"La Isla de los Espíritus", de Helena Cosano
“La Isla de los Espíritus”, un relato de Helena Cosano.
Erase una vez una niña a quien no le gustaba la Navidad. Detestaba los belenes tan cursis y los papas Noël tan poco originales, las decoraciones espantosamente kitsch, detestaba el turrón empalagoso y esos polvorones que como te despistes te asfixian, las muchedumbres y el ruido, la música estridente y cansina de todos los años, el caos en los grandes almacenes, las colas del Corte Inglés, el supuesto buen humor y el estrés real, los gastos inútiles, los regalos por obligación, la falsa generosidad y la fiebre consumista que a todos devoraba por esas fechas, los parientes emperifollados cuya conversación parece hacerse más y más repetitiva según pasa el tiempo, y las terribles comilonas que, además de aburrirla, la hacían engordar. También odiaba el frío, el invierno, la ropa agobiante, la calefacción que reseca la piel, los resfriados, gripes, anginas, bronquitis y demás epidemias diversas que van atacando, de uno en uno, a todo el que por esas épocas no se decide a huir. Pero, sobre todo, odiaba sentirse obligada a hacer regalos.
Así que, cuando se hizo mayor – suficientemente mayor como para comprarse un billete de avión -, la niña decidió escapar. No le dijo nada a nadie, porque ya se sabe que es de muy mal gusto no amar la Navidad, que la familia se siente traicionada y los amigos se mueren de envidia. Así que convenció a sus dos inmensos gatos siberianos (que no eran de peluche, sino felinos vivitos y ronroneantes, muy parlanchines) y juntos decidieron embarcar rumbo al Jardín del Edén, al Paraíso Perdido, donde no hubiera habido pecado original ni necesaria redención, donde no se pudiera celebrar el nacimiento de Jesús porque el mundo sería como tendría que ser y ningún Dios habría juzgado útil encarnarse, donde Adán y Eva, tras largas conversaciones con la serpiente, se habrían hecho muy amigos de ésta y habrían preferido jugar al escondite entre las ramas del árbol prohibido, tras haber tirado la famosa manzana al mar para que se hicieran más sabios los peces y pudieran al fin discernir entre el bien y el mal. Un paraíso virgen de la Navidad.
Pero, ¿dónde encontrar ese paraíso? Las estepas siberianas no parecían buena opción, hacía inconmensurablemente más frío que en España, los gatos sabían de qué hablaban y aunque les apetecía volver a casa, lo desaconsejaron. Tampoco las antípodas, porque en Australia o Nueva Zelanda, si bien el tiempo era bueno en esas fechas, sí celebraban la Navidad, con pavo y todo en los calores del verano… Así que fueron los tres, la niña y los dos gatos, a pedir consejo en la agencia de viajes del Corte Inglés.
Fue la parte más dura de la aventura: el guardia de la puerta dijo que “los animales” no podían entrar. Y los dos gatos se quedaron sentaditos en el frío, muy heridos en su dignidad, mirando fijamente al guardia por si conseguían hipnotizarle o al menos echarle un buen mal de ojo siberiano, mientras la niña se adentraba sola en los grandes almacenes…
Como era muy pequeñita y resultaba tremendamente inmadura, la señora de la agencia empezó por preguntarle si podía pagar el viaje, si tenía pasaporte, si era mayor de edad y si sus padres estaban enterados… (Eso es lo que pasa en occidente: que todo son reglas, normas, convencionalismos, limitaciones…) Pero en ese momento llegó la providencia: aparecieron los gatos. No habían conseguido hipnotizar del todo al guardia de seguridad, pero aprovecharon un momento de distracción (el guardia le explicaba a una mujer desamparada que no podía irse a su casa como deseaba sin pagar primero los dos bolsos de Louis Vuitton que escondía en su abrigo), y corrieron a rescatar a la niña.
—- ¿Y estos animales? Preguntó la señora de la agencia poniendo cara de asco.
—- Viajan conmigo, dijo la niña.
—- ¿Tienen pasaporte?
—- ¡Claro!
Y así de sencillo fue: todo se arregló… La señora de la agencia se dedicó a consultar qué compañías aéreas admiten mascotas y dejó de preguntar si los papás estaban de acuerdo y si era o no mayor de edad.
No sabía donde NO hay Navidad. Pero mencionó una isla tropical, perdida en el Océano Índico, cerca de Indonesia, que no era cristiana ni judía ni musulmana porque a la vez era animista, confuciana, budista, tántrica e hindú, y que casi nadie conocía porque tenía tantos nombres que confundía a los políticos y hasta a los mapas. Había un vuelo esa misma noche.
¡Y allá fueron!
* * * * * * * * *
Al llegar al aeropuerto de la isla perdida, una brisa húmeda y cálida les dio la bienvenida. El control de pasaportes fue muy bien. La niña enseñó los documentos siberianos de los gatos, que eran impecables aunque escritos en cirílico, y el chico de la aduana – muy jovencito, con preciosos dientes blancos -, sonrió, hizo como que se lo leía todo y como que comprendía lo que allí ponía, les puso un sello oficial y les dio la bienvenida en su país.
Salieron del edificio y vieron lo que les pareció ser el paraíso, una vegetación lujuriante, palmeras y cocoteros y tantos árboles cargados de frutas y flores, tantas tonalidades de verde y azul y vivísimos colores, y a lo lejos las montañas negras y el volcán sagrado humeante entre nubes malvas. Notaron el calor aterciopelado de humedad, el sol filtrado entre las brumas del aire, el canto de miles de seres vivos de especies desconocidas en otras latitudes, el olor de hierbas y flores después de llover y, muy lejos, el aire salado del mar. Hombres y mujeres, todos sonrientes. ¡Todo el mundo parecía tan feliz! Pájaros grandiosos que volaron majestuosamente hacia ellos. Un perro vagabundo que husmeó curioso a los gatos y lamió respetuosamente los pies de la niña. Una mariposa de un azul eléctrico que se enamoró de la suavidad de su cabello, se posó en su hombro y decidió acompañarla hasta el fin del mundo. Todo parecía darles la bienvenida. Incluso vieron a varios occidentales, grandullones, gorditos de piel lechosa algo enrojecida por el sol, que caminaban sin la gracia natural de los nativos, pero que parecían felices y les sonrieron. La niña pensó que tal vez también ellos estuvieran huyendo de la Navidad.
Se montaron en un coche azul muy bonito. El conductor se llamaba Kadek. Tenía ojos alegres y una preciosa sonrisa blanca. No le sorprendió ver gatos viajeros y tan parlanchines porque, en su mundo, muchos gatos no eran simples gatos, sino espíritus humanos reencarnados en un cuerpo animal, y había que tenerles mucho respeto.
—- ¿A dónde queréis ir? Preguntó.
—- Nos da igual. Ni siquiera sabemos cómo se llama esta isla…
Kadek les explicó que la isla no tenía nombre porque tenía todos los nombres, y cada persona podía así elegir el que más le gustara, pues la isla tenía la capacidad de mostrarse a esa persona según el nombre elegido. “Como Dios”, añadió Kadek, “que a cada uno visita en la forma que elige, a unos se les aparece como Jesús, a otros como la Madre Divina, o Shiva, o Ganesh, o el perfecto Vacío. Dios puede manifestarse como pura luz o como sonido cósmico, puede tener ocho brazos y piernas o no tener forma, ser bondadoso o cruel, omnipotente o un mezquino dios menor, pues infinitas son las manifestaciones del Absoluto”. Para Kadek, Dios se había dividido en incontables energías conscientes, y se escondía en todo ser vivo o muerto – en los árboles y las aguas, las montañas y las nubes, y las almas de los ancestros. Dios era el sol, Dios era la tierra, Dios era los mares y la luna que los rige, Dios traía la lluvia, provocaba terremotos e inundaciones, concedía la salud o la enfermedad, la guerra o la paz. Para Kadek, se encontraban en la Isla de los Espíritus y del Sacrificio.
— ¿Tú crees en los espíritus? Preguntó escéptica la niña.
— Claro, dijo Kadek. Están por todas partes… En esta isla son muy poderosos, es necesario hacer ofrendas para apaciguarlos.
—- ¿Son malignos?
—- Hay de todo. Por eso hacemos sacrificios….
—- Entonces, llévanos a visitar tu isla, la de los espíritus…
Y así lo hizo Kadek. Montados en su bonito coche azul, vieron arrozales, bosques tropicales, espléndidas playas, valles de lava seca que parecían paisajes lunares, aldeas entre acantilados, antiguos cementerios con tumbas de piedra sepultadas entre las flores, lagos subterráneos, cuevas habitadas por seres invisibles, grutas donde los sabios se retiraban a meditar y donde aún vagan sus almas, templos… Muchos templos. Para el dios azul, para el de cabeza de elefante, para el de cabeza de león con cuerpo de águila, para la diosa de la prosperidad, para la madre que quita la vida, para los monos, para las ratas, para los gatos… Y la gente rezaba en todos ellos con la misma devoción, vestía las prendas y el color correspondientes al día de la semana y a la configuración de los astros, se prostraba hasta el suelo, cantaba o bailaba, entre altares meticulosamente confeccionados según estrictos rituales. Y siempre realizaba las ofrendas: canastillas de mimbre ordenadas como un microcosmos que refleja el universo, según los ocho puntos cardenales y los cinco elementos. Ofrecían flores y frutas, granos de arroz, aceites esenciales, lo primero de cada cosecha, lo más bello, lo más querido. A veces animales. A veces, incluso humanos.
Hacían ofrendas a las hadas, a los fantasmas errantes, a los muertos de la familia, al espíritu del fuego, del río, de la tierra, del agua. Para la salud o el amor, para conseguir un trabajo, para pedir perdón, para purificarse. Ofrendas al espíritu del mosquito para evitar ser picado y contraer la malaria. Y al espíritu de la medusa antes de adentrarse en el océano. Al espíritu de la tierra en tiempos de terremotos, y al de la lluvia si se retrasaba el monzón. Ofrecían constantemente. A los espíritus buenos para que les concedieran su poder o su gracia. Y a los malos para aplacarlos. Constantemente. Antes de cada comida, realizaban una ofrenda apartando una parte para los espíritus. Antes de dormir, pronunciaban las palabras rituales para espantar a los malvados. Al despertar, daban gracias a los espíritus que habían protegido su reposo y a aquellos que les habían transmitido sabiduría en sueños. Y, unos a otros, se hacían constantemente regalos.
Porque hacer regalos no era una obligación social. La gratitud era un sentimiento innato y cuidadosamente cultivado, la respuesta natural a una naturaleza espontáneamente generosa.
El mundo era mágico. Y el orden mágico funciona por analogías – lo de dentro es lo de fuera, el microcosmos refleja el macrocosmos, la paz interior produce prosperidad y la cólera terremotos – por eso los nativos siempre sonríen, siempre se mantienen serenos, siempre son generosos, siempre parecen felices…. Y, sinceramente, lo son.
* * * * * * * * *
Llegó la noche. El sol se hundió sobre el negro volcán, entre nubes de sangre y fuego. La niña no sabía donde pasar la noche… Entonces Kadek le propuso ir a casa de un pariente suyo (el tío abuelo del primo de su cuñada) y la niña, que tenía muy poco dinero, aceptó encantada.
Era una de las típicas casas de la Isla de los Espíritus, de madera, cristal y papel de arroz, con techos finamente labrados, cortinas de seda para tamizar la luz, terrazas y jardines por donde paseaban gallinas y pavos reales, un pequeño altar en cada habitación y dos inmensos demonios esculpidos en piedra volcánica a la entrada para espantar a los espíritus.
Cuando llegaron, la familia estaba cenando: los padres y sus tres hijos varones, todos ellos con ojos chispeantes y una inmensa sonrisa. La niña se dio cuenta que los niños tenían más o menos su edad, y se puso muy contenta.
Todos se levantaron cuando entraron. El padre les dijo a sus hijos que un invitado era siempre un mensajero de Dios, y éstos dejaron de comer y corrieron a sus habitaciones y al jardín. Volvieron cargaditos de regalos. No eran ricos pero los regalos eran de verdad muy bonitos: una pluma de pavo real, un ramo de unas inmensas flores rojas que olían a jazmín, una piedra redonda del volcán sagrado, un frasquito de cristal con un líquido mágico que al parecer permitía hablar en sueños con los muertos… La niña sintió sinceramente no poder ofrecer algo ella también.
—- Nosotros no hacemos eso, les dijo. En general no regalamos nada a nadie. Salvo que sea por un cumpleaños. O en Navidad: en Navidad sí que es obligatorio hacer regalos… Un invento de la sociedad de la consumo para hacernos gastar dinero y estresarnos todavía más.
Comieron cosas muy raras y muy ricas, con un arroz al vapor suavemente perfumado y un té de especias. A los gatos les sirvieron sopa de pescado, y la mariposa de un azul eléctrico eligió posarse a cenar en una de las grandes flores rojas del ramo. Cuando terminaron, ya era de noche. El padre encendió la chimenea y todos contaron cuentos de miedo al amor de la lumbre. Antes de ir a dormir, la madre espolvoreó sobre la cabeza de cada uno de los niños un polvo rosa de sal de roca y un poco de agua bendecida por su gurú, para ahuyentar a los seres de la noche, y deseó a todos felices sueños.
Pero la niña no durmió bien. La habitación era acogedora, la cama muy grande y cómoda. Los padres le habían regalado un camisón de seda precioso. Pero, cuando apagó la luz y se dispuso a abandonarse entre las suaves sábanas, sintió algo frío, como una niebla helada a su alrededor y se le pusieron los pelos de punta. Encendió la luz. Vio que los gatos se habían erizado y trataban de abrir la puerta para escapar… De pronto, lo vio. Vio “algo”, una forma oscura como el humo más negro, rodeada de una nieblina gélida, “algo” que se acercaba hacia ella. Quiso gritar. Y no pudo. Quiso correr. Pero estaba paralizada. Como en la más terrible pesadilla, no podía hacer nada…. Sólo quedaba rezar- al dios de ocho brazos o al de la cabeza de elefante, al de las calaveras y la lengua de serpiente, a la diosa de los pechos caídos o al patrón de los desamparados… Rezar…. El frío era cada vez más intenso. El ser se acercaba, y la niña sentía cómo le faltaba el aire. Gritaba mentalmente, pero no podía despegar los labios, no podía mover un músculo. Rogó a Dios un milagro.
Y Dios, al parecer, la oyó: En ese momento llamaron a la puerta de su cuarto. No pudo responder. Pero la puerta se abrió. Era la madre, le llevaba una bandeja con agua, leche, miel, frutas y dulces de la isla por si por si por la noche le entraba hambre…. Vio lo que sucedía. De inmediato recitó con voz grave y sonora unos mantras incomprensibles. Las ventanas se abrieron solas y entraron cinco murciélagos, que se abalanzaron sobre la forma informe de humo negro – que se encogió, se encogió, hasta desaparecer, dejando como único rastro una nieblina gris y una intensa sensación de frío.
—- Ay, niña, dijo la madre. Eso era un trula de los más peligrosos. Poseen a las personas, expulsan a su alma y se apoderan del cuerpo. Paralizan a sus víctimas. Si se hubiera acercado un poco más, te habría faltado el aire y tu alma se habría ido. Sólo un chamán muy poderoso o un mago exorcista podrían haberte salvado entonces.
La niña no tenía palabras. Sentía una inmensa gratitud, pero el terror seguía sellando sus labios.
—- Pero, lo que no comprendo, dijo la madre, es por qué te eligió a ti. ¿Olvidaste hacerle una ofrenda?
Y entonces la niña comprendió. Comprendió el por qué de los regalos, el por qué de las ofrendas. No, no era una obligación social, como en occidente. Era una necesidad, la única forma de sobrevivir.
Aquí, en la Isla de los Espíritus, no hay Navidad. No, aquí todos los días es Navidad.
Todos los días sacrifican a algún ser vivo para apaciguar al volcán, para evitar tsunamis, para fertilizar la tierra, para contentar al viento.
La niña comprendió que ese era el secreto: por eso todos parecían felices. El mundo en la Isla de los Espíritus no era mejor ni más fácil. Era incluso más hostil. Pero todos ofrecían lo más querido, y cultivaban la alegría y la paz interior. Y eran mucho, mucho más felices.
Entonces decidió volver a casa – donde, al fin y al cabo, los regalos de Navidad eran menos obligatorios que en la Isla de los Espíritus.
Kadel volvió a llevarla al aeropuerto, en su bonito coche azul, con los dos gatos siberianos y la gran mariposa azul eléctrico prendida a su cabello, con una pluma de pavo real, un ramo de unas inmensas flores rojas que olían a jazmín, una piedra redonda del volcán sagrado, un frasquito de cristal con un líquido mágico que al parecer permitía hablar en sueños con los muertos, un camisón de seda, y más cosas que había ido recogiendo por el camino: arena de mar, un collar de conchas de la playa, piedras de lava negra, semillas del árbol de la eterna juventud, aceites esenciales de flores embriagadoras que no viven en Europa, y un espíritu de la suerte para recordarle cada día que la gratitud es el secreto de la felicidad, y que siempre es el momento de celebrar una verdadera Navidad.