El esperpento innecesario (la manida «España negra»)
(La familia de Pascual Duarte, de Camilo José Cela)
Por Carmen Garrido
Autor: Camilo José Cela
Versión Teatral: Tomás Gayo Bautista
Reparto: Miguel Hermoso, Ana Otero, Ángeles Martín, Lola Casamayor, Tomás Gayo, Lorena Do Val, Paco Manzanedo, Sergio Pazos.
Lugar: Teatro Fernán Gómez. Centro de Arte.
Fecha: Del 8 de febrero al 4 de marzo. De martes a sábado: 20.00 horas. Domingos: 19.00 horas.
Próximas funciones:
9 y 10 de marzo 2012 – Toledo (Teatro Rojas)
14 de abril 2012 – Arganda del Rey (Madrid)
21 de abril 2012 – Alcorcón (Teatro Buero Vallejo) (Madrid)
11, 12 y 13 de mayo 2012 – Granada
19 de mayo 2012 – Ferrol (La Coruña).
No voy a mencionar en esta crítica ni una sola vez las famosas palabras aplicadas tantas veces a la magistral novela de Camilo José Cela que Tomás Gayo ha llevado al Fernán-Gómez: “Retrato de la España negra”, etiqueta estereotipada y bastante manida, que parece exclusiva del interior de aquel país nuestro de finales del XIX y principios del XX, como si el tremendo contexto en que acaecen los sucesos de la novela del de Iria Flavia no fuera extrapolable a un obrero textil de Manchester, un trabajador de la siderurgia de Silesia, un olivarero de Ligur o un metalúrgico de Bayona. Una muestra paralela a recordar: el tejido cruel y violento que rodea la existencia de Pavel, el protagonista de otra obra cumbre de la Literatura: La madre, de Gorki (1907).
No necesita, pues, de tales epítetos ni la casta ni las circunstancias vitales del reo Pascual Duarte, ya que si éstas tienen lugar entre 1882 y 1937, España era entera y por sí sola feroz, analfabeta y violenta, abocada a un régimen caciquil y represor, en el que los campesinos se contentaban con la labranza de las pocas tierras y el malvivir en casas arracimadas y de escasa salubridad. La “España negra” era común a cualquier lugar del país, aunque Cela situase la acción en un pueblo a dos leguas de Almendralejo, igualándose los instintos y la violencia que rodean la figura de Duarte a las de Primitivo y don Pedro en “Los pazos de Ulloa”, de la Pardo Bazán, o la de don Cayetano Salgado y Juan Aldán en “Los gozos y las sombras”, del admirado Torrente Ballester. Todas son contemporáneas en cuanto a la época, y sus escenarios conviven en una nación a la que conviene despojar de la “negritud” para tildarla de atrasada, aletargada, clasista y alejada de la realidad europea.
Dicho esto, adaptar la novela de Cela es una gesta difícil debido a la forma y estructura de la novela, aunque necesaria siendo en 2012 el LXX aniversario de la publicación de la novela y el décimo aniversario de la muerte del Nobel. Autorizada por su viuda, Tomás Gayo versiona y Gerardo Malla dirige este clásico desde un punto de vista intimista, transcurriendo la acción en un solo espacio por el que van pasando las distintas etapas de la vida de Pascual Duarte, interpretado por Miguel Hermoso. En los papeles secundarios, Ana Otero como Lola, la esposa dulce e inestable de Duarte; Lola Casamayor, como la madre dura, reseca y agria del protagonista; Ángeles Martín con la inteligente, procaz y tierna Rosario; Lorena Do Val como la saludable y joven segunda mujer de Duarte; Tomás Gayo en el papel de don Manuel, el cura del pueblo, y en el de capellán de la cárcel; y Paco Manzanedo como el Estirao, el novillero retrechero y violento con el que Rosario está amancebada.
Al leer la novela por primera vez y después al verla en la versión de Ricardo Franco, interpretada por un genial José Luis Gómez, siempre me dejó en la duda la personalidad que Cela había trazado al imaginar a Pascual Duarte. Y siempre fue volviendo al primer incidente violento que tiene lugar en la vida del extremeño: el asesinato de la perrilla “Chispa”. Es evidente que el haber visto la luz en una casa muy lejos de la palabra hogar, con un padre maltratador y primitivo y una madre fría, dura y paralítica para cualquier afecto puede condicionar la génesis como hombre de Duarte, que ve como cada día se hace más sórdido y más salvaje el ambiente que le rodea. El mejor ejemplo: la patada que el cacique don Rafael le propina al hermano menor de Pascual, el pobre deficiente Mario, del que tanto el cacique como la madre hacen objeto de sus chanzas. Un Mario al que comen las orejas los cerdos y que muere en una tinaja de aceite. Sólo estas visiones darían para realizar todo un psicoanálisis del condenado a muerte Pascual Duarte. Si bien, permanezco en la duda de si su temperamento atroz era genético aunque avivado en el seno de su casa por un padre enrabietado y una madre endemoniada o la brutalidad de sus acciones nació a partir de haber vivido precisamente en ese ambiente.
Sin embargo, esta duda desaparece en la versión de Gayo, donde Duarte esgrime un tomo demasiado firme, sabiéndose certeramente producto de aquella familia psicótica y rudimentaria. Miguel Hermoso, sobre el que recae todo el peso de la obra, ofrece una visión del personaje demasiado monolítica: Pascual no es malo por naturaleza, sino por las circunstancias vividas. No deja espacio a la reflexión. Si bien el monólogo en el que se dirige al público es creíble, las escenas en las que aparece la violencia tienden al auténtico esperpento y no en el mejor término vallenclinesco. La primera “batalla carnal” con Lola, en la tumba del hermano pequeño recién muerto, la conversación con su mujer a la vuelta de su viaje por España, el asesinato del Estirao o la muerte de la madre son un auténtico despropósito de jadeos, gritos innecesarios, resuellos y dudas que vuelven ojiplático al espectador, no sabiendo si estamos ante un enfrentamiento o una mascarada. Se necesita cierta agilidad escénica en estos momentos, ya que las lucha cuerpo a cuerpo parecen transcurrir a cámara lenta. Demasiado dubitativo Pascual Duarte ante sus enemigos. Si Miguel Hermoso lo presenta como alguien resolutivo, por donde la violencia holla sin más, carece de sentido tanta vacilación, tanto estertor en el momento de asesinar a la madre, escena que hace desmerecer hasta la genialidad de la actuación de Lola Casamayor.
Histriónica es la interpretación de Ángeles Martín, haciendo de Rosario una caricatura en perpetuo estado de hilaridad o de una intensidad dramática rayana en lo grotesco. No me gusta relacionar los papeles interpretados por una actriz en el teatro con los realizados en televisión. Pero el papel de Rosario me ha recordado más a la Ángeles Martín de la pequeña pantalla que a la “Casa de muñecas” de Ibsen.
Algo semejante ocurre con Ana Otero, actriz de variados registros, que en esta versión da vida a una Lola mera recitadora del texto de Cela, que no ofrece emoción alguna ni orienta al espectador hacia algún registro más variado que la estática dulzura o la parálisis corporal. Lola es la mujer que vuelve más humano al personaje de Pascual Duarte, que le enseña lo que es la paz y el amor, que le desvela una faceta paternal que él mismo desconocía. Es la esposa que hace bueno al hombre. Y, sin embargo, la abulia, el entumecimiento y el letargo de la actriz no nos vinculan a ese renacer momentáneo y dulcemente pacífico que vive Duarte durante sus primeros tiempos de casado. No creo que sea problema de Otero, una intérprete ya asentada, sino de la orientación del director.
Respecto a los otros tres personajes que cierran la obra, la presencia de Tomás Gayo en forma de don Manuel o de capellán se hace en varias ocasiones innecesaria puesto que rompe el ritmo de la obra, sin llegar a saber si el papel del cura es de un confesor que ejerce bien la prudencia y el comedimiento o bien la chanza. Demasiadas entradas y salidas a escena, que rompen el discurso de Hermoso o los diálogos en la casa de los Duarte.
Lorena Do Val promete como una segunda esposa necesaria, que aporta juventud, frescura, lozanía a la vida del futuro condenado, así como a la escena. Es la pureza y la absoluta inocencia en medio de un ambiente que se va agriando aún más con el paso del tiempo. Habrá que seguir los pasos de esta joven intérprete procedente del prestigioso Laboratorio de Teatro William Layton de Madrid.
Por el contrario, es imposible ver ni un asomo del chulesco Estirao en la piel de Paco Manzanedo. Simplemente se limita, como Gayo, a pasear por las tablas. Nada de provocación, ningún rastro de ese tipo maltratador, taimado, que vive a costa de las mujeres y se ríe de ellas y sus pasiones. Un “macho alfa”, mentecato, cretino y vanidoso; en absoluto, un lila o alguien de lengua tan perezosa como el que nos presenta Malla.
Por encima de todos, brilla la actuación de Lola Casamayor. Magistral esta actriz que recientemente nos ha conmocionado haciendo de “La Reme” en la excelente La voz Dormida de Benito Zambrano. Casamayor borda a una madre que no merece tal nombre; dura como una bestia; animalesca; ruda y avara, una alimaña que devora a los suyos y que sólo demuestra cierta ternura hacia la figura de la hija. Basta con la presencia de la intérprete, con sus gestos, con su porte adusto y retrancado para hacerse una idea de la “Madre” que Cela describió. Innecesario añadirle esa escena del robo del ataúd del pequeño Mario (que no está en la novela) o el pataleo cuasi cómico en el momento de la muerte: gestos impropios de una mujer que no alberga más pasión que la de hacer daño, tan envarada que cualquier aspaviento la convierte en un personaje que no es.
Aunque la versión de Tomás Gayo es de lo más acertada, creo que la profundidad de la obra del Premio Nobel desaparece por completo y no transmite todo el drama surrealista (y tremendista) que contiene. Quizá haya que recurrir a actores con una más dilatada experiencia teatral para dar entidad a estos personajes míticos, habida cuenta de que estamos hablando de un clásico de nuestra Literatura.
A propósito de los mencionados aniversarios de la publicación de la novela y la muerte de Camilo José Cela, he leído una y otra vez (en el mismo programa de la obra) que es necesario acercar el teatro a los jóvenes y crear adaptaciones para “aproximarlos” a los grandes escritores o dramaturgos. Una pieza debe ser escrita con el propósito de llegar a todos los públicos, el adolescente y el maduro. Es imperativa una solución para la falta de cultura de nuestra juventud y para su indolencia respecto de las artes. Pero hacer más simple una gran obra o suavizarla para que sea comprensible no me parece una trasgresión sino una boutade. Cela necesita un Pascual Duarte de altos vuelos y aquí el vuelo es rasante. No entiendo cómo la viuda del de Iria Flavia ha aprobado una versión así o por qué el Fernán Gómez, últimamente, tiene una programación tan desacertada. Cuestiones que, probablemente, nadie me podrá responder. En todo caso, siempre quedará en la memoria la figura de Casamayor y su mirada de sabandija. Y la novela de Camilo José Cela a la que volver una y otra vez.