La que nos espera (12)
Por Javier Lorenzo.
– Roger, tráeme la gorra.
– ¿Cuál, señor?
– ¿Cuál va a ser, mentecato? ¡La de capitán de corbeta!
– Discúlpeme el señor, pero bien podría ser la de cuadros que utiliza en sus cacerías, la de “tweed” para los “picnics”, la de béisbol para sus viajes a los Estados Unidos, la que usa cuando se convierte en anónimo farero, la del afanoso ferroviario en medio de las maquetas e incluso la de lana para cuando acude al cortijo o al casal. Tiene usted muchos tocados para cubrir esa privilegiada cabeza.
– No me pelotees, pérfido, y haz lo que te pido. ¿No me has oído bufar toda la semana? ¿No has visto cómo me mesaba los cabellos? ¿No has percibido mi angustia y mi desolación, mi desilusión más absoluta? Creí que te darías cuenta de esos detalles, Roger, pero ya veo que no; a ti tampoco te importa nadie más que tú mismo.
– Si fuera así, señor, esta mañana no le hubiera hecho la pedicura.
– ¡No me discutas, sajón del demonio! El mundo se desintegra, Roger. Se desintegra, y todos colaboramos en ello.
– Pero a ver, ¿qué es lo que le ocurre al señor? ¿No le sentó bien el pudding de calabaza que le preparé ayer?
– Cómo voy a ponerme así por una minucia, Roger. No me seas. Pero veo que todo se desmorona, que navegamos sin rumbo, que ya no hay clavo al que aferrarse. ¿Me vas a traer la gorra de una puñetera vez?
– Ahora se la traigo, señor, pero antes dígame: ¿tiene esto algo que ver con algún hecho tan reciente como luctuoso?
– Lo sabes perfectamente, hijo dela Gran Bretaña.Sólo quieres darme cuerda. Pero te contestaré. Porque uno crece con ciertas convicciones, con determinadas seguridades que le permiten confiar -al menos un ápice- en el mundo que le ha tocado vivir. Y una de esas seguridades, una que jamás me hubiera atrevido a poner en duda, es aquella de que el capitán es el último que abandona el barco.
– Y tras conocer las circunstancias en el hundimiento del crucero italiano le ha dado el ataque al señor.
– Así es, Roger. Podía esperar cualquier cosa de los políticos, de los sacerdotes, de los pilotos o de los médicos, pero nunca pensé que me defraudaría un capitán de barco.
– ¿Ni siquiera el de “Vacaciones en el mar”?
– Ni siquiera, aunque mira que te vas lejos. En cualquier caso, para mí un capitán de barco era la esencia del deber, el ejemplo del máximo sacrificio, el icono sobre el que reposaba la idea de que aún quedaban personas que libre, generosa y también orgullosa y gallardamente anteponían el interés de los demás al suyo propio. Conocías a alguien así y te entraban ganas de chocar con un iceberg. Pero no, Roger. Eso ya se acabó. Ya no quedan héroes y a partir de este hundimiento los capitanes de barco no son más que pobres y humildes mortales, trabajadores por cuenta ajena que en caso de apuro se encogen de hombros y sólo piensan en salvar el pellejo.
– Tal vez los tenía usted muy idealizados, señor.
– ¿Y a quién iba a idealizar, si no, pedazo de hereje? ¿A un registrador de la propiedad, al dependiente de un sex-shop?
– No es necesario exagerar, señor. Además, estoy seguro de que la mayoría de ellos mantiene esa sagrada norma.
– Pobre consuelo es ése. Si ya no puedes confiar ni en un capitán de barco, ¿dónde vas a hallar nobleza y altruismo? ¿Cuántos de nosotros cumplimos con esos requisitos? Y sigues sin traerme la gorra, felón.
– Ahora mismo, señor. Pero piense por un segundo en que hay muchas personas que llevan su empeño hasta más allá de lo lógico y normal.
– ¿Y a qué viene ahora hablarme del Tribunal Supremo, Roger? No creo que sea el mismo caso, ¡vive Dios!
– No me ha entendido el señor. Me refiero a cuantos luchan de verdad –con abnegación y sin esperar recompensa- para que el mundo sea un poco mejor cada día. Da igual cuál sea su profesión.
– Concedo que alguno surge de vez en cuando, Roger. Algún misionero en Ruanda o enla India, algún militar en Afganistán quizá…
– No creo que haya que irse tan lejos, señor. Hay ejemplos de entrega y devoción sin límites mucho más cercanos. Pero hay que saber verlos.
– ¡Ay, ay, ay, que te veo venir! No me digas que te quieres colgar una medalla, malandrín.
– Pues un poco sí, señor. Lo admito. Pero es que me lo merezco. Como tantos otros.
– O sea, me estás diciendo que tú nunca serás una de esas ratas que son las primeras en abandonar el barco.
– Pues más o menos, señor, pero siga usted poniéndome a prueba y tensando la cuerda que el día menos pensado lo convierto en náufrago y le abandono a la deriva.
– ¡No serás capaz!
– Estoy en un tris, señor. Y ahora, si me lo permite, voy a por su dichosa gorra.
– Porque me queda fetén, que si no ni te la pedía… Roger. De verdad. Palabrita del Niño Jesús.