Hitchens: la segunda voz
Por Gonzalo Torné.
“Sobre la puerta dice qué hacer para sobrevivir
pero no hemos nacido para sobrevivir
sólo para vivir”
W. S. Merwin.
Lo ha contado el propio Hitchens: cuando en alguno de los variados viajes laborales que le llevaron a Afganistán, a Cuba, a Irak… se encontraba con alguien que decía ganarse la vida manejando palabras, su estrategia para orientarse pasaba por indagar si para aquel pájaro el asunto de la literatura era tan importante como para él, si le apetecería seguir viviendo el día que todos esos libros se fuesen al infierno.
Ahora que vamos a tener que acostumbrarnos a seguir adelante sin la voz de Christopher Hitchens conviene recordar que su trabajo como periodista, cronista o corresponsal está arraigado en la tradición literaria en lengua inglesa de la que llegó a convertirse en uno de sus usuarios más veloces, incisivos, cáusticos y discernidores, igual de dotado para el matiz que para la vehemencia (capaz, si se quiere, de una rareza: la de matizar con vehemencia).
Crítico literario, corresponsal de guerra, analista político, englishman en Washington, azote de las religiones organizadas (cuyo fundamentalismo daba por supuesto), desmitificador cáustico, analista en tiempo real con una cintura prodigiosa para negociar los acontecimientos recién incorporados al presente; su variada carrera está atravesada por el paulatino desplazamiento desde posiciones marxistas hasta una precisa defensa de la libertad de expresión, del pensamiento independiente, del derecho a equivocarse y enmendarse, y del ejercicio de una vida responsable ante uno mismo, que ejercitó sin complejos, sin amedrentarse si sus convicciones le llevaban a compartir bando (que no empeño) con George W. Bush.
Conviene repetir la frase que le dedicó Richard Dawkins, un científico que solía competir en su bando: “si te invitan a un debate con Christopher Hitchens, no vayas”. Y conviene repetirla no sólo porque se trate de una agudeza, sino porque a contrapelo de tanto de lo que se está escribiendo estos días me parece que Hitchens no respondía al modelo del polemista que sacude las palabras buscando una reacción emotiva en sus lectores u oyentes, que hoy arremete contra los bancos y mañana contra la solidaridad para mendigar unos aplausos. Era un hombre que se arremangaba ante el debate, comprometido con sus ideas, y dispuesto a destruir las del adversario. Hitchens despreciaba por igual a quienes oscurecen las explicaciones sencillas y a quienes desdeñan la complejidad y tratan de reducirla a fórmulas fáciles de repetir, las dos vías directas para acceder a un reconocimiento masivo. Los textos de Hitchens no esperan una reacción afectiva, sino que están ahí para provocar una respuesta razonada.
Ir a debatir con un tipo así es para pensárselo, y todavía no hemos comentado sus “feroces” modales. Lejos de las poses de matón de patio o de las agresividades estentóreas donde se translucen motivaciones privadas que terminan reblandeciendo la crítica, Hitchens se las arregla para ser amable con su presa, separa con rigor quirúrgico los argumentos del individuo que los sustenta, y le concede espacio suficiente en el texto para que declame sus mejores frases, antes de atestar una batería de puyas, razones, argumentos e ironías con las que “acompañarlo amablemente al infierno” (véase, como ejemplo, su prolongado agón contra Chomsky)
El retrato de Hitchens quedaría incompleto si no llamásemos la atención sobre su dominio de esa cualidad tan británica de conducir la escritura, con la elegancia propia la aparente falta de esfuerzo, a zonas muy variadas, incluidas las más íntimas, empleando una variadísima paleta de tonos, hermanados por la misma suavidad sintáctica. Entre sus triunfos retóricos conviene admirar la manera como Hitchens se incorpora a sí mismo en la prosa como personaje. A fuerza de convocar anécdotas, entusiasmos, disidencias, lealtades perdurables y debilidades Hitchens se ha reflejado en los pasajes especulares de sus libros como una suerte de histrión afable, infatigable en el trago (se dice que la prueba de que ha pasado por una feria o una convención es la estela de colegas, agentes y editores vencidos por la embriaguez que deja a su paso), y con cuya fisonomía otoñal (el flequillo elástico, la sonrisa de calamidad, la mandíbula ancha) parecía estar componiendo un sentidísimo homenaje a Malcom Lowry.
La comparecencia recurrente de Hitchens en el texto ha provocado la nausea de un crítico tan escrupuloso como Terry Eagleton, quien, en una reseña salvaje sobre Hitch-22, le acusa de ser un renegado de la izquierda que sale de la clase dominante para volver a su regazo con el rabo entre las piernas, de emplear una cabeza demasiado caliente, de no resistirse a una foto, a un almuerzo o a una copa (aquí no nos coge por sorpresa), de complacerse en confundir “posición intelectual” con “relaciones personales”, de posar en los textos y de mentir en los pies de foto (pues, en un movimiento insólito, la ferocidad de Eagleton se desborda hasta alcanzar el material gráfico del libro) para ofrecer sólo el lado más favorable… Y, mal que me pese, costaría mucho esfuerzo refutar todas las acusaciones de Eagleton.
De acuerdo, Hitchens no siempre consiguió escribir sin vanidad, pero es justo reconocerle a cambio que pocas veces lo hizo sin inteligencia. Y si una vanidad tolerable para el lector es la de suponer que los escritores ambiciosos no se dirigen a la clase de individuos que se rinden sin reservas, entonces es justo conceder que uno de los triunfos intelectuales más duraderos para un escritor bien podría ser el que esos lectores tensos e inconformes, pese a reconocer los vicios que le señalan sus críticos, no le hagan retroceder en su aprecio, protegido por el bien que les hace a sus mentes.
Como lector intenso pero tardío de Hitchens destacaría Dios no es bueno, que empieza con una salvaje desautorización a las religiones instituidas, y que, página a página, va imponiéndose como un canto laico para aceptar nuestra contingencia. Una vez ganados para la causa nadie debería privarse de picotear la antología Amor, pobreza y guerra donde se pueden leer varios cuerpo a cuerpo con Michael Moore, el Dalai Lama, la Madre Teresa, Mel Gibson, algunos ejemplos de crítica literaria, y una crónica en tiempo real del 11-S. De Hitch-22 se ha escrito mucho estos días, y bastará con añadir que el lector no debe pasar por alto la maravillosa página 412. Pero, por encima de todo, destacaría uno de los artículos en los que Hitchens se ha acompañado a sí mismo con los ojos abiertos mientras el cáncer le destruía. Uno en el que, aprovechando la polisemia de la palabra “voz”, enlaza la pérdida de su capacidad fónica con la paciente lucha juvenil que libró para conseguir un tono de escritura, una “voz propia”; y vincula así el mundo de la materia, donde si somos justos todo el pérdida, con el mundo de las letras, animado por la sana aspiración de perdurar un tiempo razonable. Vida y escritura: las dos voces que más parecían importarle. De su propia muerte sólo se ocupó al final, en el resto de sus libros pareció interesarse por ella tanto como siempre esperó que ella le diera: nada.