Aristóteles y Alejandro: una amistad peripatética
Por Óscar Sánchez.
Un amigo es un alma que habita en dos cuerpos
Aristóteles, según Diógenes Laercio.
Ambos se criaron en Pela, la capital del reino macedonio situado al norte de la antigua Grecia que formaba parte del hinterland griego pero que era considerado casi bárbaro por el resto de las poleis helenas. Aristóteles, en realidad, había nacido en Estagira, y ese fue el precio que pidió a Filipo II cuando éste solicitó sus servicios para instruir a su hijo Alejandro: reconstruir su ciudad natal destruida por la guerra y permiso para imponer sobre ella nuevas leyes. Alejandro tenía quince años, y su formación con el filósofo duró poco tiempo, ya que pronto el rey fue asesinado y el príncipe adolescente se hizo con las riendas del imperio que había construido aquel. Tiene gracia: Atenas se rebeló pensando que ese niño era incapaz de estar a la altura de su padre y sin embargo reconquistó toda Grecia en dos patadas.
Oliver Stone hace aleccionar a Alejandro por parte de un severo Aristóteles sobre la superioridad racial y civilizatoria de los griegos sobre los persas, y seguramente sea exacto. El caso es que en apenas cuatro años de triunfos ininterrumpidos (victorias de Gránico, Isso y Gaugamela), el inmenso imperio persa cambió de manos. Después, Alejandro se dedicó a ampliar sus conquistas por la zona oriental, culminando con la derrota del rey indio Poros. Hasta su muerte en 323 a.C., Alejandro se esforzó por poner las bases de un nuevo orden mundial en el que trató de integrar a pueblos tan diversos e ignotos en lengua, cultura y religión bajo la égida común de Grecia. En gran parte de esa proeza sin precedentes fue acompañado por Calístenes Olinto, sobrino de Aristóteles, a quién dio una fea muerte que, según dicen, fue la causa definitiva de su ruptura con el viejo maestro. No obstante, la educación que Alejandro recibió esos años de mocedad del filósofo Aristóteles es todavía objeto de controversia. Hay quien piensa, por un lado, que Alejandro lo habría aprendido todo de Aristóteles, y hay quien piensa, por el contrario, que apenas se habrían entendido, puesto que la teoría política de Aristóteles sigue teniendo como objeto último de su reflexión la ciudad-estado, mientras que Alejandro parecía tener en su cabeza la imagen de la monarquía universal, es decir, de un imperio global. Pero los datos históricos cantan: según parece, Aristóteles hizo que se copiara para la enseñanza de Alejandro una versión de la Ilíada que él personalmente comentó que el muchacho llevaba consigo a todas partes; cuando Alejandro comenzó sus belicosas aventuras por Asia siempre enviaba a Aristóteles toda clase de muestras de cosas raras que se iba encontrando para sus colecciones del Liceo ateniense: bichos, plantas, reliquias, textos, etc…; y, además, Aristóteles en aquel periodo no sólo fue preceptor de Alejandro, sino que también recibió el rango de ministro, durante el cual confeccionó los archivos de Delfos y de la lista de vencedores de Olimpia, dos motivos panhelénicos (es decir, representativos de las señas de identidad de toda la helenidad), por todo lo cual se le erigió una columna a través de un decreto honorífico.
Todo ello, en fin, nos hace creer en la simpatía que se profesaron mutuamente Aristóteles y Alejandro, y también en que entre ellos quizá se desarrollaron ideas no apegadas a los límites estrechos de la ciudad-estado. Debemos, pues, conciliar lo que parece contradictorio: la panhelenidad de Alejandro organizada conforme a la polis aristotélica ¿Cómo hacerlo? Pues intentando pensar en el marco de una confederación de ciudades que, manteniendo el ideal de que sólo se es feliz en comunidades pequeñas y sólo en ellas es posible llevar a cabo el ideal de una democracia moderada, ello no está en contradicción con una ampliación inmensa de ese mismo concepto mediante sucesivas fundaciones de nuevas poleis que se rigirían bajo la comunidad que produce ese lazo político-cultural propuesto por Alejandro. Y, en efecto, Alejandro no sometió estrictamente a nadie: fundó, en cambio, muchas ciudades llamadas “Alejandrías” (¡hasta 56 ó 57!), conforme a una concepción de imperio que poco tiene que ver con la romana, sino más bien con la hipotéticamente aristotélica de una confederación de poleis relativamente autónomas. Sea como fuere, el propio Aristóteles pudo seguir todo el proceso, pues murió un año después que su pupilo, de modo que tuvo durante ese estrecho margen de tiempo ante su vista tanto el final irreversible de los ideales del clasicidad cívica ateniense como el tremendo ensanchamiento del perímetro abierto para el futuro de la cultura griega.
¿Tuvieron, entonces, Aristóteles y Alejandro lo que el primero llamaba una amistad? Quién podría decirlo. Lo que parece innegable es que Aristóteles tuvo mejor relación con los reyes –también con el malogrado Hermias– que su maestro Platón y todos los filósofos posteriores, incluido Voltaire, en mi opinión porque el primero les exigía dura virtud, mientras que el segundo sólo les pedía (la) excelencia.