Por Rubén Sánchez Trigos.

 

No sé qué me produce más estupefacción: saber que James Cameron planea estrenar Titanic (1997)  amparado en “la nueva experiencia para el público” que supone convertirla en 3-D y en el centenario de la tragedia real que se celebra este 2012 o encontrarme en mi bandeja de correo una nota de prensa haciéndome saber que Fox ofrece un pase especial de la película el día de San Valentín en diferentes ciudades del mundo y que las entradas para el mismo ya se han agotado (¡). Dos cosas parecen claras: que el simpático caradura que es Cameron se ha vuelto más caradura y menos simpático con los años, y que mientras haya público –en el caso de Titanic (1997), mientras ellas sigan arrastrándolos a ellos a las salas– la Operación Reestreno seguirá siendo rentable.  

 
El director de esa obra maestra del copy and paste que es Avatar (2009) –vale, y también de esa pequeña joya de la ciencia ficción que es el primer Terminator (1984) – no está solo en su cruzada por venderle al público lo mismo una y otra vez mientras le convence de que está viviendo una nueva experiencia. George Lucas, que se dispone a reestrenar su saga galáctica en tres dimensiones –también la nueva trilogía, ojo- es, probablemente, el mentor de Cameron en el siempre lucrativo negocio de exprimir la ubre hasta el último dólar. Como en el caso del canadiense, Lucas seguirá colgando a Luke Skywalker boca abajo, a ver cuantas monedas le quedan en los bolsillos, mientras siga contando con el beneplácito de sus fans –esos que ladran en Internet por cada nuevo cambio a que se somete a su objeto de culto, pero son los primeros en pasa por taquilla o en comprar las nuevas ediciones en DVD a las primeras de cambio-; los mismos fans que no entienden que una cosa es participar del culto colectivo a una mitología ficticia, y otra bien distinta contribuir con su bolsillo a cada nueva ocurrencia del Moisés en cuestión.  
 

No quisiera ir tan lejos como Roger Ebert, quien no hace mucho sentenció que el cine como arte había llegado a su ocaso y que no confiaba demasiado en volver a ver una película interesante a partir de ahora. Con los críticos pasa como con los milenaristas: que creen que el tiempo que les ha tocado vivir es el último. Yo sí creo que el cine sigue y seguirá dándonos obras maestras, sea desde la sala 25 de Kinépolis o desde la pantalla de un ordenador en streaming –ahora mismo tenemos en cartelera Los descendientes (2011), una de esas películas a leer entre líneas-. Sin embargo, casos como el de Lucas o Cameron me reafirman en la idea de que estamos viviendo una era de fotocopias, donde ni siquiera el mal llamado cine popular pelea por nuevas ideas, porque los ejecutivos que han de darles luz verde han comprendido –y no nos engañemos, esto viene ocurriendo desde nuestros mitificados años ochenta- que siempre es más rentable la secuela, precuela, remake o revisión de lo viejo conocido que tirarse a la piscina de lo nuevo desconocido.  
 

Ya Walter Benjamin anticipó en su momento cómo a fuerza de reproducir un original –y una secuela o un reestreno en 3-D no deja de ser una reproducción por otros medios-, el aura de la obra primigenia, la singularidad que la convierte en lo que es, acaba diluyéndose, de la misma forma que una fotocopia tras otra acaba por clarear cada vez más hasta volverse indescifrable. Benjamin acudía al cine como ejemplo paradigmático de este proceso, pues en el cine ni siquiera hay original que valga -¿el actor, el escenario que la cámara registra?-. Cameron, Lucas y otros han llevado hasta sus últimas consecuencias los vaticinios del pensador berlinés. Simpáticos caraduras empeñados en seguir vistiendo a la mona de seda. Como padres y testaferros de la criatura están en su derecho de hacerlo, por otro lado. A mí lo que me inquieta, en cualquier caso, no es que siembren las pantallas de medio mundo con fotocopias cada vez más descoloridas de sus Greatest hits –por muchas tres dimensiones que quieran insuflarles-. Lo que me preocupa es la respuesta entusiasta de buena parte del público, muy acorde con nuestros tiempos. Tiempos marcados a fuego por los talent shows en la música, por ejemplo. Tiempos en los que la novedad es un retoque digital y el riesgo la palabra 3-D detrás del título.  

 

 

Rubén Sánchez Trigos es profesor e investigador en la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Rey Juan Carlos. Especializado en cine y literatura fantástica, en 2009 apareció su primera novela, Los huéspedes (Finalista Premio Drakul), un thriller de terror en un ambiente urbano.