

[3] Philip Roth: “Releyendo a Saul Bellow”, en El oficio. Un escritor, sus colegas y sus obras (Debolsillo, 2007), p.207.

 

[4] Todo cuenta: p.397.

 

[5] Philip Roth, p.194.

 

[6] Op.cit. p.212.

 

[7] En su discurso de recepción del Nobel, sostiene: “Sin un arte que no rehúya los horrores personales o colectivos, insiste Proust, no nos conoceremos ni a nosotros mismos ni a los demás. Sólo el arte penetra lo que el orgullo, la pasión, la inteligencia y la costumbre erigen por todas partes: las realidades aparentes de este mundo. Existe otra realidad, la verdadera, que perdemos de vista. Esa otra realidad siempre nos está enviando señales, que, sin arte, no podemos recibir”, en Todo cuenta, p.124.

 

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