Por Gonzalo Muñoz Barallobre.

 

 

Hace algún tiempo, en una película, escuché a uno de los protagonistas decir que su padre le había enseñado que un niño se hace adulto cuando comprende que él mismo va a morir, es decir, cuando la muerte deja de ser algo que le ocurre sólo a los otros. La verdad, me pareció una afirmación dura pero muy afinada.

 

Siempre, a pesar de que alguna vez los he utilizado para consolarme, he sentido lo mismo ante la respuesta de epicúreos y estoicos ante la muerte. De ella, dicen, y resumiendo un poco la cosa, que no debemos preocuparnos, primero, porque es algo inevitable y, segundo, porque cuando llegue nosotros dejaremos de ser, es decir, no la sentiremos. Pero en esta sabiduría hay algo que falla, algo de lo que no se da cuenta, porque si bien es cierto que la muerte no será sentida por nosotros, no ocurre lo mismo con su antesala, me refiero al sufrimiento previo que todos hemos conocido cuando alguien ha muerto después de una enfermedad o cuando alguien fallece al final de una decadencia tan triste como dolorosa, aquí hago referencia a la vejez. Y los hemos visto sufrir no sólo por los dolores físicos, sino también por el dolor que su partida va a dejar en sus seres queridos.

 

Así, hay dos “dimensiones” de la muerte que pasan desapercibidas en la meditación de epicúreos y estoicos, primero, su antesala y, segundo, que la muerte no sólo tiene que ver con quien muere, también marca a sus seres queridos, y lo hace con una herida incurable, con un vacío con el que tendremos que aprender a convivir.

 

 
Pero hay algo más. Tanto epicúreos como estoicos sitúan a la muerte como un lugar al que tenemos que llegar, algo así como un puerto de llegada o un punto final, pero olvidan algo que es intrínseco a ella y que, por lo menos es lo que yo creo, es lo que más nos perturba: la muerte como una permanente posibilidad. Es decir, lejos de estar al final de nuestra vida, algo así como un horizonte, está presente en cada segundo que vivimos. Sabemos, la experiencia nos lo ha mostrado, lo frágiles que somos, es decir, que en cualquier momento la muerte puede llegar. Así, no hay segundo en el que la posibilidad de morirnos no esté presente. No, la muerte no es un final hacia el que tendemos, es una posibilidad que nos acompaña a cada paso, y semejante presencia, por mucho que la tratemos de olvidar, nos marca de manera íntima.

 

Hace poco, releyendo a Séneca, su Cartas a Lucilio, he encontrado una sentencia que me parece magnífica y que alumbra algo que solemos olvidar al pensar la muerte: “Nuestro error es ver a la muerte delante de nosotros. En realidad está detrás y nuestra vida pasada le pertenece”. ¿Qué es lo que Séneca quiere decir?

 

Hemos hablado de la muerte como algo inevitable, como un lugar hacia el que tendemos (seres-para-la-muerte), también la hemos pensado como una permanente posibilidad que nos acompaña (seres-en-la-muerte), pero no hemos caído que ella, como bien señala Séneca, de alguna manera, ya ha ocurrido. Profundicemos en esto y señalemos que ninguna de las tres afirmaciones excluye a las otras, es más, se complementan. Pero, ¿qué significa que la muerte ya ha ocurrido? Significa que el tiempo que ya hemos vivido es un tiempo que no volverá, es decir, es un tiempo que ha muerto, en el sentido de que ya no está presente y no lo estará nunca, y esta idea, usada de una manera positiva, y no al servicio de una muda desesperación, nos invita a preguntarnos sobre el sentido que a ese tiempo perdido hemos dado, es decir, nos invita a que pensamos en que hemos invertido la vida que ya hemos vivido. Pero esta invitación sólo interesa si se hace desde la honestidad: no valen disculpas y excusas. Y si revisamos ese tiempo pasado, esa vida nuestra que ya ha muerto, nos daremos cuenta de cómo ha sido derrochado. Ahora bien, ese darse cuenta no debe ser el final del ejercicio que Séneca propone, ya que una vez conquistada la certeza deberemos dirigirla hacia el futuro, es decir, deberemos empezar a vivir dando al tiempo el verdadero valor que tiene.

 

La propuesta de Séneca no elimina a la muerte ni como horizonte ni como posibilidad, con todo el dolor y la decadencia que la pueden acompañar, pero nos entrega algo de suma importancia: la posibilidad de abrir los ojos y la urgencia de recuperar nuestra vida, ya que nos muestra que el tiempo es lo más valioso que tenemos, que éste se nos va y que debemos defenderlo de las personas y las obligaciones que nos lo roban, y es que sólo nosotros debemos decidir a qué o a quién se lo entregamos. Decisión de máxima importancia, ya que a través de ella podemos lograr una vida con la estemos conformes, es decir, una vida en la que el tiempo que hemos vivido haya sido verdaderamente nuestro.