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La que nos espera (13)

Por Javier Lorenzo.

 

Me prometí a mí mismo que no pasaría de los 190 millones y lo cumplí. Al final el cuadro se lo llevó la familia real de Qatar –no me acostumbro a quitarle exotismo al país con esa burda “C”- por un pellizco más. Que les aproveche. Y aunque ya tenía un sitio escogido en la mansión para el Cézanne, no me duele. Le he dicho a Roger que ponga en su lugar el calendario de una charcutería, que al menos si te cansas de una foto tienes otras once para escoger.

 

¿Qué hace una persona con un cuadro que le ha costado una fortuna? ¿Lo guarda en una cámara fuerte? ¿Convoca a sus amistades para deleitarse con él como el que amenaza con invitarte a una sesión de fotos veraniegas? ¿Lo coloca, acaso, en un lugar secreto para solazarse durante horas interminables? ¿O quizás, una vez pasada la euforia de la puja y la demostración de poder, queda arrumbado en una sala al cuidado de especialistas, como quien entrega sus hijos a la “au-pair”? Quería experimentarlo de primera mano, pero no ha podido ser. Mala suerte. Otra vez será.

 

Es bueno saber que el dinero todavía acompaña a la cultura. Aunque sea la que crearon los muertos. O la que retocan hoy los muy vivos. En muchos aspectos, las cosas siguen como siempre: de cuando en cuando surge como de la nada una nueva figura del escenario o de las artes. No hay que alarmarse, o sí, porque suele ser incluso peor que el anterior. Una copia de otra copia de la versión que hizo un amigo de quien inventó el original. Pero copiar no es un crimen si el crimen resulta perfecto. Lamentablemente, en este asunto quedan pocos asesinatos por resolver.

 

Por el contrario, de manera mucho más esporádica, de cuando en cuando aparecen también los nombres de verdaderos artistas. Hombres y mujeres que poseen una capacidad innata para transmitir su interpretación del mundo, que nos despojan de nuestras lentes con montura de carey para brindarnos otra mirada que acaso no sea más limpia ni más noble ni más comprensible, pero que sin duda sí es distinta.

 

Hace años, mientras Roger me conducía por los laberintos de esa feriea llamada Arco, le ordené súbitamente que detuviera la silla, que tiene motor eléctrico pero no siempre lo hago funcionar. Algo había llamado mi atención. Era un cuadro de pequeño formato que apenas sobrepasaría –en término minihípicos- los treinta centímetros de alzada. Tampoco estaba bien situado, en aquella esquina a la derecha del panel, rodeado y casi hasta fagocitado por obras ambiciosas, chillonas y en su mayoría de enormes dimensiones. Sin embargo, algo en aquella pequeña pieza –por otra parte, discreta, con apenas unos trazos blancos, negros, quizá algún rojo, sobre un fondo de arena- se clavó con saña en una o varias de mis vísceras, no recuerdo en cuáles con exactitud. ¿Qué extraña fuerza surgía de aquella en apariencia sencilla composición? ¿Qué recuerdos o qué pesadillas despertaba? ¿Qué poderosa melodía oculta había resonado en mi interior ante su repentina y fortuita contemplación? ¿Por qué sentía la imperiosa necesidad de aproximarme a ella, casi de olfatearla?

 

Como es natural, hice lo que me pidió el instinto. Me bastó un gesto con el índice para que Roger me acercara hasta el cuadro, que tampoco disponía de una plaquita en la que se señalara el título o a su autor. Pero sobre el papel, en uno de los ángulos inferiores de la obra, un tanto desgarbada pero nítida, se veía la firma: Tàpies.

 

Sí, era su estilo, el de antes de los calcetines, que tampoco me disgustan. Y allí, contenido en el tamaño de un folio, vibraba su universo y se apelaba a la vida y al alma con el silencio de su voz irrepetible. De manera humilde y cristalina. Sin más aspavientos que el del talento. Mezclando arte y ser en uno. Y nivelando como pocas veces se da en nuestros tiempos fama y mérito, esfuerzo y recompensa. El resto de la visita lo hice emocionado, pero con un espíritu mucho más crítico y demoledor. No pude evitarlo.

 

 Oigo la puerta. Es Roger, que vuelve con el encargo.

 

– Creo que hemos tenido suerte, señor –me dice nada más llegar-. Me dieron a escoger entre uno que tenía a unas señoritas haciendo campaña en pro de la lactancia universal, o eso me pareció, y otro sobre castillos extremeños.

 

– Te quedarías con el primero, supongo.

 

– Lamento contradecirle, señor. Creí que las recias construcciones hispánicas serían más de su agrado.

 

– Así sería si no quisiera hacer mofa de una dinastía de corte medieval que está vinculada al Profeta.

 

– Discúlpeme el señor, pero no sólo se agarra usted unos berrinches tontos, sino que sus venganzas aún lo son más.

 

– Esfúmate Roger y déjame en paz que cada uno vive sus lutos como le da la gana. Y hoy, si no hago el inconoclasta, reviento. 

 

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