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Senderos a la modernidad

Por Alfredo Llopico

 

La muestra Senderos de la modernidad. Pintura española de los siglos XIX y XX en la colección Gerstenmaier, que permanecerá en el Centro Cultural Cajastur Palacio Revillagigedo de Gijón hasta el próximo 8 de abril, nos traslada a un tiempo artístico marcado por la tradición de la pintura española y la influencia de los nuevos ecos que llegan de Europa en el siglo XIX. Un itinerario que da comienzo en la pintura neoclásica de los discípulos de Jacques Louis David, se dirige hacia el Romanticismo y, ya durante la segunda mitad de siglo, hacia el paisaje que refleja la influencia de la naturaleza sobre las pasiones de los hombres.

 

Viendo algunas de las obras de la exposición, retratos de señoras con mantón, corridas de toros y toreros, es inevitable recordar una vez más cómo las manifestaciones por el “gusto de lo español” desbordan durante el siglo XIX el pequeño mundo de los aficionados y marchantes, manifestándose en las más diversas formas de la cultura y del arte. Nos traen a la memoria las palabras del diplomático, político y escritor Juan Valera cuando afirmaba que cualquiera que hubiese estado de viaje fuera de España podría decir al regresar cuáles eran las preguntas habituales que nos hacían en el extranjero o lo que le decían acerca de su país: que si aquí se cazaban leones; que si sabía que era el té, como si no lo hubiese visto ni tomado nunca; de cómo se le habían lamentado personas ilustradas de que el traje nacional, o sea, el vestido de majo, no se llevase ya a los besamanos ni a otras ceremonias solemnes, o de que ya no bailase todo el mundo el bolero, el fandango y la cachucha. Además, afirmaba lo difícil que era disuadir fuera de España de la idea de que casi todas las españolas fumaban o de que llevasen un puñal en la liga. Porque, añadía, “las alabanzas que hacen de nosotros suelen ser raras y tan grotescas que suenan como injurias o como burlas».

 

En ese interés por lo pintoresco España desempeñó un papel de primera importancia al ser un foco de resistencia a la vulgaridad de la vida moderna; un lugar, en definitiva, de reacciones extrañas e imprevisibles. Curiosamente, y con el paso de los años, los lugareños aprendieron a satisfacer los gustos de los extranjeros; aunque en este contexto, los andaluces de cierto nivel cultural se sintiesen avergonzados ante la decadencia pintoresquista. De hecho, Alexandre Dumas llegó casi a exigir que se adaptaran a sus gustos y mostró repugnancia al ver a un grupo de bailaores compuesto por “auténticos gitanos” de pelo enredado, rostros morenos, trajes sucios y “pies enormes y mugrientos”, cuando lo que él esperaba eran “manos elegantes, pies delicados y una tez blanca o dorada”. El mensaje de fondo no era otro que el de tratar con salvajes adecentados para turistas civilizados. Para los puristas eso suponía la existencia, ya en la década de 1840, de una incómoda evidencia de erosión cultural. “Las mantillas están desapareciendo. !Qué pena¡, -se lamentaba Richard Ford en Cosas de España, de 1846-. La implacable marcha del pensamiento europeo está aplastando una florecilla silvestre”. Lo que él llamaba el “evangelio de Manchester” (la reverencia por las máquinas y fábricas que destruyen el espíritu humano) ganaba terreno, y el concepto de civilización se equiparaba a la afeminada politesse francesa.

 

No nos debe extrañar pues, que según fue avanzando la segunda mitad del siglo se dejase sentir el cambio en el gusto estético y el romanticismo empezase a dar señales de cansancio. El interés por el realismo se tradujo en la pintura de paisaje y en el papel predominante de la luz y del espacio frente al detalle pintoresco. Al mismo tiempo, los avances tecnológicos, especialmente en el ferrocarril, hicieron los viajes menos arriesgados y más accesibles a todos. Comenzó el turismo de masas y el pintoresquismo se empezó a perder. Finalmente, la estabilidad que proporcionó la Restauración de Alfonso XII tampoco ayudó a la perduración del mundo romántico que, poco a poco, se fue difuminando ante el progreso y la europeización del país.

 

En el panorama pictórico contra la imagen autosatisfecha y trivial de lo español surgirá una visión contrapuesta, que inspirándose en el Goya más crítico, cruel y expresionista, tratará de dar una imagen agria, a veces bordeando lo grotesco, del país. A partir de este momento serán varios los pintores españoles que propondrán una desmitificación del tópico españolista, ofreciendo una visión descarnada y a menudo pronunciadamente sombría de la que fue llamada España Negra. Zuloaga, Nonell y Regoyos son los más característicos representantes de esta tendencia, que había de recoger los ecos de la estética naturalista sumados, en el caso particular de estos tres nombres, a la incidencia de las nuevas corrientes de vanguardia. No obstante, paralela a su labor es la de un abundante número de artistas de muy diversa orientación que por la misma época retoman la temática española para readaptarla a las nuevas técnicas. Y así, en los primeros años del XX, encontramos un nacionalismo artístico que se manifiesta en un regionalismo sentimental, culturista y puede que, en algunos casos, movido por un cierto regeneracionismo.

 

De todo ello queda hoy el testimonio de estos artistas que miraron y vieron, con sus ojos, una España, a través del «sendero» que la condujo a la modernidad.

 

 

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