Tàpies (Barcelona, 1923 – Barcelona, 2012)
Por Ángel de Frutos.
Ayer, en una visita al Museo del Prado con un grupo de estudiantes franceses, les comentaba que, para poder estudiarla mejor, dividimos la Historia del Arte en períodos, movimientos o estilos. Les decía, sin embargo, que en ocasiones damos con un artista un tanto especial, fuera de lo común, que nos pone las cosas difíciles para enmarcar su obra dentro de uno de esos estilos, como si quisiera reírse de ese enfermizo afán clasificador. Les explicaba entonces los casos de El Bosco o El Greco, artistas en cuya obra encontramos reflejado un mundo interior muy especial.
Y al comenzar a escribir esta reseña, que pretende ser un homenaje a uno de los artistas españoles más relevantes del siglo XX español, me vinieron de nuevo a la mente esos nombres, junto con el de Antoni Tàpies.
Porque en la obra de Tàpies hablamos de un riquísimo mundo interior. De su profundo interés por la filosofía –oriental y occidental- y, a la vez, por la realidad cotidiana y cercana de su Barcelona natal, que le lleva a incluir en sus obras desde el pensamiento de Sartre hasta su famoso y polémico calcetín. El enorme abanico de referencias que hay entre uno y otro, sin olvidarnos del rol fundamental que juega el azar, enriquece un personalísimo imaginario poético presente en cada una de sus obras.
Sin duda, personal es también su plasticidad, alejándose de la idea de belleza en el arte para encontrarla, paradójicamente, en muros desconchados y materiales de desecho; acercándose así a la corriente informalista europea, pero también al arte povera, al expresionismo abstracto americano o a la pintura sígnica oriental. Y todo ello combinado con referentes a la tradición española -desde la pintura barroca hasta el grupo El Paso-, tomando de ella esos tonos terrosos y negros tan característicos en su producción; colores de los que él mismo decía que le gustaban por “serios y profundos”, porque lo unían a la tierra. Y, “en el fondo estamos hechos de tierra… y volvemos a ella”.