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Carcajada blanca para pena negra

(La maleta de los nervios)

Por Carmen Garrido

Dramaturgia y texto: Antonio Álamo

Reparto: Ana López Segovia, Alejandra López, Teresa Quintero

Lugar: Teatro Alfil

Fechas: Del 13 de enero al 26 de febrero. De miércoles a sábado, 22 horas. Domingo, 20.00 horas.

 

María de la O…

Qué desgraciaíta gitana tú eres queriéndolo tó…

Te quieres reír y hasta los ojitos los tienes moraos de tanto sufrir…

Mardito parné, mardito parné…

Es la crucecita que llevas a cuestas…

María de la O…

 

Yo he visto antes a estas tres mujeres. Puede que no tuvieran el mismo cuerpo, que no se armaran, cuando se levantan a las siete de la mañana, con el privado kalashnikov de la paciencia; que no se pintaran el alma con el maquillaje  Max Factor con sérum alisante, que quita el sentío para no padecer más de lo soportable por el cuerpo y los Lexatines, compañeros del alma, compañeros.

 

He visto antes a estas tres mujeres bravas, que ponen las dos mejillas para el sablazo marital y de la maldita crisis; que ofrecen las caderas a los partos triples y al arrullo de los chiquillos; que se tiñen el pelo con Farmatint y el corazón con alheña para que no les vean lo escocido que ya anda. Las he visto en Rabat, en Harlem, en La Plata, en Gentoftesø, en Pigalle y en el Taksim estambulí. Y, claro, los contornos de Marisa, Macareni y Milagri también son reconocibles aquí al ladito: en una calle de Lekeitio; en un bloque de estilo soviético (nuevo renacimiento urbanístico, tan de moda), en Finisterre; en el patio de vecinos de Cornellá; en una corrala de La Latina; en una azotea rodeada de huertas, pongamos de Beniel. Las mal llamadas Marías, que toman un nombre virginal para convertirse en mártires, son universales y gozan del “privilegio” de las “cristianas viejas”: ellas son pura raza de la expiación, ellas son las “mulas” que cargan con los problemas del “Hogar” (algo así como un pseudónimo del Purgatorio), las que fueron educadas para ser complacientes con el macho bravucón o con el marido apergaminado, que carece del sentido más necesario para ellas: el del oído. Pero estas Marías que se suben cada noche al escenario del Alfil, dirigidas por Antonio Álamo, viven en un lugar donde las penurias y miserias de la existencia cotidiana se vuelven exabrupto descarado, ironía explícita, verdad sin miramiento, chulería de la baja autoestima. La perfecta Marisa (Ana López Segovia), la irritable Milagri (Alejandra López) y la tremenda Macareni (Teresa Quintero) habitan las azoteas del barrio La Viña, Cádiz intramuros, o el centro de una comedia donde se muestra al espectador cómo es la vida a través de la carcajada, de la “gracia gaditana”, de la chirigota y la copla, el cante con sonsonete y con retranca y la fuerza enorme de tres actrices transfiguradas en unas amas de casa que se sirven de la risa, la verdad, la hondura y el esperpento para meternos en esa casa de al lado a la que nos cuesta mirar.

 

El Alfil es esa copia del Falla carnavalesco (vayan por delante todos mis respetos), donde se roen las verdades por medio del verso y el coro, donde políticos, periódicos y noticias son diseccionados porque no hay más remedio que torearlos mediante una forma de sabiduría ancestral: la de la sonrisa con penita negra, muy negra. Las Chirigóticas nos vuelven paraíso del templo del Carnaval. Pero estos espectadores del Paraíso madrileño no juzgan, no suben a nadie a la gloria o lo bajan a los infiernos del compositor esaborío e inentendible. Las Chirigóticas se plantan, como en aquella antigua puerta de la iglesia de San Felipe Neri, y dibujan el escudo filipense: un corazón (desbocado) y en medio de él la palabra “Paraíso”. Y que viva la Pepa, por decir algo en medio de un 2012 donde sobrevivir es cuestión de ingenio.

 

Ana López Segovia interpreta las obsesiones de esa “perfecta cuñada” que es Marisa, una mujer “de su casa”, que sobrevive al marido callado y ausente, marcándose un tango con la perfección: de siete de la mañana a tres de la tarde limpia y relimpia su casa, compra lo más fresco y más barato, se recorre Cai entero para el puchero con enjundia, da de comer a tres chiquillos, lleva al pequeño al parque, atiende a familia política y a la propia: todo con sonrisa y perfecto maquillaje. Marisa, que hace encaje de bolillos con la economía doméstica y alecciona a las vecinas, que detecta un mal olor desde la acera de enfrente, que corre y socorre a la amiga, que peca de buena gente. Marisa, que se rompe un día de tanta servidumbre y tanta testuz bajaíta, que se encierra en “su bata de guatiné” y se deja caer en ese amante fiel que es sofá, que se vuelve esclava (segunda parte de la historia de la sumisión) del Prozac y el Orfidal. López Segovia logra que todo un teatro se ponga en pie rompiéndose a carcajadas, que al espectador le entre esa risa que no se puede dejar, que se coreen sus letras pegadizas que destilan puro arte. Y logra que se quiera a Marisa, que casi se ruegue porque esa mujer guapa, deseable y pinturera se levante en armas contra la vida, contra su existencia milimetrada y contra una familia que no la ve ni la padece.

 

Ana López Segovia en un momento de la obra

 

 

Frente a la serenidad y la dulzura del personaje de Marisa, se alza la voz de Alejandra López en el papel de una mujer joven y temeraria, atrevida y bravísima, malhablada, furiosa y salvaje, enrritada por un casamiento prematuro, con una hija mayor que es el epicentro de su existencia (y sus desgracias). Milagri no acaba de creerse esa mala suerte de haber parido tras una mala noche de borrachera a una niña, Desiré, que hace tan difícil su nombre, indeseable, marimacho, desobediente y casi primitiva. Una niña por la que no tiene más remedio que cambiar su forma de pensar cuando la criatura, en un rapto de tierna honestidad, no quiere hacer la Primera Comunión con vestidito blanco sino con uniforme de marinerito. Los monólogos de López contra la hija arisca, llenos de exageraciones e imprecaciones y casi rayanos en el extremismo, son absolutamente delirantes. Con ellos consigue que el público entre en un continuum de carcajadas… Imposible quedarse quieto en la butaca. Las palmas se escapan solas. Porque lo que hace Milagri es, en realidad, esa terapia de choque, ese jarpío absolutamente necesario para sanarse, ese soltar a la cara del otro (aunque sea la propia hija) lo que uno piensa de él, sin arredrarse ni temer a las consecuencias. Claro que Milagri también busca, para paliar tanta pena por la juventud desperdiciada, su particular forma de sanación… Y es que esa mujer arrabalera cuya casa es un desorden (con sábanas de cuatro días en el balcón sin recoger…) guarda un lado sensual-sexual, afrancesado, retozón… Milagri es la Carla Bruni de La Viña…Y también busca a su Nicolás Sarkozy…

 

Y en medio de la tranquilidad hecha mujer en el caso de Marisa y de ese basilisco encantador que es Milagri, se alza el “Imperio Macareni”: la mujer que todo lo puede, que se busca la vida de cualquier forma, que se conoce Gibraltar y sus bajos fondos, que pide (uno de los clímax de la obra) una “paguita extra” a la exministra de Igualdad Bibiana Aído, que recomienda a las amigas “maquillarse y acicalarse” para superar las depresiones y los dramas… Aunque ella, como las demás, esconda uno tremendo y durísimo. Se agradece que Chirigóticas traten todos los temas sin pudor, con una honestidad brutal, sin ponerles adjetivos bonitos, sin eufemismos, con las llagas sin esparadrapo. Desde la depresión al machismo, a la incomprensión y el silencio, al abuso sexual y a la moral puritana y tediosa, escupiendo al “qué dirán”, a los “correveidiles”, a los cotilleos de las vecinas y a los titulares de sus vidas puestos en cada esquina. La maravillosa Teresa Quintero brinda algunos de los momentos más memorables de esta obra, haciéndose tótem femenino, hombro para las paduquitas negras (que cantaba Carlos Cano) de las comadres, a las que consuela, aconseja y afrenta, si es necesario, para decirles la verdad que no quieren ver. La misma que ella oculta en el tierno personaje de su hija Amparito (interpretada por Alejandra López), que padece un cierto retraso mental y que busca desesperadamente que esa madraza, que tanto sabe bracear la vida, la escuche y la proteja…

 

Hay algo en “La maleta de los nervios” parecido a una copa de manzanilla sanluqueña. Porque Cuando las voces (magníficas) de estas tres actrices se alzan al unísono para cantar sus penas y sus quehaceres o cuando Teresa y Alejandra hacen los coros a las desternillantes coplillas de Ana, se abre esa esencia generosa de la tierra gaditana, que se expande por la sala, renovando la mente de quien las escucha, acompasándose a su tempo, admirándolas, queriendo compartir una sobremesa con ellas y sus dichos. El color oro viejo de la manzanilla acompaña a las Chirigóticas y uno sale del teatro como habiendo bebido esa quintaesencia del buen vino, esa denominación de origen de la Plaza Mina. Uno sale con la sonrisa puesta, con el estribillo que la cabeza repite, con las ganas de volver a Cádiz y descansar en la freiduría de La Plaza de las Flores y tapear en El Veedor… Mientras el alma se ha quedado sobre las tablas, acompañando las angustias de esas mujeres universales que mañana, de nuevo, se levantarán a las siete a preparar los desayunos.

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