"El rey y el poeta", Juan Manuel Pérez
«El rey y el poeta», un relato de Juan Manuel Pérez.
Su nombre es Luis, su nacionalidad, francesa; su condición, humana. Tuvo la fortuna de no nacer en una barraca de los alrededores de París, la ciudad de la vanidad y del atractivo telón del vicio. Lo bautizaron con el título inherente de Luis XIV, delfín de Francia. La fiesta de la coronación –su entrada a la vida pública- se hizo en Reims, donde unos siglos atrás San Remigio había bautizado al bárbaro Clodoveo. Desde entonces, ninguna ocupación diferente a la de sentarse en un trono de marfil y tapices de Holanda ha inquietado al joven soberano. Luis esgrime magníficamente, monta a caballo magníficamente, baila magníficamente, come magníficamente y se ríe con mucha gracia. En invierno le gusta jugar al billar en compañía de los cortesanos a los que vence siempre y jamás avergüenza, porque ellos no viven para otra cosa que para servirlo. En eso se divierten. En verano, Luis prefiere el juego de pelota, los simulacros de batalla, en las que se comporta como un Alejandro o como un César, y los desfiles y carruseles a la vista del pueblo que lo admira. Ha leído en Tácito: “Con la distancia aumenta la majestad”. Lo creyó un buen consejo. Por aquel entonces se estaba edificando la ciudad del Vaticano, domicilio de la Santa Sede en la tierra. Sin saber cómo, un día empezó a experimentar una molestia en el vientre, no podía dormir por las noches y le dolía la cabeza. Los músicos venidos de Alemania no conseguían adormecerlo, y las canciones y los conciertos le aburrían. Cuando su confesor le preguntó lo que le ocurría, no supo qué responder. “Estoy molesto, muy molesto” decía, “ estoy molesto con ese Emperador de la Fe que vive en Roma. Tiene una casa mejor que la mía”. “Es un pecado de envidia entristecerse con el bien del prójimo” le aconsejó el confesor, “la ley del amor, revelada por Nuestro Señor Jesucristo, pastor de la humanidad, prohíbe tales conductas”. Desde entonces se alegró mucho, porque se le ocurrió una idea para llevar a ejecución la sentencia de Tácito. Dispuso que una parte importante del presupuesto del Estado se emplease en la construcción de un palacio digno de su persona. Cuando algunos ministros le informaron de que semejante medida podía producir males en el reino, y perjuicio para el Estado, él respondió con simpatía: “El Estado soy yo”. Y sonrió pensando: “Estoy matando dos pájaros de un tiro: sigo el ideal clásico y purgo el pecado de la envidia”. Mandó contratar a pintores, escultores, arquitectos e ingenieros de Italia, donde estaba el motivo de su malestar, y retiró con un gesto abundantes hectáreas de terreno para edificar una Corte a su medida. Lo que a él le preocupaba infinitamente era la tardanza en la edificación de su vivienda-ciudad, donde, para evitar enfrentamientos, encerraría en habitaciones de mármol, coral y pétalos de rosa a cada uno de sus cortesanos, y les daría vestidos nuevos y un ceremonial elaborado para saludar en público. Allí trabajaron, en la comarca de Versalles, los artistas del Renacimiento y del Barroco, el último grito de la moda de las naciones europeas. Quiso ser original, además de magnánimo, y ordenó a Colbert, Harduin- Mansart, Le Notre y Coisevox que se encargaran de la dirección de un diseño cartesiano, glamuroso, reticulado, y en palabras de Verlaine, encantador. Resultaban imprescindibles unas buenas vistas, unos jardines surcados con fuentes de cisnes y reproducciones imaginarias de divinidades paganas, espectáculo, ante todo. Las estancias del palacio debían ser tan sutiles como burbujas, tan tersas como algodones, tan elevadas como un sueño. Sobre todo, tenían que distraer la mirada de lo vulgar, porque lo vulgar es el aburrimiento, la sensación insoportable de no saber qué hacer y la angustiosa caída en la cuenta de que no hay nada que hacer. El Palacio debía ser, por lo menos, tan grande como el Vaticano y no menos divertido que aquél, porque si esto no se lograba, se corría el inminente riesgo de echar a perder la obra que tanto caudal había costado, por no encontrarse a la altura de las pretensiones del monarca. Una vez terminado el palacio, cuya fachada se repartía entre dos hemisferios, los jardines ortogonales con floraciones matemáticas y la vasta región del París incógnito, dominado por la enfermedad y la pobreza, la suciedad y el mal olor, el Rey se instaló en él –en sus propias palabras o similares: “al igual que el Sol en su circuito celeste”- e hizo los honores a un prodigioso servicio de manutención y comodidad aristocráticos. Años atrás el médico Jean Nicot había hablado de las excelencias de una nueva panacea traída del Nuevo Mundo, donde los hombres y las mujeres todavía se comportaban como niños, una hierba mejor que la de Ulises, cuyas hojas secas se fumaban para prevenir el dolor de cabeza y otras molestias corporales, a modo de analgésico tan milagroso que ponía en segundo orden de importancia las reliquias de los cruzados o la capa de San Martín. Su nombre era tabaco, y a Luis le encantaba aspirar su exótica esencia contemplando un cuadro de algún artista alegórico en el que se representaba al Redentor en figura de pastor crucificado en un monte, a cuyos extremos se encontraban el jardín del Edén y la torre de Nemrod. Entonces se le ocurrían sus mejores máximas que anotaba en un cuaderno de piel de ciervo sobredorada, como por ejemplo: “La verdad nunca miente”, “Un Rey cristiano ha de imponer la fe a los que no la tienen, y combatir a protestantes, judíos y hechiceros a sangre y a fuego, para vengar a Nuestro Señor y aliarse con el Papa”, o aquella tan celebrada por el ministro Colbert, que afirmaba: “Nemrod era un buen tipo, pero se equivocaba en el método, porque no construía con cemento, sino con brea, y por eso fue maldecido por Dios, amante como buen Creador de los edificios sólidos”. Aunque solo fuera por estos intervalos de inspiración, merecía la pena ser el Rey de Francia. De todos modos, aparte de la teología y de la filosofía de su propio real cuño, también era experto en arte, y lo hizo notar especialmente un martes por la mañana del año 1670 – la fecha es histórica, notoria y renombrada-, cuando se encontraba paseando por el Salón de los Espejos, donde siglos más tarde el país de los teutones se asombraría después de ganar una guerra y donde, un poco más tarde se pondría fin a otra. Todo empezó así: se acababa de tomar su chocolate hervido con canela cuando mandó llamar al escultor Bernini, que a la sazón se encontraba en Versalles tras abandonar la corte papal y le preguntó, mirando el cuadro alegórico del Pastor Crucificado en el monte verde, con la sangre salpicando el suelo donde crecía la hierba, qué le parecía la escena. Bernini, experto en la ciencia de la adulación, la principal de todas, la cual había aprendido en sus años de trabajo en la Santa Sede, le confesó que nunca había visto nada tan bello, ponderando la maestría del pintor por encima de Zeuxis y de Apeles. Pero se sorprendió al ver el ceño fruncido del monarca, y su sonrisa de ironía cuando le dijo: “A ojos profanos el cuadro es bello, pero un educador del estilo como soy yo” – y se detuvo después del pronombre personal que se refería a su sagrada persona- “sabe que la sangre de Cristo desluce bastante con la placidez bucólica del cuadro, con ese rojo intenso, casi cardenalicio, tan impropio de una escena pastoril a la manera de Dafnis y Cloe, de Celadón, de Coridón y Alexis o de la Arcadia de Sannazaro. Se ve que el pintor era italiano. Estos excesos de Caravaggio no combinan bien con el estilo francés. Yo sustituiría” –confesó guiñando el ojo- “el color rojo por el color rosado, mucho más agradable, menos violento, que invita al recreo y festeja con mayor suavidad los recursos y efectos del conjunto”. Aunque Bernini no era pintor, no dejó de encomiar el juicio sabio del monarca, comparándolo con Salomón, que no hubiera tenido un acierto semejante planteado el caso. Mientras se extasiaba al místico modo en piropos a
l Rey-Sol, Hardouin-Mansart, que tuvo oídos invisibles para escuchar la conversación, no quiso quedarse atrás en los elogios y evitar alguna migaja de benevolencia que cayese de las manos del monarca. “Majestad” reconoció, “En todos los años que llevo de servicio de su real persona, y en todos los años de mi vida cortesana, no he escuchado una opinión más acertada que la vuestra. ¿Por qué, diamante de Francia y sol de las naciones, no lleváis a ejecución vuestro propósito? Decir, en vuestra lengua, equivale a hacer, pues fuisteis coronado por el mismo Dios para orgullo de Europa y del mundo, que imita a Europa. No digáis, oh Rey, quiero, sino hago. Lo que sale de vuestros labios es ley para los hombres de carne y sangre del Reino, a quienes protegéis con vuestra mirada de padre y defendéis con el legítimo título de señor natural”. Por supuesto, el soberano ni se fijó en estas chamarilerías ni zarandajas oídas tan a menudo que llegaban a producirle espasmos de indiferencia, lo mismo que un travieso niño cuando hace sonar los cascabeles marchosos de su sonajero. Tampoco se impresionó mucho de que aceptaran su idea, pues una real idea es una ocurrencia que, como el cómodo adjetivo indica, lleva la ejecución aparejada en su mismo real término, y no cabe duda de que, por muy imaginaria que esta sea, ha de ser real definitivamente. Desde entonces, el color de rosa alegró un poco más al monarca, quien cada vez que paseaba por el Salón de los Espejos, cuyas lunas artificiales multiplicaban su figura, recordaba escenas galantes con mujeres de todas las condiciones, que lo abrazaban ardorosamente entregándose a él con gesto apoteósico, aprendido, y mientras practicaban el acto conyugal propio de animales y hombres, que Adán y Eva se avergüenzan de confesar, no parecía sino que la mujer amada en cada momento, cuyo rostro jamás se repetía, creía acostarse con la estatua de un héroe, y no con un hombre de estatura normal y ademanes tan grotescos como los de cualquiera. Admirado de su virtud y resolución, acudía cada mañana al Consejo de Estado con peluca empolvada y bucles sibaríticos, manto de armiño, chapines de tacón con un simpático lazo único en el mundo y cetro de oro y gemas que exhibía con aplomo. La corona no la llevaba porque le pesaba bastante, aparte de ser una costumbre medieval, arcaica, que no estaba a tono con el movimiento de regeneración de la moda francesa. Antes de que Luis se sentara, los consejeros debían levantarse y saludarlo, imitarlo cuando se sentasen de nuevo y observar el vuelo de las moscas – no abolidas todavía por Real Decreto aunque si difamadas por los discursos intempestivos del amo de llaves- en torno a los bustos de antiguos emperadores romanos, elegantemente decorativos, antes de aterrizar en los tapices que representaban batallas nacionales. Acto seguido, el Rey dejaba que todos hablasen hasta cansarse sobre la política interior y exterior, y cuando terminaban extenuados con la lengua saliente como los perros, decía: “Bien, ahora va a hablar Su Majestad” –siempre en tercera persona y con voz grave de tuba- “El caso es el siguiente: el Rey no quiere dar audiencia hoy porque está cansado de que sus cortesanos abusen de su benevolencia y le proporcionen amarguras con el levantamiento de las Provincias Unidas, los asuntos de Indias, la guerra contra los protestantes y el Gran Turco, el ascenso desagradable de la casa de Habsburgo y la acuñación de la moneda según el metal disponible. Ahí tienen a Colbert” decía señalando a un consejero lampiño y ojeroso, “el Rey lo ha nombrado Ministro de Hacienda para algo. Escúchenlo como un oráculo, porque lo estoy ordenando de forma bastante clara. En representación del invencible Luis XIV, cuyas hazañas están inmortalizadas en la columna Vendôme, superando a las de Trajano, les doy licencia para que se vayan vuestras mercedes al cuerno”. Y dicho esto, se marchaba de la Sala de Audiencias a sus aposentos, no sin antes girar sobre sí mismo y apuntar con picardía, “pero cuidado con lo que vuestras mercedes dicen, que el Rey lo ve todo”. Una cordial carcajada lo despedía y, acto seguido, Colbert comenzaba a promulgar las directrices del Gobierno. Esto entretenía al monarca de las tediosas obligaciones inherentes a su sacrificado oficio. Por la tarde paseaba por los jardines de Versalles con los dignatarios de Europa que acudían cada día a visitarlo, se disfrazaba de pastor – pues tenía en su mente aquel remoto cuadro del zagal de sangre recientemente rosada- y se entrevistaba con alguna dama de la nobleza por la que bebía los vientos desde hacía cuatro días. Visitaba la Gruta de Apolo, cuyo semblante era el suyo, celebraba suites y bailes galantes en el Trianón, iba de caza con arcabuz español y una jauría de perros y de criados, subía con deportiva parsimonia los Cien Escalones, se reía libremente en la alameda de los Monigotes, se emborrachaba disfrazado en el estanque de Baco, se burlaba de los jansenistas, herejes consumados que no sabían leer a San Agustín, y de los quietistas de Miguel de Molinos, adoradores de las piedras, en el Gran Canal subido a una góndola incrustada de nácar, menospreciaba la columnata de la Plaza de San Pedro que no tenía la serenidad de la suya, tomaba un café tres veces al día con nata recién ordeñada, jugaba a los naipes con el duque de Orleáns y se enfadaba cuando le ganaba la baza, abusaba del jengibre, del clavo, de la canela y del azúcar en las comidas, oía misa los domingos con celebrado continente en los Inválidos y con semblante piadoso en su capilla privada, se enfrascaba en lecturas de Plutarco y mandaba leer a las doncellas pasajes de las Mil y Una Noches cuando padecía insomnio, discutía con la Reina Madre sobre asuntos amorosos con mozas plebeyas, y finalmente, hacía sus necesidades en un inodoro de marfil patentado por Isabel I de Inglaterra. Cuando disponía de tiempo libre, daba un breve paseo por los alrededores de París con numerosa escolta – había que prevenir atentados como el padecido por su antecesor Enrique IV- y regresaba pronto a casa para no resfriarse con los aquilones septentrionales. Al pueblo, lo que se dice al pueblo, la comunidad orgánica de sus súbditos, no lo conocía más que de oídas, por lecturas de la Antigüedad, que lo presentaban –por ejemplo, en época de Nabucodonosor de Babilonia, aquel que soñó con una estatua de metales preciosos destrozada por una piedra lanzada por Dios, que representaba las cuatro edades del mundo exterminadas por el Tiempo- como un sujeto radicalmente necio, cuadrúpedo y mudo, aunque terrible si se enfadaba demasiado, y capaz de las mayores abominaciones, como la adoración del becerro de oro por encima de los mandamientos divinos y de los preceptos de los sabios, imagen del Dinero conquistador de voluntades plebeyas. “El pueblo se compra con dinero” pensaba Luis al pie de su buró de madera lacada de Brasil rubricada con las iniciales de su nombre. “¿Cómo, pues, gobernar para semejante bestia repulsiva?. Gente sin linaje, que sería capaz de apropiarse de las tierras que por derecho a la nobleza y a la monarquía pertenecen, valientes que con el acero de sus armas aseguran la paz de todo el orbe. ¡Malditos! Así padecen enfermedades, malas cosechas, guerras y castigos”. Daba un sonoro puñetazo en la mesa fabricada por un carpintero flamenco con viñetas que reproducían escenas de la vida de los reyes de Francia, desde Hugo Capeto hasta él, recreada en una viñeta mayor que la del resto su gran cabeza, testa absoluta que dejaba que desear a la de Luis IX el Santo. Seducido por los caramelos argumentales de Maquiavelo y de Hobbes, a quien consideraba el Padre del Buen Gobierno por lo bien que hablaba de los soberanos como él, entornaba los ojos, mandaba llamar a su ayuda de cámara, y le explicaba con acalorado acento: “Algunas malas lenguas de las Cortes europeas se atreven a hablar mal de mí, como esos jenízaros de las Provincias Unidas o el mismo rey de España, imitador ridículo de Carlos V. Está bueno, y ¿qué te parec
e de lo que ha ocurrido en Inglaterra, eh? ¡Dímelo! ¿Qué te parece de lo que ha ocurrido en Inglaterra?” El ayuda de cámara, un anciano de setenta años contratado por Luis XIII por consejo de Richelieu, que era un tanto pariente suyo, confesaba bajando la cabeza, con insegura voz: “Majestad. Desconozco lo que ha ocurrido en Inglaterra”. “¿Cómo?” se escandalizaba el Rey, “¿tan poco sabes?”. “Es que” se excusaba el criado, “Vuestra Graciosa Majestad, hace algunas semanas ha aprobado una pragmática por la que se condena a la horca a todos cuantos difunden las noticias de Inglaterra, y yo, por no contrariar las órdenes de la muy justa pragmática, me abstuve de conocer nada de lo que con tal asunto se relacionase”. El monarca bajaba la cabeza ante sus propias órdenes: “Bueno, bueno, si lo he dicho en una pragmática no hay nada que hacer ni que decir” reconocía, “pero, con todo, ¿qué te parece, con sinceridad, lo de Inglaterra? ¿No te parece mal?”. “Si a Vuestra Merced le parece mal, a mí también” declaraba el servil criado. “¡Pero hombre! ¿No tienes criterio? ¡Te estoy preguntando para que me digas la verdad, no para que me adules, pardiez! ¡Tienes menos cabeza que un mosquito! ¿No te das cuenta de lo que supone condenar a muerte a un Rey y proclamar una República pagana, fundada por un hijo de presidiario, por ese sacamuelas de Cromwell? ¿Y todo por qué?, por que ese Carlos I, imitador mío, disolvió el Parlamento y declaró la guerra a Irlanda, especie de Borgoña inglesa donde todo está permitido, y gastó en financiar la campaña todo el erario público, y después los irlandeses lo hicieron perder… ¿Te parece bien eso? Di, ¿te parece bien ahorcar a un Rey soberano? ¿Qué te parecería si el día de mañana a alguno de mis descendientes fuera sacrificado en el patíbulo? ¿Estarías contento, eh, bribón?” El criado se apresuraba a decir: “No, señor, sería un pecado contra Dios y un delito contra la Patria”. “¡Ah, claro, qué bien te lo sabes!” exclamaba el Rey apuntando con la fusta de plata y esmeraldas a su interlocutor, “¡Es muy fácil aprenderse la lección de memoria, como tú y cualquier súbdito del Tercer Estado que se precie, pero quien soporta el yugo de la política sabe lo difícil que es ponerle el freno al caballo! Si no fuera por Mí” y este pronombre lo elevaba en un puñado de decibelios por encima de su timbre habitual, “Si no fuera por Mí, que me da asco el Parlamento, donde todos hablan y nadie se entiende, porque todos están comprados por treinta monedas de plata, ¿qué sería del Estado y de la aristocracia? ¡Hola! Estaríamos en el país de los Lestrigones o en el de los Caribes de Ultramar… Aristóteles dice muy claro que vale más un buen gobernante que muchas leyes, y los romanos, tras un lapso de conjura republicana derivada de los excesos de Tarquino, proclamaron el Imperio con los Césares descendientes de Eneas, alabados por Virgilio y por Tito Livio, y eso te da entender –pues los romanos son los autores del Derecho de Gentes- que el mejor sistema de gobierno es la monarquía, la monarquía absoluta, como la de Carlomagno y la de los califas musulmanes, que tuvieron en jaque a Europa desde el siglo VIII, y todavía hoy nos dan guerra los otomanos en Tierra Santa… Si el día de mañana Europa, cuna de la cultura y de la religión representadas en Grecia y Jerusalén respectivamente, se volviese democrática, y todos fuesen iguales que todos para todo como los salvajes, ten por seguro que se acabaría el mundo… Los validos del ejército fabricarían piezas de artillería que destruirían pueblos enteros, exterminando naciones como quien se come un pastel, y sobrevendría el Apocalipsis para los principios de la razón y del sentido común… Sería peor que una herejía, más terrible que la Reforma de Lutero, tan nefasta como el Diluvio Universal… Porque has de saber tú, bergante, que esos degenerados seguidores de Copérnico y de Galileo, que niegan el tenor literal de las Sagradas Escrituras, están conspirando para apropiarse del mundo con fórmulas de alquimia y leyes astronómicas; quieren saberlo todo, como esos presuntuosos de Descartes, Leibniz y Newton, que se oponen a la teología del Concilio de Trento, y quieren invertir el orden de las naciones para que la plebe sea noble y la nobleza plebeya. Ese Leviatán invisible amenaza los tiempos venideros, y solo yo lo veo venir. Dentro de unos cuantos siglos habrá una Revolución, las langostas de la ciencia se comerán a los hombres, si no ponemos remedio a estas nefastas novedades que son nuevos ídolos que pretenden ocupar el altar del Ser Supremo. ¿No crees que mi dirección política es la más adecuada en los tiempos que corren? Yo quiero mostrar al universo que un Rey vale más que cien mil marionetas republicanas, porque tantas como son las cabezas, así son los pareceres. Una sola cabeza, como la de un padre de familia, gobernará sabiamente un Estado, y lo conducirá a la seguridad de la salud presente y la salvación futura, que son las dos metas del cuerpo y del alma de los hombres”. Luis se detuvo en seco después de esta retahíla de argumentaciones y se limpió la frente con un pañuelo de seda que olía a agua de rosas. El criado, a pesar de mantener un servilismo hereditario que se había ido acumulando en su árbol genealógico de generación en generación hasta llegar a él, no pudo callarse lo que sentía, y le dijo: “Majestad, os aseguro con todo mi corazón que habéis predicado mejor que podría hacerlo el mismo Santo Tomás, Dios me perdone y la Inquisición no me procese, pero os tengo que decir algo de verdad en esto aunque amargue, y lo digo porque os quiero bien, y aunque yo no soy quien para hablar delante del Rey de Francia, no quiero callarme, porque tampoco se callaron los santos cuando hablaron delante de los gobernadores de Roma, aunque los martirizaron y los persiguieron como declara la Santa Madre Iglesia Católica y Apostólica, única verdadera por ser la que difundieron los apóstoles que convivieron con Cristo y oyeron directamente sus enseñanzas, y expandieron por el mundo la alegre noticia de su Resurrección, y…”. “Basta, basta”, dijo a la sazón el Rey, “ya veo que has aprendido catequesis. Esto no es un Auto de Fe. Dime lo que tengas que decirme y termina, que pareces una peonza, según das vueltas y revueltas a lo mismo”. “Pues digo” confesó el pobre criado persignándose antes, “vuestra Majestad me perdone, que no hacéis bien en una cosa”. “¿En qué?” preguntó el Rey con curiosa sonrisa. “En que pretendéis cambiar el mundo…”. “Sigue hombre” protestó el Rey. “Y no sois capaz de cambiaros antes a vos”. El Rey se quedó pensativo durante aproximadamente un minuto de tiempo, minuto de profunda agonía en la que el criado se vio varias veces condenado y sometido a un diverso género de horribles torturas, y tal era la ansiedad que sentía en su interior que ya estaba dispuesto a romper el silencio, aunque le costase la misma pena capital, porque si hay algo más terrible que la muerte es la certeza de una muerte próxima cuya imagen nos petrifica en el temor de la preocupación, cáliz que hasta al propio redentor de la humanidad le había hecho sudar gotas de sangre. Hizo el criado un gesto incontenible para alzar la mano en petición de gracia, y no pudo concluir su ademán, que no superó la tentativa, cuando escuchó la estrepitosa, extraña y catastrófica carcajada del monarca, capaz de hundir la intimidad del aposento. “¿Dónde has leído esa respuesta, calavera? Estoy seguro de que te has pasado la vida encontrando una falta en la que juzgar al monarca, y cuando tuviste la oportunidad me la soltaste, como en la fábula del burro que terminó tocando la flauta por casualidad. ¿Lo leíste en Montaigne o en Rabelais? ¿En Plauto o en Terencio? ¿En una pieza de Corneille o de Racine?”. “Señor” confesó el criado, “yo no sé leer más que las vocales y la eme, la pe, la ese y la erre”. “No te creo, tunante” bromeó el Rey dándole u
n fustazo a su interlocutor en la espalda que poco faltó para que lo tirase al suelo. “Tienes cara de judío. ¿No sabes latín?”. “No, señor” reconoció el criado con la mirada baja, por miedo a que el Rey lo tomase por un pretencioso. “Mientes, bellaco. Te podría mandar azotar, porque estoy seguro –y yo nunca me engaño- de que has tenido confidencias con los calvinistas de Ginebra, que ponen a los poderes públicos en tela de juicio” declaró el Rey abriendo su tabaquera de rubí y aspirando por la nariz unos polvos de rapé de las Indias Occidentales y sonriendo con la sagacidad de un letrado o de un médico que acaban de descubrir el quid de la cuestión planteada. “Señor, os juro por Nuestra Señora que yo…” confesó el criado arrodillándose. “Cállate, necio” se enojó el Rey. “¿Te he dado permiso para hablar? ¡Desde cuando hablan los siervos delante de los señores! ¡Me dan ganas de despellejarte vivo, inepto!”. El Rey estaba enfadado. Era la primera vez que le llevaban la contraria desde que a la edad de cinco años, la nodriza, por orden del tutor real, le había denegado servirle la leche de sus pechos, por haber pasado el delfín de la edad de la lactancia, y tanto se había enrabietado entonces que juró mandar quemar en hoguera pública a la nodriza por haber desobedecido al futuro “rey del universo”, según él mismo se hacía llamar, contra las amonestaciones de su confesor, que con suave acento le decía que ese título estaba reservado al propio Jesucristo, redentor de los seres humanos. ¡Desventurado criado! No sabía que hacer para dar lástima al monarca, y como no tenía permiso para hablar, se echaba a los pies del señor y besaba el suelo como un musulmán, juntando las manos y sollozando, de modo que más que lástima, aparentaba más la burla de una comedia italiana, y otro que no fuera el Rey se hubiese reído bastante al ver tan ridícula pantomima. “¡Levántate y vete de mi presencia!” le ordenó el este cuando se hubo serenado un tanto. “Hasta disculpándote pareces un hereje o un turco, besando el suelo como si fuese yo un ídolo pagano. Lárgate, animal, que no tienes criterio ni sentido común. Esto me pasa por darle confianzas a la servidumbre, que por algo es lo que es. Nero dat quod non habet”. El criado no sabía por donde escaparse más rápido. Tal era su miedo, que después de dar inconscientemente un beso en la palma de su mano y de mostrársela luego al Rey –pues no sabía cómo despedirse de él, y temblaba cuando el soberano le había llamado hereje y turco- salió corriendo de la estancia como un carnero que a punto de ser sacrificado, se hubiera liberado de sus verdugos por milagro. Esta escena, sin saberlo el Rey, había sido presenciada por toda la Corte entre bastidores, pues en los palacios los tapices oyen y los espejos ven, y aunque callar sea la norma para conservar la cabeza sobre los hombros, no por eso la curiosidad no pica más que la propia sarna. En los momentos de intimidad, los ociosos aristócratas comentaban la huída del criado, el saludo a la turca, el discurso del Rey sobre los sistemas de gobierno a un pazguato que cuando oía “política” creía que era una enfermedad – y en eso, confesaban los nobles, tal vez no estuviera desencaminado-, el beso de despedida al soberano y la frase final del Rey, quien queriendo dárselas de latinista, había dicho “Nero” por “nemo”, retratándose a sí mismo con la frase, pues su autocracia era muy similar a la de Nerón, con la salvedad de que no había ordenado incendiar su ciudad – cosa que podría comprobarse algunos años después- , y el “quod non habet” le iba de perlas a quien presumía de estar por encima de los demás en todo. Fue un chiste tan sonado el derivado de la anécdota que se comentó en las tertulias de los cortesanos varios meses después de sucedido, con aportaciones hechas por la imaginación de cada contador, y adaptaciones en las que el Rey se comparaba con un león afónico que pretendía enseñar a rugir bien a un borrego, enseñándole a vocalizar mientras el merino, asustado, bajaba la cabeza dando topetazos contra el suelo. La misma palabra “Nero”, solo con pronunciarla, aludía al chiste, y se nombraba para referirse a cualquier acontecimiento gracioso, o cuando se quería avergonzar a un erudito de sentencias clásicas, y hasta el ministro Colbert , cuyos escrúpulos eran inversamente proporcionales a su ambición, se tapaba la boca delante del Rey alegando dolor de muelas cuando éste rememoraba algún aforismo convencional, y, a pesar de ser un adulador consumado y un mentiroso profesional, le salía sin querer a la punta de la lengua el “Nero” y no podía aguantarse la risa, haciendo amago de toser y expectorar cuando le venía el ataque. Era una lástima que el pueblo no tuviese acceso a estas bromas, pues de seguro hubiese soportado con mayor tesón los sinsabores de su esforzada vida. El único que no se enteró en el palacio del regocijo general fue el Rey, quien no compartía el destino de su nación, viviendo aislado en una envidiada pompa. La reina apenas tenía acceso a sus caricias, disputadas por la práctica totalidad de las damas de la Corte, elegidas a dedo por el monarca para la diversión de una noche, según su estado de humor – recreado en la tipología de las facciones de la dama elegida- y olvidadas al día siguiente como sueños de madrugada. Pero no por eso su costilla se sentía ofendida, sino que hacía otro tanto con sus amantes, pertenecientes a todos los estamentos de la sociedad, y por esa razón se terminó enterando de la broma y la celebró con el duque de Buckingham, embajador de Inglaterra y hombre alegre para los asuntos livianos y amorosos de temporada, como un Don Juan a la española, confesándole entre viciosas muecas que incitaban al rígido inglés que, además de testarudo como un ternero, el Rey era, también como un ternero, cornudo. Como el soberano estaba distraído por entonces con su adorada Madame de la Vallière, en cuyos cabellos, semejantes a los de Lilith, estaba preso su corazón, no echaba en falta la compañía de su esposa, y se pasaba las horas recitando sonetos de Ronsard que se sabía de memoria, con el fin de entretener su alma asida a una mujer sin escrúpulos, que lo utilizaba según le convenía y dirigía desde el tálamo del Rey los asuntos de Estado, moviendo los hilos de su voluntad para que el enamorado dijese “si” o “no” a su capricho. De todos modos, la voluntad de Luis XIV no era tan frágil como la de su padre, y quería siempre tener la última palabra en todo, aunque en realidad él era el último en tener la palabra en las decisiones políticas, para ello sus adláteres hacían lo que en sus manos estaba para distraer al monarca con halagos, galas, fiestas y cuentos extravagantes mientras ellos se peleaban entre sí, al modo de las aves de rapiña, por manejar las riendas del poder, que a los ambiciosos puede. Uno de estos cuentos de viejas era el inventado por el propio poeta Ronsard y sus vástagos cursis de la Pléyade, quienes, en un ramalazo de locura, que por entonces – ¡entonces y siempre, porque ayer es mañana!- era la moda de las Cortes coloniales europeas ( no en vano escribieron Erasmo de Rotterdam y Miguel de Cervantes ), se inventaron una leyenda ditirámbica, al modo de una anacrónica Eneida, que vinculaba el trono de los Capetos de Francia al hijo de Héctor el Troyano, Astianacte, a pesar de que en la Ilíada se decía bien claro – tal vez Homero ya previese este triste desenlace- que el niño había sido arrojado por los griegos desde el balcón del palacio de Héctor en Pérgamo. Por otra parte, ningún historiador se quiso meter con esta interpretación, ya fuera por temor o tal vez por miedo, y dejaron hacer a los cronistas de fantoche lo que quisieron, llevando su farsa a los escenarios de teatro algunos dramaturgos que pretendían hacerse valer en la Corte propagando una piadosa calumnia. En Italia, por aquel entonces, Ariosto había hecho otro tanto en el Orlando Furioso con sus generosos mecenas en cuy
as mansiones comía a manteles, desplegando sus sirenas ante los navíos recargados de sus benefactores, quienes no dudaban en dejar caer un fragmento de su cornucopia en las mandíbulas de perro fiel del fabricante de azucaradas octavas. No le había salido tan bien a Camoens en Portugal, porque en lugar de báculos de oro en que apoyarse, había encontrado fosas en que poco había faltado para que lo precipitasen sus enemigos antes de concluir, con un ojo de menos y una musa de más, su sincero y melancólico poema Os Lusíadas. En Inglaterra, el simpático Shakespeare, con media cara de burla y otra media de veras al modo de Arlequín, había capeado la situación para hacer un hueco a la verdad en el pinchado globo del espectáculo. Alemania todavía no sabía cómo se llamaba, y en España, Don Luis de Góngora y San Juan de la Cruz, padres de la poesía desde Garcilaso y Fray Luis de León, junto con el desengañado Francisco de Quevedo, siguiendo las escuelas de Marino y Santa Catalina de Siena, representaban al arte en medio del mercado burdo de Lope de Vega. Por esa causa los franceses no se sentían aislados en su capricho de potenciar la autoestima de su nación en tiempos en los que el dinero venía de América, y no dudaban en llamar a Luis troyano, hijo de Héctor, Paris para las mujeres y París para el mundo. El Rey Sol, cuya política consistía en una constante propaganda, quería ser el heraldo de la Fama, extender su personalidad por las naciones extranjeras aparentando ser un Justiniano de las leyes y un Alejandro de la moda, y esta idea de una noche de juerga le había parecido la piedra filosofal de su gobierno, y había premiado a sus inventores con un laurel simbólico. Le sobrevino entonces la fiebre de retratarse en todas las poses imaginables – de cuerpo entero con un manto de armiño, encima de un caballo pura sangre que hacía corvetas graciosas, con armadura sobredorada y un cetro de flores de lis aplastando una piedra en el camino, en medio de sus cortesanos distribuyendo honores, delante de un enano mostrando lo grande que era, jugando al billar con manguitos de seda de la China, tomando café en porcelana de Sévres, estornudando en un pañuelo con sus iniciales y un largo etcétera no recomendado- y los retratistas lo seguían por todas partes con el lienzo, el pincel y los colores, tratando de captarlo en cada una de sus frívolas facetas. Si bien es cierto que nunca había ido a la guerra, aparecía grabado en estucos dominando los pueblos más belicosos, sonriendo con superioridad al estilo egipcio delante de un rehén de guerra que le besaba las rodillas y que parecía decirle que se había enamorado de él. Su manía por verse en todas partes, por dominarlo todo, hasta lo más nimio, y por ordenar cualquier cosa con tal de que le obedeciesen, le había llevado a congregar a todos los cortesanos en su dormitorio para enseñarles cómo había que desnudarse antes de ir a cama. ¡Qué difícil era entonces la vida en la isla de Versalles! Los cortesanos esquivaban al monarca, y cuando lo veían en los jardines o lo anunciaban los guardias reales, se escabullían de su presencia para no ser hallados en falta en sus atuendos, en sus peinados o en el lustre de sus botas de montar. Preferían los habitantes de aquella Citera inexpugnable caer en un delito antes que en un defecto de ceremonial, porque las represalias del Rey eran mayores en este último caso. Lo que ocurría era que, aún con estas ridiculeces, el negocio de la monarquía absoluta era rentable para el fariseísmo reinante en la Corte, pues más valía gobernar al lado de un loco que no gobernar. Colbert, que tanto valía para un roto como para un descosido en política, era el preferido de Luis. Su labia lo seducía cuando hablaba de los asuntos internacionales y colocaba al monarca por encima de las estrellas. “América es nuestra” le decía al crédulo Capeto, “España está en decadencia y perderá sus posesiones en menos de quince años. Su Majestad posee la Luisiana en América del Norte, que proporciona enormes rentas de algodón y de tabaco. Es nuestra la Guayana en el Perú, donde extraemos más de la mitad del oro de las arcas públicas. Ahora, cuando el fruto está a punto de caer de maduro, es cuando hay que atacar con vigor a los galeones españoles. Inglaterra practica el corso con los buques de Castilla, ¿por qué no hacer nosotros lo mismo? ¿Acaso una isla en el atlántico norte vale más que Francia entera?”. Cuando esto oía, Luis no podía resistir el impulso de sonreír pensando en lo que podría dar de sí el reino si América fuese francesa. Aprovechando esta coyuntura, la oratoria ciceroniana de Colbert continuaba impresionando al coronado maniquí, y el valido, como un viajante de comercio experto en encandilar al oyente con el aire que se escapaba de su boca, proseguía su inacabable disertación: “He tenido noticia de un pirata de nacionalidad francesa que responde al nombre de Jean Bart y lleva haciendo pesquisas, pillajes, abordajes y hundimientos de navíos españoles en las Antillas desde hace casi una década. La política de Su Majestad se vería favorecida si le concediésemos una carta de corso al bandido, una concesión al menos por siete años, de modo que se convirtiese en un mercenario a nuestras órdenes con la condición impuesta a la nación de concederle algún grado militar. De esta manera, sin apenas gasto aparente, podríamos servirnos de él para aumentar al menos en un tercio los ingresos del Estado. La Reina de las Brujas ha hecho lo mismo en Inglaterra con Francis Drake, y tengo noticias de que con los dividendos obtenidos de esta operación financió la batalla naval de 1588, que se resolvió con la derrota de la armada española”. “Eres un Catón en política, Seyano mío” confesó Luis con orgullo, limpiándose las comisuras de los labios con un lenzuelo entretejido con gruesas perlas de Ormuz, “Haz lo que te parezca. Te doy licencia para que hagas lo mejor para Francia, pero sé más prudente que Richelieu y Mazarino. A pesar de la decadencia actual a la que se ven sometidos, esos Habsburgo son duros de roer”. “Bah”, despreció Colbert, “Los Habsburgo son los cartagineses de Europa. Roma tiene que terminar venciéndolos. Al principio firmaron con los portugueses ese ridículo Tratado de Tordesillas en el que se dividían el mundo a partes iguales, y nuestro señor Francisco I se rió de buena gana con semejante partilla autorizada por el Papa, que no parecía sino que portugueses y españoles eran los gemelos del padre Adán. Pero la historia terminó deponiendo su orgullo, y la Reforma Protestante les arrebató el Sacro Imperio y Holanda. Yo os aseguro, Alteza, que llegarán tiempos en los que Austria sea el único reducto para los Habsburgo, y la dinastía de los Capetos se anexione el reino de España, y Francia dé leyes a Europa entera y un caudillo valiente, representante de la grandeza francesa, se convierta en el embajador del Derecho, al igual que un Príncipe de la Civilización. Francia, el país conquistado por César pero nunca sometido a su magisterio, será el motor destinado a desplazar las aspas invencibles del molino de la Historia”. Llegando a un arriate de orquídeas, rosales y claveles en la fuente de Diana, Colbert pareció enmudecer después de su estudiada peroración. No se esperaba de ninguna manera que el Rey se detuviese en seco y mirase de repente a una rana que croaba entre los nenúfares del estanque de la diosa del misterio. Y menos se esperaba que el Rey le hiciese esta pregunta, con las pupilas pequeñas y negras de sus ojos adormilados clavadas en su apergaminado rostro de histrión: “Dime, hijo, ¿qué es la Historia?”. Colbert no sabía si la pregunta era una trampa, e hizo un amago de respuesta inacabada, con el fin de que el monarca cambiase la formulación de la pregunta, una técnica aprendida en su juventud consagrada a las clases de retórica. Pero el Rey, se rió antes de que el ministro contestase, y él mismo respondió: “La Historia, si es algo, tiene que ser algo más que lo que estamos hacien
do nosotros. El Lenguaje, oh, el Lenguaje es un manto que tapa las vergüenzas, pero las cosas nadie las conoce. Las cosas…”. Y no terminó la frase. Después, olvidando por completo al Ministro de Hacienda, extrajo de una petaca de terciopelo de Utrecht de color ámbar una hoja de mejorana y, acercándola a la nariz, aspiró su perfume refrescante antes de arrojarla al agua fría y transparente del estanque en el que nadaba una pareja de esturiones, desplazada de su edén ruso a unas tierras extrañas donde los elementos eran pura figuración. El monarca vio como la débil hoja caía e el agua, y los círculos de energía ondulatoria que trazó su caída como un bello Génesis, y estuvo atento al instante en que las ondas devolvieron a la planicie del líquido de la vida el don de la quietud. Sonrió y se fue sin darse cuenta de que la chorrera de cachemira se le había caído al suelo, y que Colbert lo llamaba desde lejos sin atreverse a interrumpir su huída, con la chorrera en la mano como un pañuelo de despedida. El Rey permaneció un día comiendo en su aposento, ordenando que la servidumbre lo atendiese como de costumbre, y no se dejó ver en las fiestas de Palacio ni en el comedor común, distrayéndose un tanto con la lectura de libros piadosos, en especial textos místicos de Santa Catalina de Siena y de Santa Teresa de Jesús, caminando por lugares que no estaban a la vista de sus cortesanos dentro de su inmenso universo personal de Versalles, y hablando largas horas con su perro Faetón, un setter de orejas dóciles y porte dominante, tan parecido a él que por esa causa lo amaba más que a los casi mil doscientos perros de caza de todas las razas conocidas que alimentaba en las perreras reales. Se sorprendió de que había aborrecido los espacios abiertos y buscaba intimidades en cualquier rincón al que otorgaba el amor se su alma de verbena caducifolia, en especial un sombrío bosquecillo escondido en las proximidades del estanque de Flora, donde oía cantar los pájaros (ruiseñores, jilgueros, escribanos, petirrojos, canarios y algún que otra desafinada urraca, Piéride entre las Musas) y se adormecía contemplando una tapia con relieves antiguos de terracota cubierta por una mata de madreselva en flor, y su sueño terminaba por ser interrumpido por la caída de la lluvia, cuando los senescales, chambelanes, acólitos y jardineros colocaban una funda de varias capas de cuero, a modo de palio, sobre la cabeza del monarca dormido, y este se despertaba al oír el repiqueteo del diluvio bajo el cual su sueño reinaba. Este delicado velo de pietismo fue rasgado por una oleada de desenfreno algunas semanas más tarde, y la Corte no supo a qué atribuirlo, pero el Rey había invertido los papeles y ahora se entregaba con interés al vicio de jugar hasta altas horas de la noche y de conceder largas veladas a sus súbditos aristócratas, además de mostrarse partidario de legalizar la piratería contra los españoles, de combatir la nación de las Provincias Unidas por algunas injurias publicadas contra Francia y de coleccionar maquetas de todos los estados conocidos, que guardaba celosamente en su gabinete de estudio donde se desplegaban los mapas del mundo conquistado. Fue la cuestión que Colbert, comodín de la política real, aprovechando el cambio de humor del monarca, invitó a la Corte a Jean Bart para que fuese presentado al Rey Sol. Este llegó acompañado del ministro a la Sala de Recepción, mientras no paraba de abrir la boca, al modo persa, contemplando las riquezas que había en Palacio, donde el oro y las joyas se usaban tanto como el hierro y el cemento. Iba vestido con una levita roja y llevaba una valona desproporcionada, con una misión más recargada que elegante, y pisaba fuerte en el pavimento a la vista de la Guardia Real con sus botas de espuela, mirándolo todo con temor y desconfianza, como aquel que no las tiene todas consigo. Para él, las grandes mansiones de los potentados eran un peligro patente, donde colgaban las horcas que ajusticiaban a los delincuentes como él, y temía más a la pluma de los escribanos que a la espada del Cid. El Rey lo recibió sin demasiado continente, y el corsario se admiró mucho al ver al Apolo de Francia, a quien creía un gigante como Gargantúa, y apenas era un hombrecito de rostro adormilado que no le llegaba con la cabeza a los hombros. El pirata puso la rodilla en tierra y declamó fórmulas aprendidas el día anterior. El Rey le dio un golpecito en la espalda con la palma de su mano y le extendió un pergamino sellado y lacrado que contenía la licencia de corso. Después cada uno se fue por su lado: el pirata regresó a su mundo y el Rey al suyo, tan iguales en su diferencia. Un mes más tarde, se representaba en el Trianón Tartufo de Moliére. A Luis le entusiasmaba el simpático dramaturgo, en cuyas obras representaba al pueblo de Francia (única información del mismo contrastada por el soberano) y hacía desfilar delante de los nobles a los frívolos como Don Juan, los inocentes como la Agnés de La Escuela de las Mujeres, los chistosos avaros como Harpagón, los hipocondríacos como el protagonista del Enfermo Imaginario, los rabiosos como el Misántropo, y los esperpentos de la filosofía griega, caldo de cultivo de todas las Academias. Pero el día del estreno de Tartufo algo insólito sucedió en la Corte: a los clérigos encabezados por el obispo de París no les pareció nada bien aquella caricatura del hipócrita sin escrúpulos que simulaba una vida piadosa para aprovecharse de la ignorancia de sus huéspedes. A las mujeres, especialmente a la Reina, le hicieron mucha gracia los piropos de un presunto meapilas, quien disimulaba una pasión que no podía resistir por más tiempo, a punto de ser incendiado en el cuerpo de la mujer amada, infierno que lo consumía, dando a la carne lo que debiera estar reservado para el espíritu, algo que predomina en el género frívolo, entretenido y a veces hasta trascendente de la novela francesa. Cuando el dramaturgo bajó al escenario para saludar al Rey junto con la compañía de actores, se encontró con que el monarca no aplaudía y miraba con rostro serio el tablado, como si estuviera en un funeral. A su lado, el trágico Racine tampoco decía esta boca es mía, alegrándose en su fuero interno de que una buena comedia fuese despreciada ante las artificiosas tragedias encubridoras de hueras pasiones y vulgares repeticiones de pasajes clásicos, con excepción de Fedra, imagen de su tiempo y símbolo de Francia, que saturaban la producción del artesano de rimas. Los actores abandonaron el escenario con el consuelo de un breve aplauso de la Reina, entretenida con lucir su abanico de plumas de pavo real, y el propio Moliére, sorprendido (aunque sospechoso) de haber perdido el favor del soberano, que entonces era moneda de curso legal para los que querían matricularse en la difícil y sinuosa carrera cortesana, se ocultó detrás del telón, como un actor más, y les dijo en camarilla a sus compañeros de representación que por primera vez el viejo no se había reído. La Reina no trató de adivinar nada, pues su marido le importaba solo formalmente, y con tal de que no la acusase de adulterio le daba lo mismo que arase o que sembrase, y, antes de abandonar su butaca, le preguntó a Luis con despreocupada resignación: “¿Te vienes?”. “No”, respondió el Rey, quiero hablar con el realizador”. Sin insistir más, Madame se perdió entre los asistentes y El Rey permaneció en su asiento con gran sorpresa de todos, pero Hardouin- Mansart, con la venia del monarca, los tranquilizó autorizándoles que podían irse. Jean Baptiste Poquelin, de pseudónimo Moliére, con señales reprimidas de intranquilidad acudió a la llamada del monarca con un sombrero de piel de vaca de Normandía en la mano derecha, y nada más colocarse ante el Rey hincó la rodilla en tierra. “Nada temas” le dijo Luis adivinando su pensamiento, “solo quiero hacerte una pregunta”. Moliére empezó a preocuparse. Su cabello largo y negro peinado por las Musas contrastaba co
n la palidez mortuoria del semblante, acentuada por el miedo a la muerte, instinto animal difícil de vencer por obra de la divina inteligencia. Su boca se torcía en una casi inapreciable mueca cómica, tapizada por la brevedad de su bigote de farandulero, que hasta en el temor resultaba simpática. “Responde a esto con sinceridad” ordenó el soberano, “¿Te parece que yo soy un hipócrita?”. Aquella pregunta solo fue oída por un soldado de la guardia que, por orden del Rey, se había quedado a velar por su persona. Moliére comprendió la malicia de la pregunta, digna de un fariseo o de un periodista ( especie no modelada todavía en los talleres de la sociedad humana), y decidió responder con la astucia griega y no con la caridad cristiana, que hubiera podido comprometerlo delante del poder temporal. “Majestad, de ninguna manera me parecéis hipócrita, sino el mayor de los reyes que tuvo Francia. Vuestras obras colosales engrandecen a la nación, mostrando al mundo el poder del país que un día oyó tañer las trompetas de los galos. No hay una Corte en toda Europa tan fastuosa como la vuestra. No fueron mayores la Villa Adriana en el Tibur, ni más espectaculares los jardines colgantes de Babilonia, ni más grandiosas las pirámides de Egipto, ni más majestuoso el Coliseo de Roma, ni más elaborada la mansión de cedro del sabio rey Salomón. La Antigüedad, avergonzada, le otorga el laurel a vuestra cabeza. ¿Cómo, pues, no vamos a estar todos los franceses orgullosos de nuestro Rey? Sus manos derraman oro, su noble corazón destila perfumes embriagadores, las máximas de su boca son leyes justas, su mirada compasiva sobre los pueblos es nuestra victoria”. Moliére creyó suspirar aliviado después de esta apología que acariciaba las orejas de cualquiera, pero el monarca, lejos de quedar convencido, se volvió hacia él con un ceño que lo retaba, un ceño que a pesar de su cuidado recorte, no había logrado parecerse al del Júpiter de las estatuas del pasado. “Eres un poeta, y no te cuesta nada declamar tantos encomios e hilvanarlos de manera que seduzcan al oyente, porque a nadie amarga un dulce, pero yo he leído algo semejante en Marcial, y en Estacio, y en Petrarca, y también en Horacio y en Virgilio. ¿Por qué empleas el estilo de las odas? Habla ahora como un satírico, como Juvenal, y dime lo que piensas realmente. Yo sé que no puedes decírmelo, porque si lo hicieses, tú dejarías de ser Moliére y yo Luis XIV. Los hombres llevan toda una vida viviendo juntos, y terminan muriendo sin conocerse. Sí, ¡me he vuelto filósofo a mi edad, después de una vida pecaminosa orientada a distinguirme de todos los que me rodeaban! Me gustan los cuadros y las ventanas, porque temo a los espejos; me gustan los trajes y el boato, porque temo a la desnudez de mi pobreza; me gustan las mujeres, porque quiero olvidarme entre sus caricias de que nunca he amado; me gustan los jardines y las extensiones de terreno, porque me imagino que soy libre sin salir de la comodidad de mi choza; me gusta la elegancia porque soy un vulgar paleto sin sensibilidad para apreciar la belleza de las cosas más sencillas; y por último, me gusta ser Rey porque cuando ordeno, solo Dios sabe quién es el enano que se ha disfrazado de gigante, el ratón que se ha vestido de león, el mosquito que se ha introducido en el cuerpo muerto de un águila, que preside los destinos del pueblo siendo dueño de sus personas y de sus haciendas, y que no puede darse una sola orden a sí mismo, porque no es otra cosa que el fantasma de la grandeza y de la majestad, un pellejo hinchado que he visto dibujado en mi cuadro preferido, un espectro de aire vano que sopla con vigor antes de perderse en la infinitud de la verdadera vida”. Si al dramaturgo lo pincharan en aquel momento, en lugar de sangre de su herida saldría opio, de tan asombrado como estaba de una declaración sin precedente clásico alguno, ignorada por las monografías de Plutarco y por las curiosidades de Aulo Gelio y el sensacionalismo de Dión Casio. No supo qué contestar, porque en aquel momento su persona se encontraba fuera del tiempo, y todo lo que dijera sería tan inútil que ni tan siquiera la elevación instrumental del poeta podría hacerlo materia de arte, sacralizándolo de generación en generación, pues el acto en sí ya era sagrado y milagroso, cuerpo mismo del Sentido formado por las percepciones de todos los hombres, pájaro de la eternidad o rostro del Ser, que es el Dios que formamos. El Rey siguió hablando, pero mientras hablaba se iban desvaneciendo sucesivamente la sala con sus juegos de cortinajes, sus máscaras de ópera polimorfa, las bambalinas, las plateas del teatro, el guardia hirsuto y taciturno, el grandioso Versalles con sus canales y sus fuentes, los trovadores de los sentidos, la majestad de la dimensión, los perfumes a mirra y a palo de rosa, los sobredorados instintos del monarca –caballos de plástico sueño-, y el propio dramaturgo que por fin comprendió el argumento de la comedia que estaba esclareciendo sus metáforas. “Veo el cuadro de la realidad, donde se representa el Sentimiento, que es el Amor, en figura de pastor que se entrega derramando su sangre purpúrea como la energía de la vida, que yo, en un delirio por disfrazarlo todo y ocultarlo detrás del decorado de mis prejuicios, mandé pintar de rosado, color de la vanidad, que es la fantasía del mal que diseña las seducciones inestables del mundo – representación del estado del alma o esencia de la existencia-, los abismos pasionales de la Creación, los lejanos astros y los cercanos postres del placer, cuya presencia exterior es una proyección cinematográfica de la tierra prometida del corazón humano, escala hacia la Divinidad o el paisaje del Ser unido, del Espíritu, suma de los colores de la materia. El Lenguaje, la apariencia, representa el universo en la pantalla infinita de la Nada, que es nuestra ignorancia, y parece que sus máximas científicas son reales, cuando en el fondo son el tinte rosado de la verdad del amor, templo en el que se recoge la conciencia humana, es decir, la música del tiempo, de la cual mi vida es campana sonora. Crear un Lenguaje, crear un Estilo, es al fin y al cabo terminar en la pantalla de la Nada cuando la representación se desvanece. Solo quedo yo, y tal vez tú, intérprete que me escuchas; y la Historia, la Creación, es únicamente una caja de resonancia de nuestro diálogo por los siglos de los siglos”.