Mujeres enamoradas

Por Luis Muñoz Díez. 

 

Era insufrible esta posesión en manos de la mujer. Siempre el hombre ha de considerarse como un fragmento desprendido de la mujer, y el sexo seguía siendo la cicatriz dolorida de la laceración. El hombre ha de adherirse a la mujer antes de adquirir un verdadero lugar o integridad

 

                                                  Rupert Birkin en Mujeres enamoradas de D.H. Lawrence.

 

 

 

Del director Ken Russel de quien el mismo Stanley Kubrick reconocía ascendencia. Arrasó en taquilla en Europa y América, pero posiblemente hoy de Women in Love (1969) sólo se recuerde que  Glenda Jackson ganó un Óscar y que rompió el tabú en el cine sobre el desnudo frontal masculino. Alan Bates y Oliver Red protagonizaron una escena sin precedente en el cine comercial luchando desnudos a la luz de una chimenea en recreación de una disciplina de lucha japonés: jiu-jitsu. Una escena que a nadie dejó indiferente por la fuerza estética de la lucha y por un innegable componente erótico, pero la película es un caja de Pandora donde se plantean las dudas y se cuestionan las mil preguntas que suscita la existencia: la dignidad, la pobreza, la vida sofisticada en mansiones, la bohemia elitista, la lucha de la clase trabajadora y el amor, sobre todo, el amor, y el desamor que se cuestiona desde todos los puntos de vista en una acuarela, acuarela por lo poco precisos que son los límites de el sexo, el amor y la muerte.

 

Ken Russell ha muerto el pasado 27 de noviembre de 2011, pero esta columna no tiene nada de obituario, habla de una obra suya que para mí está viva, y mi columna brota de las vísceras. Es roja y caliente como la sangre que nutre al corazón y al hígado, escrita in memoriam del adolescente enredado que fui, que desembocó en el  hombre que soy, en reconocimiento a Ken Russell, que me descubrió la obra del novelista D.H. Lawrence, en la que basa la película, a la Filmoteca, que con sus proyecciones tanto estimuló mi curiosidad y se extiende mi reconocimiento a los actores que pusieron gesto, voz y carne a los personajes ideados por H.D. Lawrence: Glenda Jackson,  Jennie Linden, Oliver Reed y Alan Bates. Todos ellos abrieron ventanas,  estimularon y sugirieron preguntas para las que aún no he hallado respuestas.

 

En el principio de Women in love (1969) me enamoré de una frase que pronuncia, impotente, el todo poderoso heredero de la mina, Gerald Grich, con la que me identifiqué: “En nuestra familia cuando algo sale mal no puede corregirse”.

 

La película es muy descarada, porque Russell lo era. En la estética se baña con el colorido del pop, no en vano Russell es el director de la ópera rock Tommy (1975),  de The Who, con Elton John, Tina Turner y Eric Clapton, pero es muy fiel a la obra de Lawrence, que tiene  inquietudes que coinciden en los dos tiempos, tanto cuando se escribió el libro como cuando se adaptó al cine. Hablan del cambio social del siglo XX, del arte como abstracción de la realidad,  del vigor con que la familia lastima y sana, del sexo y de la fina línea que separa la amistad del amor, derrumbando tabús. La trama se sitúa en Beldover, una ciudad que Lawrence define de una «fealdad amorfa», a principios del siglo pasado, donde sobreviven los mineros tiznados de carbón. Pero en existencias paralelas artistas y la alta burgueses disfrutan de una comunión del cuerpo desnudo con la naturaleza, retozando en sus lechos de hierba y bañándose desnudos en sus lagos, retratado en colores y en forma cercanos a la estética hippy, tan de actualidad en el año 1969 cuando se filma la película, coincidiendo con los grandes conciertos de Woodstock y Wight, y estos movimientos culturales en el cine de Russell se notan, él lo adapta y lo acopla para narrar esta historia tan válida en todos sus planteamientos hasta hoy, pero que nace cuando se iniciaban el cambio social que supuso el paso del régimen feudal que suprimía al cacique-patrón, que proporcionaba trabajo y con la caridad suplía la injusticia, a la nueva forma de explotación del empresario que contrata por un sueldo ajustado hasta la usura y pierde cualquier vinculación personal con el empleado.

 

Por eso la película es sugerente por los cuatro costados. Sus dos protagonistas masculinos, Gerald Crich y Rupert Birkin, compartían un vacío interior difícil de ocupar, Birkin intentaba redimirse por el amor y buscaba el bálsamo en la utopía, por su parte, Crich no se permite mirar más allá de sus narices y cumple su «sino», que es adaptar la mina de su padre a las nuevas demandas del mercado, y desahoga su ansiedad en una promiscuidad pagada con prostitutas. Aún así, es consciente de su falta de rumbo y esa idea le desazona.

 

La propuesta era interesante: dos hombres atractivos, brillantes y con éxito social que no eran monolíticos y dudan, y dos hermanas. Gudrun, una escultora enamorada de Gerald Crich, el heredero de la mina, y su hermana, Ursula, una profesora enamorada de Rupert Birkin, un inspector escolar. Los hombres corresponden en principio al amor de las dos mujeres, pero nunca está nada en orden y Russell consigue imprimir en la atmosfera de la película una desazón inquietante.

 

Las mujeres no quieren ocupar el lugar en que les ha colocado la historia, y ven en el matrimonio un peligro, Gudrun, en un momento, comentará a su hermana que a ella le gustaría casarse pero que “es difícil porque el hombre hace imposible el amor”. Juagará con un minero que la intenta seducir desconcertándole con la pregunta “¿Cómo estás de muslos?” “quiero ahogarme en carne caliente”, para después despacharle con una patada en la entrepierna. Por un lado, está su pensamiento reflexivo de mujer fría que quiere libertad y, por otro, los hechos y la atracción que siente por Gerald Crich es ambigua y él la provoca con alardes de exhibicionismo varonil, como hacer sangrar con la espuela a un caballo para obligarle a que no retroceda ante un tren. Ella le increpa con un “Estarás satisfecho”, pero cae en su juego comportándose de un modo primario, danzará poco después ante un grupo de toros provocando una estampida, con lo que iguala la brutalidad vehemente de su amado y su necesidad de poder.

 

Otro atrevimiento, tanto en el libro como en la película, es colocar como persona más insensible al dolor a una madre, en este caso la de Gerald Crich, que por mucho que se justifique bajo un halo de locura, lo que dice es coherente, real y desagradable de oír, como cuando increpaba a Gerald por querer mostrar eficacia y dolor ante un padre que agoniza. Está claro que ni el hijo ni la madre sienten pasión por el padre y ella no tolera la hipocresía de su hijo en ese momento, ya que para cuidar a las personas de ciertas clases sociales ya están los profesionales y el servicio, y le aconseja, con desprecio, “Preocúpate de ti que es lo que te interesa. Ocúpate de ti o acabarás en el manicomio, que es lo que te va a ocurrir. Eres un histérico, siempre lo has sido… Te falta temple. Eres débil como un gato…”.    

 

Sin duda otro tema valiente, tratado sin doblez ni prejuicio,  es la imperceptible línea que separa la amistad del amor, y aquí se plantea la pregunta con mucha franqueza, presentando a dos hombres, folladores de mujeres, competitivos y brillantes que caen dentro de todos los parámetros tópicos de gustos y fobias de la masculinidad, tocando el tema del amor entre dos hombres y lo trata como una necesidad para su plenitud, y lo hace sobre un sentimiento que existe, porque algo pasa entre Gerald y Birkin. Se necesitan, y esa amistad Birkin quiere transformarla en compromiso, pero Gerald, desconcertado, se hace el loco. Birkin si rodeo se lo plantea y se lo confiesa a Úrsula, su mujer, “Tú eres suficiente para mí como mujer. Tú eres todas las mujeres para mí. Pero quería un amigo hombre, tan entero como entera eres tú”. El mismo Gerald, aunque su masculinidad no le permite ni rozar el tema, siente una inclinación especial por Rupert Birkin que lo diferencia del resto de los hombres, adjudicándose ese papel para sí mismo en su relación, y así nos lo describe Lawrence: “Gerald realmente quería a Birkin, aunque nunca creyera en él del todo. Birkin era demasiado irreal. Era inteligente, extravagante, maravilloso, pero no lo bastante práctico. Gerald se consideraba poseedor de un criterio más atinado y certero. Birkin era encantador, de un espíritu maravilloso, pero a fin de cuentas no había que tomarlo en serio, no se podía contar con él como un hombre entre hombres”. Lo que deja claro que para Gerald, Rupert, era otra cosa.

 

Para escribir esta columna he vuelto a ver la película de Russell, y he sufrido la sensación del árbol sin hojas en el que a veces se convierten las adaptaciones literarias cuando se pasan a la pantalla, y me hubiera gustado transmitir mi impresión sólo a través de los ojos de Russell, que fue el germen responsable de esta columna y de mis lucubraciones, pero como bien nos cuenta la película es difícil liberarse de lo aprendido. Esta película me hizo perder el miedo al miedo y a los sentimientos, sentir lo fugaz que es el instante, que la vida no se escribe en borrador para luego pasarla a limpio tachando las erratas, por lo que hay que ir para adelante con los errores cometidos, y me animó a cometerlos, abrió mi curiosidad, no por las mujeres que ya la tenía, sino por el mundo femenino, a saber que no debía de prescindir nunca de mis dudas, porque ese día empezaría a morir, que todo era posible, que seguridad es sinónimo de miedo, que el amor entraña el desamor, pero que merece la pena arriesgarse porque la vida se configura cada día con lo que aprendemos y eso es lo que la colorea. 

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