Scaramouche
Por Fernando Marañón.
Anoche soñé que volvía a Manderley…
Anoche soñé que la comedia del arte dieciochesca, la literatura popular decimonónica y el cine comercial del siglo XX podían refugiarse tras una sola máscara y contarnos la historia de una venganza condenada al olvido. Una venganza elegante, a la francesa, de las que dirigían con un aplomo ya extinto los directores de Hollywood expertos en el musical, para actores británicos de vocalización impecable y ágil florete.
Stewart Granger interpretaba a André Moreau, el hijo natural de un noble no identificado del Ancien régime, y disfrutaba sin vacilaciones de una renta secreta, un amigo leal y unos amores sobreactuados por una actriz a la caza permanente de protector. El despreocupado Moreau se dedicaba, en fin, a eso que los alemanes llaman “vivir como Dios en Francia”. La revolución aún no había cortado cabezas, aunque las cabezas principales del país querían cambiarlo a través de la agitación o mantenerlo eternamente anclado al “todo para nosotros, pero sin el pueblo”. Asuntos que nada importarían a un vividor como Moreau hasta que corre la sangre de los que aprecia.
En realidad, André no quisiera pertenecer a ninguna causa, ni cuando su amigo y casi hermano Felipe de Valmorín escribe sobre la libertad, la igualdad y la fraternidad, ni cuando un apuesto marqués parece encubrirles en su fuga ante los hombres del rey. Esa fuga curiosamente truncada por la farsa de los únicos personajes interesados en defender sus convicciones sobre Francia: Felipe, oculto bajo la firma del idealista Marcus Brutus, y el marqués, que finge aprecio hacia el joven antes de agraviarle para que se batan en duelo. Porque -ladino como suelen ser los aristócratas con peluca-, el marqués de Maynes tiene una ventaja sobre él que lo convierte en mortífero: contar con la certeza de que los redactores de libelos no saben esgrima. Su duelo con Felipe es, por tanto, otra farsa que atraviesa de acero el corazón de Valmorín y le enseña a su amigo Moreau una lección imposible de olvidar.
Al calor de aquel odio nuevo, André abandonará por fin la sinceridad del disoluto para convertirse en el mejor de los farsantes, en pos de su venganza, embarcándose en la compañía de su amante actriz y asumiendo en ella el papel de galán bufo y enmascarado, de nombre Scaramouche.
Con Scaramouche actuando en los teatros y Moreau aprendiendo a batirse en salas de armas y amaneceres brumosos, el cine de aventuras se despliega en toda su grandeza, avanzando con soltura y no poco humor entre rencores obsesivos, misteriosas genealogías y novelescos amores. Cualquiera que haya sido niño ante esta película se sintió capaz de triunfar en París como paladín revolucionario y comediante, deseó convivir con (y satisfacer a) una artista incendiaria como Leonor, enamorándose al tiempo de la joven y pura Alina de Gavrillac; quiso aprender esgrima con el maestro del enemigo, perfeccionar las estocadas con el maestro del maestro y batirse con el marqués a vida o muerte, sin tregua y sin máscara.
La mejor película de George Sidney nos regala el mejor duelo a espada con el que se pueda soñar. Esperado pero imprevisto, brioso y colorista, acrobático, sin elipsis, teatral. Dicen que Richard Burton se batía cada noche en su Hamlet de Broadway con una fogosidad y un denuedo que trascendían el dopaje galés a base de whisky. Pero Mel Ferrer y Stewart Granger, dos galanes tirando a petimetres, batiéndose por todo el Ambigú durante casi siete minutos y más de cien planos, no pueden superarse ni con Shakespeare. Ni siquiera la prodigiosa banda sonora de Víctor Young interviene en el duelo –nada como un director de musicales para saber cuándo está de más la música-. Sólo suena el revuelo de los asistentes y el tintineo cantarín y sombrío de las espadas, el desagarro de las telas que tapizan el teatro, el golpear seco y hondo de los sacos terreros que caen sobre el escenario con cada cuerda cortada por los duelistas, la respiración repentinamente detenida de todo el público cuando Moreau agota por fin a de Maynes y coloca la punta de su acero sobre el corazón del empelucado marqués.
De cómo y porqué la venganza no se consuma o la amistad entre dos bellezas es posible o Napoleón rubrica la farsa, no quiero apuntar nada aquí. Son cabos sueltos que cada uno puede atar sin ayuda, volviendo a sumergirse en la comedia del arte, en la literatura popular, en el cine de los tiempos de Manderley.
Ese componente brioso y colorista que comentas es interesante.
Suena a tópico, pero ya no se hace cine así.
Ahora la gente se toma más en serio o, por el contrario, decididamente
a coña, sin punto medio. Y descartando ese elemento teatral, pictórico
y acrobático que caracteriza ese cine (y sin elipsis chungas, como dices).
Tiene un componente naif que, hoy día, según parece, sería
rechazado por mucha gente.
Pienso en películas del género musical, también, que guardan relación
con este “Scaramouche”. Por ejemplo, “Brigadoon”. Es casi imposible
que un espectador contemporáneo (sobre todo, joven) “conecte”, como
se dice ahora, con tales aspectos coloristas, entusiastas, ingenuos.
El cine en que vivimos.