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Giandomenico Tiepolo inédito

Por Mario Sánchez Arsenal

 

La sede madrileña de la Fundación Juan March acoge hasta el 4 de marzo una exposición dedicada a Giandomenico Tiepolo (1727-1804), hijo del afamado pintor Giambattista (1696-1770) que tan grandes huellas dejó en España, y abrazando quizás el género más galante de todo el Settecento veneciano, el retrato. Son diez piezas que al parecer formaron parte de una serie de retratos alegóricos y estereotipados en los que se pone de manifiesto la faceta más virtuosa de la retratística veneciana del XVIII, una dulzura engalanada de color y viveza matérica, almibarada en algunas ocasiones, pero no exenta de interés.

Retrato de joven con lazo azul en la cabeza, ca. 1768

En términos de crítica académica, la obra de Giandomenico fue eclipsada naturalmente por la de su padre, así como también la de su hermano Lorenzo (1736-1776), que se dedicó sobre todo al pastel, técnica sobre la que aún pesan ciertos prejuicios. Debido a la intensa colaboración con Giambattista, fue difícil identificar la mano de los dos hermanos en las obras de la familia. Lorenzo y su padre fallecieron en Madrid, en cambio, Giandomenico decidió regresar a Venecia, donde acaso contemplara el traspaso de poderes y rendición del último doge Ludovico Manin en mayo de 1797 a manos de Napoleón Bonaparte. Su fortuna crítica no fue en ningún caso negativa, quizás sí insuficiente y desacompasada. Tras la muerte de su padre en 1770 regresó a su tierra investido de cierta reputación y disfrutó acaso de una de las etapas más exitosas de su carrera, a tenor de las peculiaridades inherentes a su personalidad. De hecho, allí fue nombrado director de la Academia de Pintura, puesto que detentó entre 1780 y 1783. Asimismo participó en la decoración de la Sala Mayor del Consejo del Palacio Ducal de Venecia, encargos por otra parte que evidencian la categoría y la confianza de que gozaba. Al igual que su padre, último gran exponente de la pintura escénica monumental, sobresalió en la pintura escenográfica y destacó por su paleta suntuosa y elocuentemente dramática. Su figura fue revalorizada por la crítica gracias a la elaboración del primer catálogo razonado por el profesor Adriano Mariuz en 1971, sin duda, actualmente la figura más autorizada junto a George Knox del conocimiento de la obra de Giandomenico. No obstante el primer gran descubrimiento vino de la mano del profesor Antonio Morassi en 1941, cuando éste vio en los frescos de Villa Valmarana ai Nani las primeras trazas del pintor.

 

Desde las primeras pinturas atribuidas, el Vía Crucis para la iglesia veneciana de San Polo (ca. 1747), precedente claro del mismo tema que pintaría para la iglesia de San Felipe Neri de Madrid en su variante de la serie de la Pasión de Cristo (1771), hasta el regreso a la ciudad de los canales hay una larga travesía de formación y aprendizaje bajo auspicio paterno. La primera obra conocida y certificada son –como decimos– los frescos para la Villa Valmarana ai Nani, una villa suburbana a las afueras de Vicenza (1757) en la que colaboró con su padre en grandes grupos narrativos mitológicos de notable calidad. A su vez, tenemos en España, además de la colaboración mencionada en la madrileña iglesia de San Felipe Neri, un óleo con la Conquista del vellocino de oro en el Palacio de la Granja de Segovia, amén de los fondos del Museo del Prado (todos de temática religiosa) y varias copias esparcidas en colecciones particulares en condición de depósito de la pinacoteca madrileña y otros varios museos de la península. No resulta frecuente, sin embargo, contemplar retratos como los expuestos esta ocasión en la Fundación Juan March, quizás una faceta más íntima que nos permite comprobar de manera precisa la maestría del incipiente pintor predilecto.

Esta serie de retratos, fechados todos alrededor de 1768, no son del todo ajenos a la producción del pintor. Se conservan ejemplos en el Museo Lázaro Galdiano de Madrid y en la colección –siempre en Madrid– del marqués de Perinat. Andrés Úbeda de los Cobos, Jefe de Conservación de Pintura Italiana y Francesa del Museo del Prado, aborda este tema misterioso nunca expuesto, “uno de los capítulos menos estudiados de la producción de la familia Tiepolo”. Fue Agustín Ceán Bermúdez quien en su Diccionario hizo una de las primeras acotaciones a la obra de los Tiepolo confundiendo a los hermanos entre sí, clara evidencia por otra parte del mermado crédito de que disponían. Así y todo, nada sabemos del propietario, la procedencia o la destinación de estos diez retratos. Las primeras noticias los sitúan en el Puerto de Santa María (Cádiz), desde donde pasarían a través de la Guerra civil a sus actuales propietarios. Allí ya debieron gozar de cierta fama a juzgar por las copias que el Museo de Cádiz posee actualmente, aunque en su momento fueran consideradas del propio Giambattista. El caso es que las exposiciones hasta el momento no habían abordado la cuestión retratística de manera debida, por lo que ahora se nos antoja una muy feliz oportunidad de contemplar esa otra faceta denostada por el encumbramiento de la obra paterna, también alejado del foco de las grandes composiciones retóricas y narrativas. Los retratos en la obra de los Tiepolo son a la pintura lo que la poesía es a la literatura. Aquí no se alumbran grandes aparatos discursivos, no se desarrollan complejos mensajes políticos, el único pretexto se convierte por tanto en el puro goce de la belleza y la percepción de la naturaleza en todas sus variantes, con una plétora de frutos y colores que desbordan la mirada del visitante. En este sentido, nos parece acertadísima también la disposición que la Fundación ha desplegado para la exposición de las piezas; se trata de un sutil tapiz estampado con arabescos en color rojo o bermellón, un color que no deja indiferente a nadie. Quizás este dato nos ayude a aproximarnos de manera más carnal a la pintura, pues como es sabido los colores cálidos acercan la imagen, mientras que los fríos la alejan. En este caso, además de servir a la mejor percepción de las obras, el color puede ser una suerte de referencia al mundo veneciano de ese tan decrépito siglo XVIII para el patriciado lagunar, quizás el momento histórico más radical en la historia de Venecia que daba la bienvenida al nuevo mundo moderno basado en las premisas francesas de libertad y abolición de clases.

 

Por todo esto y mucho más, la exposición que ha organizado en esta ocasión la Juan March es, sin necesidad de ambages, magnífica. Porque quizás no sea abrumadora, pero es seductora, atrayente y –lo más importante de todo– inédita. No dejen pasar la oportunidad de contemplar a este degradado artista al que se ha querido parangonar, ni más ni menos que con la figura de nuestro Francisco de Goya. Es sencillo: vengan a descubrir por qué.

 

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