CríticasPoesía

Árboles con tronco pintado de blanco

ÁRBOLES CON TRONCO PINTADO DE BLANCO

                                             

Juan Antonio Bernier

 

Editorial Pre-Textos, 2011.

 

Por Jorge Díaz Martínez

 

Que a día de hoy un poeta consciente se atreva a encabezar un poemario con una cita de Lorca puede resultar extraño, la herencia del poeta granadino se encuentra tan explotada que a veces es difícil distinguir algunas de sus atribuciones más notables de entre el conjunto de tópicos empañan su figura. Sin embargo, a la poesía de Juan Antonio Bernier le gusta precisamente eso, apuntar a lo escondido u olvidado; en este caso, un modo de simbolismo sutil, pagano y culto que, siendo una de las características que la poesía lorquiana había asimilado de las estéticas francesas de finales del XIX, en parte a través del Modernismo, viene a conectar muy bien, curiosamente, con una de las principales líneas de evolución de la llamada Poesía de la experiencia. Una línea que, como ha puesto de manifiesto Luis Muñoz, refiriéndose a su propia poética, cuya influencia no es necesario mencionar, vuelve a esas mismas raíces simbolistas como fuente de inspiración y renovación.

 

Así pues, podemos estar hablando de Neosimbolismo. Y aunque éste se refiera solo a un aspecto parcial de las poéticas de un grupo señalado de autores, es posible definir sus diferencias respecto al primero, siguiendo de nuevo a Luis Muñoz, como la ausencia de la pretensión universalista o del misticismo mágico de las correspondencias, que pasarían a entenderse como meros juegos lingüísticos o conceptuales. Lo cual, simplificando bastante, sería la consecuencia lógica de pasar la poética simbolista por el filtro estructuralista de la lingüística de Saussure, determinante en la evolución de las  humanidades durante todo el siglo XX. El asunto, quizá, adquiera otros matices en el caso de Bernier, para quien la preocupación estética y la existencial (de alguna manera, también espiritual) corren parejas y acaban, inevitablemente, impactando su poética. De estos interrogantes irresolutos deja constancia en algunos apuntes como “No creo en Dios,/ pero el poema/ vuela hacia Dios.” en la antología Deshabitados. Por lo tanto, no es extraño que la indagación sobre el sentido, presente ya en su anterior poemario, sea uno de los aspectos centrales de Árboles con tronco pintado de blanco, especialmente en los poemas The life pursuit o Young adults against suicide; aunque dicha inquietud atraviesa cada uno de sus versos o, mejor dicho, cada uno de sus versos parte de esa inquietud.

 

Otro tópico ampliamente extendido asegura que hay poetas, como Lorca, cuyo carácter resulta tan personal que no es posible imitarlos, o aprehenderlos, salvo a costa de ahogar la propia voz. Para refutarlo, Juan Antonio Bernier ha ensayado algunas reactualizaciones, introducidas casi imperceptiblemente en su repertorio. Así, cerca de un siglo después, encontramos la siguiente cancioncilla, una letra donde la influencia lorquiana llega a pasar tan fácilmente desapercibida que, una vez descubierta, dudamos si procede de un cálculo artesanal o de una lógica coincidencia.

 

 

FUTURO DEL AIRE

 

 

Danza de la montaña con el prado.

 

(Recordar que mi cuerpo

y el mundo

son asimétricos)

 

Danza de la montaña con mi cuerpo.

 

 

Si hemos comenzado por la cita que abre el libro, estas últimas consideraciones nos llevan a la dedicatoria que lo cierra, un guiño enmascarado que no hace sino incidir en la naturaleza dialógica de una escritura en la que se inscribe también la necesidad de redondear la percepción fragmentada que los versos ofrecen. La apelación al lector, la preocupación por el lector, tan prioritaria para la poesía castellana actual, sobre todo a partir de la defensa que los poetas de La otra sentimentalidad primero y la Poesía de la experiencia después realizaran en su favor durante los ochenta, es esgrimida todavía en diversos textos programáticos, como el manifiesto que abre la reciente antología Poesía ante la incertidumbre. Sin embargo, el planteamiento parece ser algo más bíblico en la poética de Bernier, quien espera, aunque no exige, del lector una respuesta por alusiones constantes, más o menos escondidas, a la tradición literaria o filosófica, y una sensibilidad menos complaciente, apta para el disfrute de un discurso basado en la destilación de los procedimientos figurativos hasta rozar el abstracto. La aparente ligereza de sus composiciones solo llega a completarse en la mirada atenta de un receptor capaz de subrayar la profunda entropía de esas puntas de iceberg a las que podríamos comparar sus poemas.

 

Dicha elección, por supuesto, implica exponerse a las críticas de quienes no descubren en la página nada más que lo impreso, actitud similar a la de aquel que delante de un Mondrian solo ve rayas. No obstante, y simultáneamente, los poemas de Bernier ostentan una cualidad intrínseca, una matemática bella que los hace también una lectura válida en sí misma, una cualidad que apunta hacia la serenidad y la conciencia.

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