Matar a un ruiseñor
Por Fernando Marañón.
Anoche soñé que volvía a Manderley
Anoche la mansión entre la bruma, imagen británica del desasosiego romántico, dejó paso a la población inmóvil del profundo sur, imagen norteamericana de la infancia y su relación con la maldad y el amor. Anoche, aprovechando el cambio de tiempo, decidimos regalarnos con el verano en blanco y negro de una pequeña población del Estado de Alabama donde las mujeres se duchaban dos veces antes del mediodía y los juicios en la sala del tribunal se sobrellevaban a golpe de abanico. Un lugar en ninguna parte donde pasó sus primeros años la novelista de un solo libro Harper Lee, algo así como la Lampedusa estadounidense, autora de una única novela convertida en la más popular de la Norteamérica del siglo XX, profusa en grandes novelistas y obras inolvidables.
Con un guiño cariñoso a su amigo Capote y un homenaje explícito a su padre, Harper reconstruyó su niñez a través de la pequeña Scout y su hermano Jem, los hijos de un abogado viudo que comparten calle y aventuras con el sobrino de una vecina y acechan el misterio en el porche donde se intuye al anochecer la sombra de Boo Radley, un ruiseñor silencioso.
Robert Mulligan, ese gran director minusvalorado por pertenecer a la generación televisiva (la de Kramer, Altman y Pakula, nada menos), se envolvió en el guión de Horton Foote, la música de Elmer Berstein y la fotografía de Russell Harlan para dar luz a una de esas obras maestras del cine profundamente queridas por el público, esa donde Gregory Peck se puso las gafas de Atticus Finch para demostrar que la heroicidad no necesita subrayados.
La historia de un vecino inquietante y protector, un caso de supuesta violación que apenas enmascara la venganza racial y unos niños aprendiendo lo que merece admiración, piedad o desprecio, está narrada por una Scout adulta que nunca veremos en pantalla. Y no sólo recorre el juicio más verosímil que se ha filmado en Hollywood, sino la memoria sentimental de alguien que fue niña en tiempos sombríos pero que tuvo la suerte de crecer con el ejemplo moral del mejor tirador del condado.
Gregory Peck construye para Mulligan y para todos nosotros el héroe de a pie más emblemático de América: Atticus, un padre de familia generoso y cortés, aunque demasiado viejo para impresionar físicamente a su hijo Jem. Un hombre honesto, valiente y sin prejuicios. Un señor de una pieza, que es capaz de defender la vida de un hombre frente a sus vecinos más levantiscos interponiéndose entre ellos y el condenado con una simple lámpara de lectura y un viejo libro de leyes.
Quizá por eso, más allá de la bajeza de espíritu que demuestran los acusadores de Tom Robinson, de la afición al linchamiento que gastan los ciudadanos de la Depresión o de los terrores imaginarios y reales que acechan en la noche sureña, Matar a un ruiseñor (1962) es una película luminosa y bella que encierra su autenticidad en ese hueco del árbol donde se guardaban los tesoros de infancia, en los columpios hechos con neumáticos viejos, las escapadas nocturnas por el vecindario y las fiestas escolares de las que tienes que regresar disfrazada de jamón. Porque todo ello se recuerda con nostalgia y orgullo cuando tienes como salvaguardia al entrañable Atticus, ese tipo capaz de caminar con los zapatos de todos los hombres.
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