Daniel Ruiz García: “Para mí la literatura es algo orgánico”
Por Coradino Vega.
Escritor y periodista, Daniel Ruiz García (Sevilla, 1976) se ha labrado en poco tiempo una sólida obra narrativa. A su primera novela, Chatarra, I Premio del Certamen de Novela de la Universidad Politécnica de Madrid, escrita cuando sólo tenía veinte años y llevada a la pantalla por Rodrigo Rodero en un corto preseleccionado para los Oscars de 2007, se han ido sumando Perrera, La canción donde ella vive, ambas publicadas en 2009, La mano (Premio de Novela Corta de Villa de Oria en 2010) y la recién publicada Moro, una historia que comienza siendo una especie de epopeya contemporánea de la inmigración ilegal, que se va haciendo cada vez más sórdida conforme uno se adentra en sus páginas y para la que su autor realizó una estimable labor de documentación y trabajo de campo. Daniel Ruiz García colabora en diversos medios digitales y lleva un blog, Juntando Palabras, en el que conjuga su pasión por la música con la reflexión siempre punzante sobre el panorama político, social y cultural, y sus preocupaciones más cotidianas. Su prosa, caracterizada por una contundente expresividad, se ha convertido en alimento para un nutrido grupo de lectores devotos de su penetrante capacidad de análisis, su sentido del humor y su mirada tocapelotas a la vez que sensible. Lo normal es que, un día entre semana, a las tres de la madrugada, Daniel Ruiz García no esté en un bar disertando sobre el futuro de la novela o metido en Facebook perorando sobre cómo debería ser la literatura actual. Si todo va bien, estará dormido. Pero también hay noches en que podremos cogerlo in fraganti, preparando un Apiretal, sin reparar en que a la mañana siguiente tendrá que tomar el metro para acudir a la agencia de comunicación en la que trabaja desde hace años.
―Para el crítico inglés Cyril Connolly, no había peor enemigo del escritor que tener descendencia. El encumbrado Jonathan Franzen, por ejemplo, sigue opinando lo mismo. Sin embargo, tú pareces llevarlo todo adelante con una presencia de ánimo envidiable. ¿Cuál es tu secreto? ¿Cómo lo haces?
La postura del escritor que renuncia a tener hijos obedece a un cliché algo polvoriento y al mismo tiempo bastante prestigiado de autor egoísta, vanidoso y que sólo vive para dar calor y amor a su obra, como una especie de maldición obsesiva y de la que le es imposible escapar. Todos los autores tenemos una cuota de egoísmo y vanidad, pero también necesidad de desarrollarnos personalmente. El escritor vive, siente y padece como cualquier otro mortal. Sus aspiraciones vitales no son distintas, pienso, a las de un fontanero o un albañil. En términos puramente literarios, creo que los hijos son toda una experiencia, y esa experiencia puede incluso beneficiarte desde el punto de vista creativo. Es igual que otras cosas como ver morir a alguien, o como padecer un accidente, o como el desamor. Las grandes experiencias, también las dolorosas, llevan implícita una ganancia: son nutrientes literarios, algo de lo que extraer vivencias que pueden ser transformadas hábilmente en carne de palabras. En mi caso, creo que los hijos me han dado bastante estabilidad, me han puesto en el mundo, y ahora soy mucho más estructurado que antes. Duermo menos, pero lo tengo todo mucho más claro, las preferencias, lo que tiene y no sentido, y sobre todo lo ridículo que resulta creerse que eres más elevado o trascendente por el hecho de juntar palabras. A estas alturas de la película, un escritor es más bien un ave exótica, una excentricidad, y los que se rinden a esta tortuosa afición deben aprender a sobrellevarlo como puedan. La literatura no ha dejado de tener un componente en cierto modo religioso para mí, pero ahora entro en ese templo sin creerme que soy el Sumo Sacerdote.
―Tus posts desprenden una fuerte personalidad, un rasgo de carácter presidido por una independencia casi anacrónica, a caballo entre la pasión y el escepticismo, y una autenticidad difícil de encontrar hoy día. ¿Cómo crees que ha afectado la irrupción de los blogs y las redes sociales en la cotidianeidad del escritor?
Soy consciente de que la autenticidad es un concepto algo demodé. Yo mismo reniego de ese concepto, me suena pretencioso, demasiado elevado y etéreo. Pero percibo en el ambiente una tendencia hacia justamente lo contrario, hacia una superficialidad extendida, que se ve mucho en el hecho literario. Me considero un escritor periférico, en toda su extensión y con todas sus implicaciones. Por eso cuando me acerco a los círculos literarios de Madrid o Barcelona, cuando compruebo toda la actividad social y de marketing que rodea a ese simulacro de las relaciones reales que supone el entorno 2.0, me entran verdaderas arcadas. Creo, primero, que todo el debate que se genera, que toda la reflexión, toda la santificación de libros y autores, es algo que se queda sólo en unos cuantos, y esos cuantos están demasiado lejos de la realidad literaria, de lo que se lee y se respira en la calle. Y también creo, segundo, que hay demasiada pose, demasiada afectación, ganas de figurar. También mucho espíritu epatante, obsesión por ladrar para que el ladrido se oiga, aunque sea a cualquier precio, porque lo que de verdad importa no es la palabra, sino el ruido. Conozco otros ámbitos como el empresarial o el de la política, y cuando caes en el mundo editorial compruebas que no es para nada mejor que esos otros. El nivel de navajazos, la densidad de abrazaespaldas, el volumen de resentidos profesionales puede acercarse al que existe por ejemplo en la política. Porque aquí jugamos con algo tan frágil como el ego, y es sabido que no hay nada tan desmesurado como el ego de los escritores, o el de los que se dicen escritores pero no escriben una línea, que de ésos también hay muchos. Y porque aquí, no nos engañemos, el pastel que uno puede aspirar a comer es diminuto. No se gana dinero con la literatura, siendo generosos creo que no hay ni diez personas en toda España que vivan realmente de sus libros. En general, dentro del sector, las cifras económicas que se mueven son irrisorias, si se compara con otros sectores como, no sé, el financiero o el de la comida de animales, por poner dos ejemplos. La hambruna del sector editorial es lo que mueve realmente a la miseria, y a las actitudes miserables: arribismo a cualquier precio, capacidad sin fondo para la adulación gratuita, pericia con la navaja. Veo a muchos escritores que se llenan la boca denunciando las miserias y las injusticias humanas, pero esos mismos escritores después llevan años sin liquidar el porcentaje anual de sus libros. La flexibilidad, ese concepto empresarial tan en boga, funciona muy bien en un sector como el editorial, donde al parecer nadie tiene derecho a cobrar, porque claro, ya se sabe, escribir y hablar de libros es algo tan hermoso, implica tanta sensibilidad, que tener la oportunidad de estar ahí es casi un regalo. Creo que en torno al negocio editorial se han generado demasiados malentendidos. Y las redes sociales no han venido precisamente a solucionarlos, sino a fomentarlos aún más, a partir del hecho de que cualquiera puede montar su blog en diez minutos y su perfil de Facebook en cinco, y decir desde ahí lo que le interese.
―Sin dejar la visceralidad en ningún momento, la prosa que utilizas en tu literatura se retuerce, se vuelve más barroca, como si pretendieras distorsionar la realidad en una suerte de expresionismo quevediano o valle-inclanesco. Esto sucede menos en Moro, donde hay una voluntad de secar el estilo que no siempre se cumple, pues el uso de las metáforas y las comparaciones parece en ti algo inherente. ¿Te sale de forma natural o hay alevosía en esa atención especial a las posibilidades del lenguaje?
Desde siempre me ha interesado la literatura con cierta ambición estilística. Reconozco que no puedo huir de un modo de contar algo expresionista, que me mueve a descripciones de la realidad un tanto impertinentes desde el punto de vista narrativo y que tiende a la exuberancia. Y sí, aunque en Moro estoy algo más contenido, al final el lenguaje sigue supurando metáforas. No puedo evitarlo. Para mí la literatura es algo orgánico, necesito escribir de una forma que está más allá de lo razonable. De hecho, mi obsesión por la escritura, mi necesidad de contar y expresarme, tiene más bien poco de razonable. Lo razonable sería dejar de hacerlo, dejar de sacrificar horas de sueño y desvelos a este mal vicio que además me convierte en un siervo. En todo caso, creo que mi concepción orgánica de la escritura hace que también mi propia literatura se contagie de mi condición fisiológica. Yo tengo una tendencia natural a engordar, a coger peso, y en cierta forma también le ocurre eso a mi literatura: tiende a adquirir adiposidad, grasa, una grasa que muchas veces embellece el texto pero que a alguna gente puede resultarle desmedida. Creo en el funcionalismo de la literatura pero también creo en el ornamento. Es difícil encontrar el equilibrio, pero el aderezo de las dos cosas es lo que otorga la gracia al texto. Un buen ideal sería Frank Lloyd Wright y su “estilo de la pradera”: espacios habitables y funcionales pero intrínsecamente hermosos, de una belleza elemental, atávica, casi religiosa.
―Moro comparte punto de partida con la forma de escribir literatura pegada a la realidad del Nuevo Periodismo norteamericano y la non-fiction de Truman Capote o Rodolfo Walsh, pero después uno comprueba que estamos ante una novela en el sentido clásico del término, una novela que empieza leyéndose como un libro de aventuras y que muestra unos personajes profundamente humanos ―tanto en sus facetas compasivas como malevolentes― que marcan una importante diferenciación respecto a la frialdad de cierta literatura contemporánea. ¿Qué efectos crees que ha tenido la autoconciencia textual posmoderna en el viejo oficio de contar mentiras tra-la-rá?
Creo que los años pujantes en lo económico han tenido también una clara traslación a la literatura. Parece como si la bonanza vivida al calor del ladrillo hubiera favorecido en España un tipo de literatura acorde con los tiempos. Una literatura que renegaba del debate moral y crítico, o que más bien trasladaba el debate al plano de la forma: qué color usar para el lienzo, en lugar de reflexionar sobre la propia representación, sobre el objeto sobre el que se posa la mirada. Un debate, en realidad, muy antiguo, tan antiguo como los -ismos de comienzos del XX, o como toda esa gigantesca broma creativa de Marcel Duchamp. El resultado ha sido una ingente literatura bobalicona, ombliguista, muy amante del juego, naïf, que sabía a tabaco ultralight, y que hacía poco daño y era resultón para exhibir encima de la chimenea. Ahora el bote de la Nocilla parece haberse acabado, volvemos a tener hambre, y se enarbola una supuesta vuelta del drama, como si el drama nos hubiera abandonado alguna vez. Lo político se instala otra vez en la agenda literaria, cuando durante años todos despotricábamos de la ingenuidad y el apulgaramiento de los autores comprometidos de los 50. Pero a muchos de estos autores les cuesta dejar de vivir sin la nocilla, no acaban de acoplarse a la nueva dieta, tienen el pie cambiado. Por eso el panorama está como está: muchos ciegos dando palos al aire. Muchos habían pregonado el fin de la novela, se habían reunido en las plazas públicas para hacer hogueras comunales con los mamotretos del XIX, defendían con los dientes apretados una literatura supuestamente rompedora, audaz, basada en la hipertextualidad, en el discurso fragmentario. En esta realidad dura y en blanco y negro que nos toca vivir, todos estos autores que se miraban el ombligo se ven en la tesitura de tener que ponerse abrigo y salir de una vez afuera, a decir las cosas en la calle, donde hace frío y pasan cosas.
―De hecho, lo que sucede en Moro no es mentira. Sucede a diario ante nuestros ojos, ante nuestra indiferencia, ante nuestro habernos acostumbrado a lo que sale en el telediario. Podría decirse que es la historia de una corrupción. O de cómo los sueños de progreso acaban en los monstruos engendrados por las pesadillas del bienestar. ¿Sigues creyendo en las posibilidades de una literatura engagée?
Creo, como te he dicho, que la literatura comprometida está bastante desprestigiada. Pero sin duda los tiempos críticos obligan a replantear los motivos de preocupación; también los literarios. Y es una evidencia que durante los últimos años la literatura española se ha despreocupado bastante de la mirada social. Estaba más interesada en el juego, en integrarse en el club de las narrativas nacionales cosmopolitas. Cuando ésa nunca ha sido la liga de la literatura en castellano. Nuestra tradición es gris, es barroca, pero de un barroco triste, en el mejor de los casos cínico o sarcástico, con el ojo siempre posado sobre lo social, sobre la calle, sobre las miserias humanas.
―¿De dónde proviene tu necesidad de describir la sordidez de los espacios en los que se desarrolla Moro?
Desde que me planteé la idea de contar una historia tan real como la epopeya de un inmigrante ilegal que llega en patera a España, sorteando el infortunio de una travesía desgraciada a través del Estrecho, era consciente de que una historia así sólo podía tener un tratamiento de tintes sórdidos y miserables. He pretendido ser consecuente con este planteamiento, llevándolo hasta sus últimos términos, sin por ello caer ―creo― en el regodeo o el recargamiento. De ahí que mi prosa en este caso sea pretendidamente más sobria, aunque no tengo claro que en algunos momentos lo haya conseguido.
―Sin embargo, en medio de esa atmósfera miserable, sucia e incómoda de mirar, surgen retazos de lo que podría llegar a ser la vida. ¿Es posible escapar del determinismo y sortear la fatalidad?
Creo en valores como la solidaridad espontánea, el sentimiento de humanidad, los atributos más nobles del ser humano, pero ante determinadas presiones, en una situación de explotación, cuando la miseria asoma, nos convertimos en algo puramente animal. Somos animales, y como tales buscamos siempre la supervivencia. La supervivencia de “los de abajo del todo”, como los llama Günter Wallraff, implica empujar hacia arriba para abrir el tapón y dejar que entre el aire. Pero es demasiado peso el que tienen encima, y no hay otro final que la asfixia. Me gustaría pensar en happy ends, pero en la vida éstos no suelen darse. Y mucho menos aún entre gente cuyas posibilidades económicas son nulas, y a las que sólo les ampara el milagro o la suerte cuando ésta se convierte en una bromista puñetera.
―¿Cómo fue la labor de documentación para recrear secuencias como la travesía del Estrecho con la que se abre la novela?
Fue el reto con el que arranqué la concepción de la propia novela: tenía interés en narrar algún tipo de hecho de carácter épico. Sé que suena algo pretencioso, pero para mí era un desafío. En este mundo de miserias que nos ha tocado vivir, creo que pocas cosas pueden ser tan épicas como la travesía de un puñado de inmigrantes a bordo de una embarcación ilegal a lo largo del estrecho. Claro que es una épica degenerada, porque no implica una victoria honorable, sino únicamente sobrevivir. Es una epopeya de la desgracia, como en general lo es todo el libro. Narrar este paso del estrecho, u otros como el trabajo en una plantación ilegal de fresas en Huelva, implicaba, claro está, una labor de documentación previa importante. Era cuestión de honestidad personal. Es por ello que hice cosas que nunca he vuelto a hacer hasta ese extremo: mantener entrevistas personales con asociaciones de ayuda al inmigrante, realizar el mismo trayecto que mi personaje principal una vez que llega a España, visitar prácticamente todos los lugares de la narración. Y por supuesto, consultar hemeroteca, hasta adquirir un conocimiento general del terreno, del tema, que me permitiera abordarlo literariamente sin sonrojo.
―No hace mucho leí que a César Aira no le interesaba para nada la literatura que precisara de un recabamiento previo de información. No lo decía exactamente con esas palabras. ¿Por qué los escritores son tan dados a las afirmaciones taxativas y al desdén por todo aquello que no hacen ellos?
Yo creo que el tema de una novela es el que determina el estilo, y también incluso la forma de acercarnos a la escritura y preparar la narración. Una novela como ésta sólo es asumible, a mi entender, desde un planteamiento honesto, que implica un acercamiento riguroso al asunto. Estoy muy lejos de ser un obseso de la documentación, es más, creo que en muchos casos un exceso de detallismo echa a perder una trama, pero hay historias que lo exigen. La de Moro podría ser una de ellas.
―Analizando la estructura de la novela, la empatía que muestras a la hora de crear el alma de tus personajes, el uso del lenguaje, el dominio de la trama, la elección del punto de vista y las coordenadas espacio-temporales, cualquiera diría que entre tus preocupaciones vitales no está la de convertirte en el James Joyce del siglo XXI. ¿No es eso acaso, para un escritor de tu generación, pecado venial?
Lamento que mi planteamiento literario pueda resultar un poco tosco o elemental, pero particularmente en la literatura sólo busco buenas historias y que estén bien contadas. Que estén bien contadas implica que tengan una ambición estética, sin renunciar a plantear dilemas y a generar debate y reflexión. Hago un repaso de toda la literatura que me gusta y que me conmueve y en todos los casos se repite esta premisa. En sí misma constituye, pienso, una gran ambición, ya que construir buenas historias y conseguir que impregnen a los lectores, que los arañen, es un gran mérito. Cuando empecé a escribir, hace 15 años, probablemente albergaba la esperanza de convertirme en un mesías redentor de las letras españolas, o algo parecido. Pero el tiempo, las lecturas y la vida te van poniendo en tu sitio. Mi sitio ahora es el de contar historias e intentar contarlas bien. Y mantener mi higiene lectora lo más saneada posible, a salvo de cantamañanas, libertadores letraheridos y demás calaña accesoria y prescindible que forma parte del séquito del “mundillo” literario español.
―En Moro, como en tus novelas anteriores, resulta difícil encontrar alguna veta autobiográfica. ¿No te ha dado nunca por explorar narrativamente el “yo”?
Mi vida es bastante aburrida. Aparte de leer y escribir, me gusta caminar, escuchar música y ver buen cine, beber cerveza y estar con mi familia y con mis amigos. Personalmente tengo poco que contar, y lo poco que cuento lo hago en mi blog. Desconfío un poco de la literatura testimonial, porque en general no somos demasiado interesantes. Las personas con vidas interesantes no suelen ser escritores. Se dedican a ser hombres de acción, y rara vez se sientan delante de un papel.
―A diferencia de tus otros libros, sin embargo, en Moro sí aparecen nombradas las ciudades (Tánger, Tarifa, Vejer, Palos, Huelva…). Parece que últimamente haya cierta incomodidad respecto a la explicitud de los lugares donde vive el escritor o se ha formado. ¿Crees, como Javier Mije, que decir “Sevilla” en una novela hace que al lector se le llene la cabeza de toros, nazarenos y mujeres vestidas de flamenca?
Sevilla me parece una ciudad algo castrante, muy provinciana, donde la agenda cultural imperante la imponen las instituciones y los grandes apellidos. Aquí hay toda una liturgia de grandes actos que son los que marcan la pauta cultural de la ciudad, y todo lo que contradiga esta liturgia y esta sensibilidad no es bienvenida. El debate sobre las famosas “setas” de la Encarnación ―una arquitectura supuestamente innovadora que, por cierto, tiene ya bastantes décadas― es bastante clarificador sobre la sensibilidad social sevillana. Me refiero a la Sevilla que cuenta y que tiene voz, por supuesto. Hay otra ciudad oculta que quiere hacer cosas, que defiende otros postulados, pero se ve poco. Pero no sé, imagino que en cierto modo esto ocurre en otras muchas ciudades. Aunque aquí, no sé, lo percibo de forma más intensa. Es como el olor a incienso, tan propio de la Semana Santa sevillana. Da igual que estemos en agosto, o a finales de diciembre: el olor siempre está en el ambiente, es imposible huir de él en todo el año si vives en Sevilla.
―Eres hermano del también escritor y columnista de El País Luis Manuel Ruiz. ¿Lo vuestro viene de familia?
Lo cierto es que es algo más bien insólito dentro de nuestra familia. Algunas veces he pensado que, viendo cómo está el panorama, en algún momento determinado podríamos plantearnos formar un dúo artístico, que fuera itinerando de feria en feria, presentando algún espectáculo narrativo, un poco como en la última novela de Javier Pérez Andújar pero en un formato más monstruoso tipo Freaks de Tod Browning. Pero nuestras cenas de Nochebuena son tan aburridas como las de cualquiera, no hay nada mágico ni extraordinario. Nunca falta cerveza, eso sí, pero eso se lo debemos más bien a mi padre.
―¿Estás trabajando ya en un nuevo proyecto? Lo digo porque, a este ritmo, te sale novela por año. ¿Cómo es para ti el proceso de gestación y escritura de una novela?
En realidad, todo lo que ando publicando de unos años para acá lleva escrito ya algún tiempo. Es más, creo que soy bastante lento en publicar, lo que ocurre es que he escrito mucho en esta última década. También he desechado bastante. Ahora ando empantanado con el remate de una nueva novela, que ―esta vez sí― será algo más autobiográfica de lo que acostumbro. Después tengo más proyectos. Pero todo se andará; me considero escritor de larga distancia, no hay por qué andarse con prisas.
Daniel Ruiz García: Moro. Eutelequia, Madrid, 2011.