PensamientoReseñas

Cómo vivir o una vida con Montaigne, de Sarah Bakewell

 
 
Por Gonzalo Muñoz Barallobre.
 
 

En el año de Cristo de 1571, a la edad de treinta y ocho años, el último día de febrero, aniversario de su nacimiento, Michel de Montaigne, muy cansado de las servidumbres de los tribunales y de los empleos públicos, aún entero, se retira al seno de las Vírgenes sabias (las Musas), donde tranquilo y libre de toda preocupación pasará lo poco que le quede de vida, ahora ya consumida en más de la mitad. Si el destino lo permite, completará esta morada, este dulce y ancestral retiro, y se consagrará a su libertad, tranquilidad y placer.

 
 

Con este texto, Montaigne (1553-1592), puso punto final a su relación con la vida pública. Y para ello, para que esa retirada a lo íntimo fuera lo más efectiva y placentera posible, habilitó en una de las torres de su castillo una biblioteca -por cierto, lo más lejos posible del cuarto de su esposa…-. Así, arropado por los libros y bajo el peso de las sentencias de los autores clásicos que mandó grabar en las vigas del techo, se dedicó a algo que hasta el momento no tenía precedente: meditar acerca de diferentes temas y experiencias sin saber más que el punto de partida, es decir, sin tener claro ni el camino ni la meta, un “método” que será el que dé título a su gran obra y que inaugura el género del ensayo. Y es que lo que Montaigne hacía con su pluma y su papel no era otra cosa que ensayar, es decir, ir probando rutas dejando que el texto fuera creciendo al calor de la escritura. Una manera de trabajar realmente curiosa y moderna, ya que lo que Montaigne hizo, y luego veremos en autores contemporáneos el mismo impulso, fue captar el movimiento de su conciencia, es decir, anotar en el papel el cauce de su fluir. Pero más allá de este método, de este ensayar, Montaigne destaca por haber creado una obra llena de vida y goce. Una obra en la que podemos encontrar, y eso es lo que nos propone Sarah Bakwell con esta biografía, una serie de respuestas a una pregunta decisiva: ¿cómo vivir? De esta manera, siguiendo el pulso de los autores clásicos, Montaigne pretende ofrecer a sus lectores una sabiduría, es decir, una arte sobre la vida y para la vida. Una sabiduría que se apoya en una síntesis brillante entre escepticismo, estoicismo, epicureísmo y cristianismo, de la que podemos extraer las siguientes máximas: no comprometerse con nada, asumir serenamente lo que ocurre, gozar y hacer gozar y confiar en que, en el fondo, la bondad es la que guía el mundo.

 

Los ensayos de Montaigne han estado siempre arropados por el éxito, y como prueba, no creo que haya otra mejor, llegaron a estar en el Index librorum prohibitorum et expurgatorum. Un reconocimiento que tuvo como resultado múltiples ediciones y numerosos ensayos sobre los Ensayos. Entonces, ¿qué aporta Sarah Bakwell?  Pues lo que aporta es que Cómo vivir o una vida con Montaigne es una biografía que sigue de cerca, que tiene como hilo conductor, las historias y experiencias que llenan de vida los Ensayos. De este modo, hace visible lo que estaba en la sombra, es decir, aquello que estaba implícito pero no dicho en el texto de Montaigne.

 

Cómo vivir o una vida con Montaigne, destaca por la fluidez de su estilo. Leerlo es deslizarse por un mosaico de experiencias que te llenan de gusto por la vida y, sobre todo, que enseñan que detrás de toda convulsión social, Montaigne padeció numerosos enfrentamientos entre protestantes y católicos, hay una soledad, un núcleo último, que estamos obligados a defender, a preservar de la barbarie, porque sólo desde él podrá la sociedad encontrar el equilibrio necesario para recuperarse. Y es en esta defensa, en esta lucha radical, es en donde Montaigne brille de manera especial y en donde resida, como ya lo señaló Stefan Zweig, su gran atractivo.

 

 

Cómo vivir o una vida con Montaigne

Sarah Bakewell

Ariel, 2011

22,90 euros

4 thoughts on “Cómo vivir o una vida con Montaigne, de Sarah Bakewell

  • Para Gonzalo:
    La entera obra escrita de Michel de Montaigne (1533-1592) implica esa voluntad irrepetible
    de estilo que coloca un espejo al borde del camino no para reflejar el camino mismo, como pensaba
    Stendhal de la novela, sino para reflejar al perplejo caminante que discurre a la vera de él, por la
    cuneta por decirlo así, mesándose la perilla pensativamente ante lo que ven sus ojos y escuchan sus
    oídos, por eso principalmente su galana figura suele ser parada obligatoria en la revisión del periplo
    filosófico renacentista, no obstante su carencia de un sistema propiamente dicho –es decir,
    totalizante y omniabarcador- o siquiera una alineación intelectual claramente definida (como podía
    ser la Padua averroista de Pomponazzi o la Florencia neoplatónica de Marsilio Ficino, por acudir a
    los dos personajes más influyentes de la universidad italiana, ya desaparecidos al nacer Montaigne).
    Y es que Montaigne, pese a su naturaleza meditativa y profunda, no tenía el humor -casi en sentido
    médico- que es preciso para construir una filosofía perfectamente articulada desde sus fundamentos
    hasta sus últimas consecuencias. Montaigne, desde luego, no es Descartes (aunque sea impensable
    un Descartes sin haber existido primero un Montaigne) porque no puede serlo, ciertamente, pero
    antes que nada, porque no quiere serlo. Echemos un vistazo rápido a la leyenda: a la edad de
    treintaicho años, Montaigne vendió su cargo en el parlamento francés y se retiro a vivir a la
    propiedad de su padre, donde construyó una torre pronto repleta de libros y embadurnada por todas
    partes de inscripciones griegas y latinas (como hiciera antañazo San Agustín) con las que convivía
    en la soledad de su estudio. Más tarde, fue nombrado alcalde de su localidad, responsabilidad
    pública que simultaneó con la redacción de los celebres Essays -Ensayos-, hasta que el abandono
    de la alcaldía le permitió al fin dedicarse íntegramente a ellos hasta el momento mismo de su tan
    temida y reflexionada muerte. La palabra «Ensayo», empleada para referirse a un genero nuevo de
    escritura y pensamiento que sirviera de receptáculo perfecto para encerrar al genio de la brevedad y
    de la cavilación concreta, persistente y concienzuda, fue precisamente creación singular de
    Montaigne, pues para él no se trataba exactamente de saber o acopiar certezas, sino de ensayar,
    probar, explorar los propios límites y después comunicar el resultado a quién este dispuesto a
    escuchar y aprender de la experiencia ajena.
    Montaigne valoró en alto grado la amistad -podría decirse que fue quien imprimió un decisivo
    giro individualista al humanismo renacentista-, y enseño a toda una generación mediante sus
    «ensayos» de autoconocimiento e inspección íntima precisamente lo opuesto a lo que esperaría el
    desprevenido lector: que nadie conoce a nadie en absoluto, y menos que a nadie nos conocemos a
    nosotros mismos, por no hablar ya de conocer mucho o poco a Miguel de Montaigne.

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  • Crear un género literario no es cosa menor. Me pregunto si no ha llegado la hora de combinar la novela con el ensayo: el espejo a lo largo del camino que proponía Stendhal y el hombre (o mujer ) frente al espejo de la conciencia. Gracias por tanta erudición.

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  • Óscar, gracias por tu jugoso comentario-texto. Pero no puedo dejar pasar por alto la afirmación de que Montaigne no tenía humor… creo que más bien le sobraba. En cuanto a Descartes, ya podría haber leído el ensayo que Montaigne le dedica a su gato. De esta manera, el pensador de la estufa tal vez no habría dicho las barbaridades que dijo de los animales: pura mecánica sin sentimientos ni voluntad. Y volviendo a lo del humor, me apoyo en los escalofríos que recorrían al oscuro y sombrío Pascal cada vez que cogía los Ensayos. ¿Tratar los grandes temas de esa manera tan alegre? El veredicto estaba claro: obra del demonio, pecado.
    Beatriz, tal vez un intento de esa fusión que pides, o por lo menos ella creía que era lo que hacía, por eso mostró en varias ocasiones su aprecio a Montaigne, lo tenemos en Virgina Woolf.

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  • Humor en sentido hipocrático, ya digo. La Woolf era todo literatura, yo diría -otra vez- Thomas de Quincey.

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