El ojo del fotógrafo
La historia comienza cuando Didier Lefèvre se marcha de su ciudad natal, París, para realizar su primera gran misión fotográfica situada en la profundidad de Afganistán. Una vez allí deberá acompañar a un grupo de Médicos Sin Fronteras durante sus tareas humanitarias, mientras la tensión entre los soviéticos y los mujahidin, personas que hacen la yihad o guerra santa, va en constante aumento. El Fotógrafo podría ser una obra autobiográfica como tantas otras, sino fuera porque a lo largo de todo el cómic se intercalan, de manera constante, los dibujos de Guilbert con las fotografías que el propio Lefèvre hizo durante su reportaje en tierras afganas y pakistaníes. El protagonista no tiene ningún tipo de tapujo, ni mucho menos tremendismo, a la hora de mostrar una operación quirúrgica, un pie de un niño completamente chamuscado o la mandíbula de un adolescente, reventada por fuego de metralla. Sin embargo, Lefèvre no sólo se interesa por el aspecto más sórdido que asola a la población afgana, esto hubiera sido lo fácil, sino que capta otros puramente estéticos o contemplativos; un paisaje desértico y tranquilo que se extiende ante él durante sus interminables caminatas, la trashumancia de los pastores con sus ovejas y su devenir por las montañas o los curiosos y límpidos rostros de las gentes que habitan en remotas poblaciones.
Al contrario de lo que sucede con otras obras de carácter similar, me refiero a aquellos cómics de Guy Delisle, Joe Sacco o Li Kunwu, que se adentran en las tensiones sociopolíticas y nacionalistas de sus respectivos países, en esta historia el componente fotográfico que se despliega ante nuestros ojos es el verdadero fundamento narrativo, el elemento a través del cual gira, por extensión, toda la trama. Aunque en el cómic la fotografía se encargue casi exclusivamente de realizar una descripción del espacio, ya sea paisajística, o de aquellos seres que lo pueblan, corporal o gestual, es su aparición la que logra transmitir el flujo incesante de sensaciones y sentimientos en el lector.
El dibujo de Guilbert, de ligero aspecto tintiniano, logra ilustrar las relaciones que se establecen entre el grupo de profesionales de MSF y la población afgana. Al contrario de lo que ocurría con el aspecto fotográfico, el dibujo se configura como el engranaje que hace funcionar la acción, el componente operativo. Uno de los aspectos más interesantes que desvelan las conversaciones entre los miembros de la ONG, plasmadas mediante dibujos, es el desconocimiento que se tiene en Occidente sobre las costumbres existentes en Oriente Próximo. La ignorancia que se tiene en el mundo desarrollado sobre otras culturas se pone de manifiesto en los diálogos de El Fotógrafo. Pero más allá de todo esto y como apuntaba anteriormente, es a través del kinoglaz de Lefèvre a partir del cual se va desmembrando el verdadero dramatismo de la historia. Es lo que plasma el ojo de la cámara lo que se articula como imprescindible, ese aspecto quizás representativo, quizás antropológico. Lo que en correspondencia equivale a la vida real.
“He visto a tantos vivir tan mal y a otros morir tan bien”, como bien diría Godard en su cortometraje. Sigamos tanto su doctrina como la de Lefèvre, aquélla que no tiene ningún reparo en mostrar lo que es tal como es, sin ataduras, sin atisbos, sin neblina. Aunque la imagen gima y aúlle de dolor, ¿no es eso lo que busca, al fin y al cabo, un artista?