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El legado de Mr. Bellow (2)

 

Por Coradino Vega.

 

Hijos de judíos inmigrantes del Este de Europa, habíamos salido pronto a las calles de nuestras ciudades respectivas; las escuelas, los periódicos, los metros, los tranvías y los solares nos americanizaron.

 

Texto en memoria de Bernard Malamud, diciembre de 1986

 

Los progenitores de Saul Bellow fueron rusos acomodados de San Petersburgo que, más que  emigrar, huyeron a Canadá cinco años antes de que estallara la Revolución, por motivos relacionados con los siempre turbios negocios de su padre. El niño Bellow oía hablar de Lenin y Trotski desde la trona: “Habíamos asimilado demasiada historia oscura en las cocinas de nuestras madres para ser optimistas radiantes”. Sin embargo, leyendo sus cartas, uno tiene pruebas más que suficientes para sospechar que no se refiere a optimismo vital (“en todas las crisis recurro al temperamento para salir adelante”), sino a la preceptiva dosis de vacuna de escepticismo judío que marcaría su evolución ideológica. Los Bellow llegaron ilegalmente a Chicago en 1924, cuando Saul sólo contaba con nueve años. Fijaron su residencia en Humboldt Park. Y fueron las escuelas públicas de la Gran Depresión, las libros sacados de las bibliotecas rooseveltianas que Bellow introyectaba con un hambre voraz de cultura[1], pero sobre todo la picaresca y el lenguaje cimarrón de calles como Division Street, el epicentro de ese volcán llamado Augie March y que no es otra cosa que el trasunto de la inabarcable pretensión de Bellow de fundirse en libertad con un mundo “que puede que no sea el mejor de los posibles” pero que, en cualquier caso, es el que nos ha tocado. “La abstracción venía después. Lo primero siempre era la vida real.”[2] En la adolescencia, trabó amistad con algunos de los destinatarios que, como Isaac Rosenfeld, Louis Lasco, Herbert Passin u Oscar Tarcov, aparecerán en las Cartas recurrentemente. Cuando entra en la universidad, alquila una habitación con el primero en una pensión de Hyde Park. Bellow lee la Biblia y a los Patriarcas en estrecha intimidad con los novelistas rusos, Balzac, los filósofos alemanes y los activistas revolucionarios: “Nos habíamos precipitado a una especie de caos mental, y había que abrirse paso como fuese”. La familia afronta dificultades financieras. Gracias a las becas y a la oferta de empleo social del New Deal, Saul pudo continuar sus estudios de antropología trasladándose a Northwestern: “Aprendí que lo que estaba bien entre los masai africanos no estaba bien entre los esquimales. Más tarde vi que era una doctrina traicionera: la moralidad debería estar hecha de materiales más duros. Pero en mi juventud me atraía el estudio de costumbres erráticas. O bobas. A mis veintipocos años era un relativista cultural”. No es de extrañar que de ahí manara la fuente que salpica de exotismo Las aventuras de Augie March y Henderson, el rey de la lluvia

           

Pero las ciencias sociales, como cualquier tipo de educación superior, siempre le resultaron a Bellow insuficientes[3]. Toda su vida fue el intelectual más anti-intelectual de todos los intelectuales. Los sistemas se desmoronan, pero la exigencia de justificar nuestra presencia en el mundo aumenta. De hecho, conforme se avanza en la lectura de las Cartas, vemos cómo la perplejidad, el asombro y el desconcierto ante los misterios de la vida crecen al igual que el deseo de simplificar o, como lo expresó en su discurso de recepción del Premio Nobel, “de suprimir la trágica debilidad que ha impedido a los escritores —y a los lectores— ser a la vez simples y verdaderos”. Desde joven, Bellow sintió que tenía “el corazón lleno de algo”, y eso condicionó su poética, su desapego por las argumentaciones colectivas, su rechazo del esnobismo cultural y su necesidad de trascendencia.

 

Siendo plena y profundamente contemporáneo, parece que la misión de Saul Bellow fue desde el principio combatir la frialdad del mundo contemporáneo.

 

Continuará…

  

Saul Bellow: Cartas, Alfabia, Barcelona, 2011. Trad. Daniel Gascón. 719 págs.


[1] “En mi juventud la literatura formaba parte integrante de la vida; se absorbía, se asimilaba en el organismo. No se era conocedor, esteta, amante de la literatura. No, con la literatura daba uno forma a su vida, era algo que se ingería, que pasaba a ser parte de la propia sustancia, que constituía la senda de la liberación y la libertad plena. Todo eso empezó a perderse, ya estaba desapareciendo cuando yo era joven”, Op.cit. p.405.

 

[2] Todo cuenta. p.373.

 

[3] “Empecé a comprender su inanidad, a rechazarla por decepcionante. Entonces, un día vi su aspecto cómico. Herzog dice: ‘¿Qué piensas hacer, ahora que tu mujer se ha echado un amante? ¿Sacar a Spinoza del estante y ver lo que dice sobre el adulterio? ¿Sobre la servidumbre humana?’. En otras palabras, uno descubre la inadecuación de la cultura que tanto ha costado adquirir. Entregándose verdaderamente a Spinoza y otros no se habría tenido tiempo para relaciones neuróticas y malos matrimonios. Eso habría constituido una solución.” Op.cit. p.403.

 

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