Reescribiendo el 11-S: Safran Foer vs. DeLillo
Por Rebeca García Nieto
Theodor Adorno afirmó que escribir poesía después de Auschwitz era un acto de barbarie; Norman Mailer, que era necesario escribir sobre el 11-S, pero que habría que esperar al menos diez años. La mayor parte de escritores neoyorquinos, como Paul Auster, Siri Hustvedt, Zadie Smith o Joyce Carol Oates, coincidieron con Mailer: no había palabras para narrar lo ocurrido, y probablemente tardarían décadas en encontrarlas. Nuevamente, al igual que sucedió tras el Holocausto, los escritores se toparon con los límites del lenguaje. Por supuesto, no es mi intención comparar el atentado contra las Torres Gemelas con el genocidio del pueblo judío, ni con ninguna otra tragedia, sino reflexionar sobre la posibilidad de su representación artística.
Una de las principales dificultades a la hora de narrar el 11-S estriba en su fuerte carácter visual. A fuerza de repetir las mismas escenas una y otra vez, el 11-S se nos metió en los ojos. Pese a este predominio de la imagen, los neoyorquinos esperaban que sus novelistas escribieran sobre ello. En septiembre de 2001, el New York Times se puso en contacto con varios novelistas para que reflexionaran sobre los atentados del World Trade Center. La mayor parte de estas historias, recogidas en la colección 110 Stories: New York Writes after September 11, contaban las experiencias subjetivas de los novelistas, cómo vivieron aquel fatídico día, dónde estaban sus seres queridos, etcétera. Curiosamente, a pesar de que la necesidad de inventar otras realidades era más apremiante que nunca, muy pocos novelistas se atrevieron a escribir ficción.
Entre los pocos que lo intentaron, desoyendo la advertencia de Norman Mailer, destacan Jonathan Safran Foer, con Extremely Loud & Incredibly Close (2005), John Updike, con Terrorist (2006), y Don DeLillo, con Falling man (2007). Cabe señalar que estos dos últimos fueron doblemente valientes, ya que se atrevieron a incluir en su novela el punto de vista de los terroristas. No tan bien parado salió Safran Foer, cuya novela, al igual que sucede ahora con su adaptación al cine, recibió una lluvia de críticas.
En Extremely Loud & Incredibly Close, un niño de 9 años, Oskar, emprende una peculiar investigación para descubrir el secreto de la muerte de su padre, víctima del atentado del WTC. El problema de Oskar es que no puede dejar de inventar esa muerte: “Siempre estoy inventando (…) Quiero dejar de inventar. Si supiera cómo murió, exactamente cómo murió, no tendría que inventarlo muriendo dentro de un ascensor atascado entre dos pisos (…) Y no tendría que imaginarlo arrastrándose hasta salir del edificio o intentando utilizar un mantel como paracaídas, como hicieron algunas de las personas que estaban en el Windows of the World. Hay muchas formas de morir, y simplemente necesito saber cuál fue la suya”. Al final de la novela Oskar da con la solución: deconstruye The falling man, la famosa foto del hombre cayendo desde los rascacielos tomada por Richard Drew, y ordena la secuencia de imágenes al revés, de manera que el hombre “cae” hacia arriba, hasta llegar a lo alto del rascacielos. De esa forma Oskar logra devolver la integridad física al hombre que cae, y, por extensión, a su propio padre.
El problema de Extremely Loud & Incredibly Close es precisamente su protagonista: Oskar es un remix de otros personajes literarios (Oskar Matzerah de Grass, Holden Caulfield de Salinger y Moses Herzog de Saul Bellow). Por si esto fuera poco, Safran Foer quiso que Oskar fuera además uno de esos niños especiales cuyo conocimiento enciclopédico contrasta con sus enormes limitaciones emocionales. Se puede especular con la posibilidad de que Oskar tenga Asperger, un trastorno del espectro autista. Tal vez la intención del autor fuese mostrar que, ante un acontecimiento de tal calibre, todos somos un poco disminuidos emocionales, por muy inteligentes que seamos. En cualquier caso, se trata de una intención apenas esbozada, que es lógico que se le escape a la mayor parte de los lectores, y más aún a los que se enfrentan a la historia sentados en una butaca de cine (sobre todo después de aguantar durante dos horas los interminables monólogos del chaval).
Pero quizá la crítica más severa que se le ha hecho a la novela de Foer tiene que ver con su final, con el hombre que “cae” hacia arriba. A algunos críticos les ha parecido un truco fácil e infantil; a otros les ha dado la impresión de que Safran Foer estaba jugando con los sentimientos de los americanos. ¿Por qué resulta tan controvertido algo tan inocente en apariencia? ¿Por qué a los aficionados a los happy endings por excelencia no les gustó este final “feliz”? Seguramente el problema es que Foer invirtió una imagen sagrada para los americanos. La imagen del hombre que cae de las Torres Gemelas se ha convertido en un icono, y cualquier intento de convertir esa escena en algo bonito desde el punto de vista estético es susceptible no sólo de herir la sensibilidad de las víctimas, sino también de ser considerado un sacrilegio.
Don DeLillo reflexionó sobre la dificultad de convertir esta tragedia en arte en su ensayo In the ruins of the future, publicado en Harpers. Curiosamente, cuando abordó el tema en la ficción lo hizo dando una vuelta de tuerca a la imagen del hombre que cae. En Falling man un artista de performance recrea las escenas de las víctimas cayendo desde las ventanas del World Trade Center. En sus actuaciones, el Hombre que Cae aparece suspendido en lo alto de un rascacielos, vestido de ejecutivo y agitando los brazos de la misma forma que las personas que pedían ayuda desde lo alto de las torres. Los neoyorquinos que presencian su actuación lo abuchean. DeLillo muestra así que es consciente de que el Hombre que Cae “arrastra un miedo colectivo” y es peligroso tratar de convertir a las víctimas en una obra de arte.
En su ensayo, DeLillo señala también la necesidad de crear “contranarrativas” que contrarresten el terror que esas imágenes despiertan todavía en los telespectadores. Cada uno a su manera, todos los personajes de Falling Man tratan de reescribir lo sucedido. Así, los pacientes del grupo de Alzheimer escriben sobre los aviones, sobre las personas que conocían y murieron en las torres, sobre Dios… Sin embargo, no escribieron ni una sola palabra sobre los terroristas. Tal vez tenga que pasar mucho tiempo para que los neoyorquinos de a pie sean capaces de hacerlo… Tal vez Mailer tuviera razón y tengan que pasar muchos años para que alguien escriba una novela que ofrezca algún consuelo o dé algún sentido a lo sucedido… Si es que eso es posible, cosa que dudo. Han pasado muchos más años desde el Holocausto y el debate permanece abierto: ¿Qué libro explica mejor los horrores nazis: Si esto es un hombre, de Primo Levi, o las memorias de Rudolph Hoess, comandante en Auschwitz? Por mucho tiempo que pase, escribir sobre lo ocurrido en el World Trade Center, o sobre Buchenwald o Hiroshima, supone, en cierto modo, profanar un sitio sagrado. Para reescribir de verdad el 11-S no hay que utilizar tinta, sino huesos y cenizas. Y, como es sabido, los huesos y las cenizas despertarán siempre los miedos más profundos entre los hombres.
¿»De este calibre»? ¿Hiroshima? ¿Buchenwald? Aunque no quieras, es inevitable comparar. Parece que los norteamericanos mascan cicle en el limbo si de verdad piensan que aquella fue la madre de todas las tragedias. Ellos pueden hacer todas las crudas películas acerca de las barbaridades históricas ajenas que les salgan de ahí, pero no sufrir una ligerita acerca de su querida ciudad, centro financiero mundial. Qué sensibles. Truman ordenó lanzar dos artefactos atómicos: eso sí que fue una auténtica imagen para la inmortalidad. Sobre ese icono -el hongo-, aún no hemos visto película alguna y leído más bien poco. Por no hablar de otras cosas más clandestinas, menos aparatosas…
Óscar, sobre Hiroshima también se ha escrito, y muy bien, por cierto. Me vienen a la cabeza los «Apuntes de Hiroshima», de Kenzaburo Oé; «Lluvia negra» de Masuji Ibuse, «Flores de verano», de Tamiki Hara; «Ciudad de cadáveres» de Ota Yoko o «Hiroshima» de Makoto Oda. Sí, todos ellos son japoneses. Ahora mismo no sé de ningún americano que escribiera sobre el dolor que causaron ellos. Desgraciadamente creo que es cierto eso de que «a cada uno le duele lo suyo».