Los muertos, los vivos – Beatriz Olivenza
Por: Carlos F. Romero
Los muertos, los vivos, de Beatriz Olivenza. Editorial Torremozas. Madrid, 2010. 120 páginas. 11 €.
Con este libro de relatos la escritora madrileña Beatriz Olivenza se convirtió en la única mujer finalista de la VIII edición de los Premios Setenil, que otorga el ayuntamiento de la ciudad murciana de Molina de Segura al mejor libro de relatos publicado en el año. En esta categoría, Olivenza ha obtenido algunos de los premios más importantes a nivel nacional, como el Gabriel Miró o el Ana María Matute de Narrativa de Mujeres. Además, tiene tres novelas publicadas.
El título de esta colección de relatos lo toma prestado del último verso del poema Vida Urbana, de Jorge Guillén. Tras un paseo por la solemnidad del cementerio, entre lápidas y silencio, el poeta se da cuenta de que fuera está el murmullo constante de la ciudad que no se detiene. Las dos últimas estrofas dicen así:
Hervor de ciudad
En torno a las tumbas.
Una misma paz
Se cierne difusa.
Juntos, a través
Ya de un solo olvido,
Quedan en tropel
Los muertos, los vivos.
Y así, en tropel, es como conviven los muertos con los vivos en este libro. Podríamos decir que es un libro de fantasmas, y no mentiríamos, pero nos quedaríamos en la superficie. En los nueve cuentos que componen la colección aparecen muertos, pero no dan ningún miedo, más bien al contrario. Nos dedican su tiempo infinito, del que disponen, para acompañarnos en la transición hasta la muerte, como ocurre en Acompañantes. En otras ocasiones vienen a la cena de Navidad; tras muchos años, vuelven a ocupar sus sillas. Así sucede en Reunidos. O puede que solo quieran mimar a su madre, enferma de cáncer, como en Olvido tras el cristal. Solamente hay un cuento en el que el fantasma dé miedo, es el que lleva por título Sueños simétricos. Aquí sí hay un elemento perturbador.
La poética de la autora para este libro la encontramos en la voz del narrador de Ángulo muerto. Tres amigos van al entierro de un cuarto. El narrador recuerda que no hace mucho se reunieron en la casa del difunto y en un momento de sinceridad se confesaron sus miedos más inexplicables, esos que nos acompañan desde hace tiempo como un castigo y que no nos atrevemos a contar. Cuando le toca el turno al narrador dice: No sé que edad tenía cuando descubrí que a la gente que quiero se la tiene que tragar la tierra (…) ese día empezó mi condena.
Para que de alguna manera esos seres queridos no se vayan, Beatriz Olivenza los invoca y, lejos de ser almas errantes que siembran el pánico allá por donde pasan son, más o menos, como han sido mientras han vivido. Al fin y al cabo, ¿por qué iban a cambiar?